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II. LA IRRESISTIBLE ASCENSIÓN DE LA CIBERDELINCUENCIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

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Es más que evidente que aquellas normas vigentes en España en los años 80 del pasado siglo no se correspondían con la realidad de la sociedad en la que tenían que aplicarse y que, en consecuencia, existían océanos (más que lagunas) de impunidad de una delincuencia que se valía (y lo sigue haciendo, de manera cada vez más acelerada, además) de dispositivos informáticos, electrónicos y cibernéticos (teléfonos móviles, ordenadores, tabletas, cámaras digitales de fotografía y video, discos duros, impresoras, dispositivos de red, instrumentos de almacenamiento extraíbles, reproductores de medios, o dispositivos de posicionamiento GPS) para llevar a cabo sus ataques a los bienes jurídicos más relevantes9. La informática (entendida, a estos efectos, y como enseña el Diccionario de la Real Academia, como el conjunto de conocimientos científicos, y técnicas materiales, que hacen posible el tratamiento auto-mático de la información por medio de ordenadores10) y la cibernética (en este contexto caracterizada, de forma más compleja que lo que ahora define aquel Diccionario, como la ciencia que estudia la tecnología informática y las redes de comunicación, más específicamente en una realidad virtual) están imbricadas en todos los aspectos de la vida social de los países desarrollados, hasta el extremo de que la doctrina especializada ya habla del fenómeno de la “masificación informática” para hacer referencia al cada vez más difundido uso de ordenadores y programas electrónicos11. Lamentablemente, ello no sólo no excluye a sus respectivas delincuencias, sino que las ha transformado y vitalizado, como refleja la estadística criminal. Por ello, son ya muy numerosas las resoluciones judiciales que sancionan lesiones al honor, la intimidad o la propia imagen de las personas cometidas a través de la difusión de textos e imágenes mediante teléfonos u ordenadores; así como las que condenan agresiones al patrimonio, o sustracciones de datos vitales para la vida económica de las empresas, o daños a programas y ficheros, cometidos mediante accesos inconsentidos a redes informáticas o bases de datos electrónicas; y las que castigan actos de gravísima trascendencia para la libertad e indemnidad sexual de las personas, igualmente posibilitadas y amplificadas por la utilización de las nuevas tecnologías12. En todos estos casos, las agresiones no se han producido, como nos tenía habituado el conocimiento de la actividad delictiva, en inmediatez al objeto o la víctima del delito, sino de manera remota (con mucha habitualidad, incluso desde países distintos a aquél donde se producen sus efectos), y a través de esos ordenadores, teléfonos y demás dispositivos que, más que máquinas, forman ya parte del mobiliario doméstico rutinario.

Este vertiginoso proceso de transformación de la delincuencia se ve además favorecido por otra realidad social: Nunca en la historia de la Humanidad se han generado, transmitido y almacenado más datos que en la actualidad. Y ello por la confluencia (recíprocamente autoalimentada) de tres realidades de muy reciente aparición: el desarrollo tecnológico, la proliferación y expansión social de los instrumentos de comunicación y de tratamiento y almacenamiento de la información, y un relevante cambio de mentalidad, que prioriza la extimidad, como factor de relación social, sobre el valor, históricamente preponderante, de la intimidad13. Como último (por ahora) factor relevante en este proceso, se cuenta la crisis de la COVID-19, que ha precipitado, y exagerado, “un cambio que venía produciéndose desde hace tiempo, como es el traslado de algunas actividades del espacio físico al ciberespacio”14.

La delincuencia informática y cibernética ha provocado, de este modo, alteraciones tan importantes respecto de la concepción clásica del objeto del Derecho penal que podríamos plasmar su trascendencia en las siguientes tres leyes del cibercrimen (propuestas hace ya algún tiempo por mí)15:

a) La comisión de infracciones penales a través de las nuevas tecnologías informáticas y electrónicas tiende a asegurar su resultado, minimizando los riesgos que pueden derivar para el agresor de la relación personal con la víctima. Así, por ejemplo, es mucho más efectiva y segura para el delincuente una estafa informática cometida en la modalidad de phising que la cada vez más arriesgada ejecución del “tocomocho” o el “nazareno”.

b) La realización de estas infracciones optimiza en términos exponenciales la eficacia del esfuerzo criminal (tanto en términos de daño como de rentabilidad). De este modo, y por ejemplo, la magnitud de los perjuicios que puede provocar la difusión, a través de correos electrónicos, de una fotografía comprometida de una persona es incomparablemente mayor que la que podría resultar de cualquier otro medio clásico de transmisión de la misma (y a un coste inversamente proporcional).

c) Y la ejecución de estos delitos puede obtener una más fácil impunidad a través de la ocultación de sus autores por los anchos dominios de la aldea global (la World Wide Web), y la utilización de cada vez más sofisticados mecanismos de encriptación o borrado de rastros16. Por ello, los problemas de persecución policial de los autores de este tipo de delitos17, y las cuestiones de competencia judicial que provocan, son cada día más complejos18.

Para hacer frente a este incremento exponencial de la criminalidad tecnológica, y los marcados ámbitos de impunidad que –por motivo de deficiencias normativas, o de limitación de los instrumentos de reacción– provocan la repetida lesión de bienes jurídicos merecedores de protección penal, era precisa, por un lado, la acomodación de las leyes penales y las procesales, pero también la actualización de las técnicas de investigación policial de estos nuevos ilícitos. Sin afrontar estas líneas de actuación, el Estado de Derecho podía quedar inerme ante una delincuencia cada vez más sofisticada tecnológicamente.

Tratado de Delincuencia Cibernética

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