Читать книгу La última carta - Daniel Sorín - Страница 11
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La señora fue convocada de urgencia. Mi mamá dijo que había que llamarla antes de que fuese demasiado tarde. Aún podemos evitar que repita, afirmó. Fue tan conmovedor escuchar la palabra temida, que se me quedó grabada en algún rincón de la memoria. Escondida, la palabra esperó para salir como un vampiro a la luz de la luna. Fue la noche de la pesadilla.
A la mañana siguiente, mi mente, todavía asustada, escapó por una tangente.
Y reí. Reí a carcajadas.
—¿Por qué reís, José?
Aquel era el cuarto año que yo iba a la escuela. Había ingresado cuando tenía seis, pensé contando con los dedos: seis, siete, ocho, nueve... ¡Y no estaba en cuarto sino en tercero! ¡Y no había repetido!
La sinrazón se explicaba porque, contra toda evidencia de la más elemental aritmética, el primer grado, dividido por la mitad, se trajinaba durante dos años, a los que todos llamaban “primero inferior” y “primero superior”. Nadie descifró jamás las esotéricas razones que han inspirado tal dislate matemático.
Lo que mis padres no entendían era cómo me animaba, tan tranquilo, a decir que era lo mismo repetir que aprobar. Sentía —aunque no encontré las palabras para decirlo— que los números no eran más que un disfraz, una astuta falsificación. Mamá se tomó la cabeza con las manos y gritó, mi viejo se quedó mirándome, tan silencioso como perplejo. Ninguno de los dos sabía que aún latía en mí el pavor absoluto, que la noche anterior había estado delante del abismo. No sabían tampoco que mi risa era un escape. Lo mejor que podía hacer. Porque la locura, al fin de cuentas, consiste en no poder escapar, en un infinito caminar en círculos.
Después apareció ella.
• • •
La señora tenía los labios pintados de rojo. Y uñas esmaltadas y anillos en los dedos y muchísimas pulseras, finas y doradas, que tintineaban cuando movía la mano izquierda. La señora, su nombre se me ha perdido en el otoño de la desmemoria, venía a casa los martes y los viernes a las seis de la tarde en punto.
Ella llegaba y revisaba mi cuaderno. Mientras corregía el trabajo que me había encomendado la clase anterior, consumía con exasperante lentitud las dos medialunas calientes con jamón y queso que mi mamá le dejaba en un platito, arriba de una servilleta de papel. Su mano, rojo y dorado, candor de pulseras entrechocando, levantaba la medialuna y mordía separando apenas un pedacito. El queso derretido se estiraba, pero ella, eficiente para esos menesteres, lo cortaba con elegancia; tenía, debo reconocer, una habilidad insuperable.
Todavía recuerdo ese suplicio. El aroma inundando la habitación y provocando en mí súbitos cambios en el estómago, en la boca y en el ánimo. Mientras ella comía de manera aristócrata, mis tripas maldecían la crueldad con plebeyo encono; y mi mente, presa de la más rústica ansiedad animal, se negaba a procesar lo que mi maestra, tan voluntariosa como monótona, trataba de explicarme. Para mi ira proletaria, la señora siempre dejaba algo, porque en el país de mi infancia no era de gente bien demostrar hambre.
Tenía nueve años y era mal alumno. Un pésimo alumno. Por indolencia, por decisión, por el barullo agudo y oculto, desordenado e indómito del que estaba prisionera mi mente. Claro que la señora no había tomado debida nota de eso. Más aun, no tenía noticias de que tales cosas pudieran existir en la cabeza de un infante.
Convencida de que su misión era ayudarme a entrar en el magno mundo del conocimiento, reincidía con constancia insuperable en las tablas de multiplicar, en las reglas ortográficas y en el uso correcto de la ve y la be. La aritmética vaya y pase, pero la escritura era inasible para mí. Pronunciaba con exageración didáctica: “la bbbbbe labial y la vvvvve labiodental”, después de lo cual hacía silencio y, con una mirada cómplice, inclinando su generoso cuerpo hacia mí, como una gracia conferida al inferior, mientras sugería una sonrisa en sus labios húmedos, agregaba, por si no la hubiese entendido, “la be larga y la ve corta, Josecito”.
Nadie supo de esa noche en que estuve al borde de la muerte. Nadie supo que, frente al abismo, en un final acto de inteligencia y coraje, levanté mi pie derecho y, con la respiración y el alma suspendidas, lo apoyé de punta atrás, treinta centímetros atrás. Mis mayores no se enteraron de mis noches, ni yo de los monstruos que acecharían, años después, el sueño de mis hijos. Hay en esta ignorancia, seguramente, más que la mezquina imposibilidad de las almas.