Читать книгу La última carta - Daniel Sorín - Страница 15

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—¿Cómo era antes, abuelo? Cuando eras chico.

Habrá de ser impiadoso, pregunta cómo era antes. ¡Cómo era! Igual que ahora, pero al revés.

Cómo decirle, como explicarle aquel mundo.

—La televisión no transmitía los partidos. Uno los escuchaba por radio y se imaginaba a los jugadores corriendo, tirándose al piso, cabeceando a gol.

Hace tanto que no recordaba aquellos domingos de oreja atenta con resonancias de estadios desconocidos. Nombres y nombres, personajes que imaginaba a partir del mundo circular de las figuritas. La sorpresa más grande de mi vida fue la primera vez que mi padre me llevó a ver un partido de fútbol: los jugadores se amontonaban en la mitad de la cancha y corrían, olvidados de sus puestos, detrás de la pelota. Carentes por completo de la caballeresca hidalguía de pecho inflado y mirada levantada que yo había imaginado a partir del metegol del Beto. Yo creía que el metegol era más o menos real; quiero decir, sabía que los jugadores no estaban fijados a un caño de metal y que no eran movidos desde ningún lugar, pero nunca había conjeturado semejante desorden. Corrían como si fuesen chicos de inferior, brincando sin saber de qué se trataba. Solamente los arqueros parecían conservar la calma, bien paraditos, juiciosos, debajo del travesaño.

Pero estos recuerdos, apenas misceláneas desgajadas, no dicen nada. Son solo comentarios deshilachados.

Entre los márgenes, arriba de cada renglón, escrita con mala letra cursiva, transcurrió mi vida.

Transcurrieron, por ejemplo, las manos de mi madre —están guardadas con letra pequeña encima del renglón—. Breves manos que el tiempo me permitió volver a ver en una hija que ella no conoció. Dedos blancos, afligidos por la mala circulación de la sangre, con uñas cortas y curvas. Dedos siempre juntos y flexionados, ni cerrados ni extendidos.

Las manos expresan algo de la lucha que tenemos dentro. Como las de ella, a las que le costaba abrirse confiadas para recibir, oculto el rosado carnoso de la palma, y que jamás se cerraban con fuerza en puño, los huesos prominentes expuestos para exigir.

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También está en los renglones de mi biografía la música y toda su fuerza volcánica. Fue, desde siempre, un terreno amado pero ajeno, gozado e inasible. Situación singular y poco probable en una familia tan habitada de músicos profesionales y amateurs.

Durante los años infantiles trajinaban mis oídos los discos de pasta. Giraban enloquecidos según explicaba la inscripción: 78 rpm. En el centro tenían una etiqueta roja y en ella, inmortal, el perro que escuchaba con atención un antiguo gramófono.

Vive en mi memoria una sala con su larga mesa perennemente deshabitada y un patio tras geométricas puertas de vidrio que nunca se abrían. Pisos de madera, cuadros en las paredes, un dresoir sobre el cual se levantaban, inmensos, siete espejos, tres a cada costado y uno central. Y dos sillones berger dignos de una realeza. Eso escuché una vez: “una realeza... venida a menos”, dijo mi papá y todos rieron.

Los discos se colocaban en un aparato de madera oscura. Como yo no llegaba a la tapa lustrosa, me auxiliaba de un robusto macetero que dormía al lado del combinado, tal el nombre del aparato. Se llamaba así gracias a que combinaba la función de reproducir discos con una radio que hacía siglos nadie lograba sintonizar.

Las primeras sonoridades fueron zambas populosas, el Carnaval de los animales de Saint-Saëns y un concierto para dos violines de Bach. Lo de Bach era cosa aparte. El concierto tenía tres movimientos, el primero y el último eran allegros, y me sonaban como un canto a la vida. Con los años me ganó el moderato, pero por entonces no tenía tiempo. Recuerdo escucharlo después de venir de las clases de Julia, era una música que parecía pensada para su cuerpo. Ese concierto ocupaba cinco discos que el aparato bajaba puntualmente uno por uno y que había que darlos vuelta para escuchar el reverso.

