Читать книгу La última carta - Daniel Sorín - Страница 17

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Años después los sábados a la noche fueron momentos de aventura y exploración. Pero por ahora esas noches tenían algo parecido a la reflexión; era necesaria después de aquellas tardes musicales del Cuarteto Guayaquil, como lo llamaban. Había que acomodar ese cosmos increíblemente denso, ese torrente de sensaciones que desacomodaba mi alma inexperta. No sabía qué, pero algo cambiaba de lugar y tenía que pensar para restablecer el orden adentro.

Pensar en cualquier cosa. A veces, ya de vuelta en mi casa, me ponía a estudiar algo tan poco inquietante como la geografía. Me acuerdo que una vez me puse a lucubrar en que el sonido era solo ondas, lo había aprendido en la escuela, frecuencia, amplitud. Sentí un vértigo imposible, lo que yo sentía no tenía nada que ver con las ondas ni con nada material y, de alguna manera, a los once años, la posibilidad de reducir la música al sonido me asustó.

Fue la primera vez que me pregunté si estaba loco.

Entre una partitura y otra el café, el mate cocido y para mí las galletitas dulces que doña Elvira traía sin falta.

Fui reconociendo a Haydn, a Mozart y a Beethoven, a Schubert, a Brahms y a Dvorák. Entendí, desde siempre, que la música se escucha con piel de poros abiertos, sin la circunspección a la que invitan las butacas rojo carmín de los teatros. Aun hoy me molestan los smokings de los músicos, y es porque mi primer contacto con el mundo de los sonidos fue con esos magos de cuello de camisa desabrochado, capaces de tararear mientras ejecutaban, o dar algún vítore en memoria del autor fallecido, al que, por otra parte, nombraban como a un querido amigo del grupo.

Una de esas tardes conocí a Urbino, fue apenas un momento fugaz.

—¿Urbino?

—Sí. Alguien extraordinario, ya verás. Él prefería escuchar, lo supe después, atentamente la música desde su habitación, la más alejada, cruzando el largo patio de naranjos parcialmente techado por la añosa parra de uvas chinche.

Antes tuve contacto con un viejo enjuto y desdentado a quien le faltaba la mitad del dedo índice de la mano derecha.

“Jaimovich”, me lo presentaron formalmente, “el profesor Jaimovich”.

No tenía aspecto de profesor con su saco marrón visiblemente raído y sus pantalones verdes de dificultosa combinación. Supe, al finalizar la tarde, que dicho Jaimovich era profesor de piano y que, antes de que un infortunado accidente le seccionase la última falange del dedo índice de su mano derecha, había sido un ejecutante virtuoso y no carente de éxito.

El profesor no venía habitualmente. Imaginé que le molestaba la insultante habilidad de sus amigos, pero no sé, quizás era solo la arbitrariedad y la imprudencia de mi imaginación. Créase o no, unos meses después fui uno de sus malos alumnos.

¡Qué maravillosa inutilidad la de mi mente para seguir con justeza las notas que trabajosamente deletreaban mis ojos! Además, Samuel Jaimovich se sumergía durante larguísimos minutos en el estudio del soporífero solfeo. Yo me preguntaba qué mente sádica pudo inventar semejante necedad. ¿Por qué no lo hicieron solbello? ¡Qué más hubiese dado!

El piano, Jaimovich, el solfeo y la ridícula costumbre de que una mano leyese en clave de sol y la otra en clave de fa, no hicieron otra cosa que confirmar la suposición que tenía sobre la música y yo: lo nuestro sería un amor platónico, no más que una sonrisa acompañada de ojos humedecidos. La amaría de por vida, pero detrás del vidrio.

Así que mi existencia ha transcurrido lejos de la música y del arte, ejercí un oficio peculiar, lleno de orden y de compartimentos. Lo hice con rigor y a veces hasta con los hallazgos de la imaginación, pero sin la ingenua alegría de esos músicos desconocidos, de esas almas ajenas de prejuicios.

¡Brindo por ellos!

La última carta

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