Читать книгу La última carta - Daniel Sorín - Страница 9

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Trajinan preparativos de fiesta. Ya no se escuchan los ruidos de la última limpieza y los aromas de las salsas han escapado por los ventanales abiertos; todo está siendo aprontado, el reloj de la tía Carmencita fue puesto en hora y pronto se encenderán las luces de la sala y del patio.

Escucho música. Así como lo propio de la casa de mi abuela eran los rastros en el aire de sus comidas transoceánicas, y en la de mis padres era ley su silenciosa penumbra de persianas caídas, así, la esencia de esta casa ha sido la música. Distingo cuerdas, intuyo recuerdos conservados con avaricia.

Supongo el mantel blanco esperando sobre la mesa; pronto Urquel será guardado, el pobre cada vez gusta menos de la energía indomable de los niños. Esta noche estarán todos, le he pedido a Ruth que no me llame hasta último momento. Años atrás, ya me hubiera requerido para calmar a este, ayudarla a hacer alguna cosa o recordarle cierta nadería. Sé bien que no son los años los que me liberan de manera tan benéfica, mis deseos no se han transformado en ley mosaica ni en edicto inexcusable. Tales avatares colmarían mi ego, pero no, lo que obra de manera tan asombrosa es una rara alquimia entre lo amado y lo innecesario.

Hubo un tiempo en el que, además de querido, yo era cardinal, forzoso, ineludible. Un jefe de jauría propietario de los dones varoniles del mando, de ciertos conocimientos y algunas habilidades; la última palabra, un juez ecuánime de ociosos pleitos hogareños.

Ayudó a este menester —el de renunciar a ser jefe de jauría— que dejaron de necesitar mi ayuda y se me desvaneció la ilusión de ser irreemplazable.

Está bien, así debe ser.

Aunque me sorprendió, nunca deseé lo contrario, de manera que no me ofende ni molesta.

Mi actual paradero suburbano no me provoca desasosiego. Ya no habito el centro de las decisiones y hace unos años que soy apenas un parecer, que sobre mis espaldas no recae el peso de gravosas conclusiones ni de fallos imperiosos. Ya no hay sentencias, ni juicios, ni premuras. Que no corro, que no tengo que llegar a lugar alguno. El vórtice está cada vez más lejos de mí, soy apenas un deslizar suave ocasionalmente interrumpido por el malestar de alguna enfermedad inoportuna.

En fin, ya no estoy en el centro. Ya no soy el centro.

Hace un tiempo descubrí que este proceso no tiene marcha atrás. Llegará el momento en que mi opinión solo sea oída por dulzura o piedad, en que no será tenida en cuenta ni sopesada.

Y sé, también, que ese albur es la mejor alternativa. Un desteñirse con lentitud, un hacerse transparente.

Aunque nada de esto le he dicho, de alguna manera Ruth intuye lo que pienso y se enoja, o entra en pánico. No soporta verme mirar la nada por la ventana, perdido en mi propia marisma. Y quiere protegerme, su instinto maternal y su amor de mujer, esa fidelidad que no admite conjugarse en pasado, inunda sus ojos de lágrimas. Entonces, para sacarme de las garras del diablo o de la vejez, me propone salidas fastidiosas o, como es el caso de esta noche, bulliciosos festejos.

Hoy cumplo años, aunque tengo una aceptable salud, mi futuro es razonablemente escaso. El presente se ha ensanchado hasta ocupar casi todo.

La última carta

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