Yo sabía de manera premonitoria que mis manos no ejecutarían jamás instrumento musical alguno. No nací para pentagramas ni negras fusas. Sabía como saben los chicos, axiomáticamente, que no reinventaría las profundidades creadas por los genios, ni melodías vernáculas con olor a tierra mojada.

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Me paro y tomo un disco.

Concertos for 2 violins and strings. Isaac Stern - Pinchas Zukerman.

—Escuchá —le digo.

Iván escucha, pero yo sé que quiere que le conteste. Bajo el volumen.

He sido arrojado para tantas cosas. Sin embargo, con la música me quedé del otro lado del vidrio.

Adentro, en un salón imaginario están los músicos, sus atriles, las partituras, los arcos y las boquillas. Maderas y metales, conjugación espléndida de sonoros violines, limpios pianos, sensuales violonchelos, juguetonas flautas. Afuera, a la intemperie, estoy yo; pegado al vidrio como en el tango, escucho lo que interpretan los músicos. Ese salón es un territorio amado, admirado, reconocido, pero ajeno. Escucho con el mismo amor e igual desprendimiento con el que contemplé a Julia y con el que alguna vez acariciaría a la mujer indicada y efímera.

Ése era yo, creo ahora, seis décadas después.

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Recuerdo el día que mi padre me llevó a la vieja casona. No me adelantó nada el viejo, fue de improviso. No era de hablar mucho, mi mamá decía que había que sacarle las palabras con tirabuzón. Además, no era de izar banderas, de decir: te voy a cambiar la vida. Porque eso fue lo que hizo, me cambió la vida.

Si algún día yo estuviese frente a un pelotón de fusilamiento, reviviré esa tarde como el coronel Buendía recordó aquella remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Caminamos con lentitud las cinco cuadras que separaban nuestra casa de aquella otra de la que había tenido apenas referencias breves y lejanas. Despreocupadamente, entre las palomas que venían del palomar del Hogar Obrero y el ruido quedo de una tarde sabatina y somnolienta.

La casona era una construcción de principios de siglo con un patio central al que daban las habitaciones. Las altas puertas de madera dormían protegidas por una galería de chapas pintadas de verde inglés.

Entramos sin llamar.

Buen día don Roque —nos saludó una mujer.

Yo sabía que era la dueña de casa, que en su dura supervivencia había tenido que alquilar las habitaciones desocupadas del antiguo domicilio paterno.

—Pase, lo están esperando. Veo que hoy viene bien acompañado.

Mi padre no dijo nada, solo sonrió. Abrió la puerta que estaba a nuestra izquierda y entramos en una sala amplia iluminada por un sol ámbar que brillaba aquí y allá.

Era el taller de don Nerio, hombre corpulento de sonrisa fácil y mirada diáfana, de oficio tornero. La sala, efectivamente, estaba atestada de tornos, prensas y herramientas. Las habilidosas manos de don Nerio creaban piezas metálicas perfectas, pero ahora no estaban ajetreadas con la piedra y el escalímetro, sino que sostenían, idóneas y prudentes, un violín que esa tarde sabría se llamaba viola.

—Don Roque, ha traído usted a Josecito —recordó mi nombre apresuradamente—. ¡Señores hoy tenemos público!

Y rio con sonora carcajada, más acorde que su violín al majestuoso cuerpo que poseía.

Estaban también dos hombres que ocupaban sus manos con sendos vasos. Uno, extremadamente delgado, era visitador médico; el otro, extrovertido y afable, gestionaba columnas de números en un banco. Decía que era bancario, marcando cada sílaba y aclaraba “no banquero, como creyó mi mujer”.

En una mesa baja estaban desparramados otros dos violines, tres arcos, un estuche rígido de madera y una pila de cuadernos que yo sabía se llamaban partituras.

Mi padre no me presentó, le pareció innecesario, todos sabían sin haberme visto mi nombre, edad y ocupación. Solo me indicó que me sentase en un banquito y fue a tomar un violín más grande que permanecía solitario en un rincón, el más alejado del torno. El violonchelo es el más maravilloso de los instrumentos, posee un sonido más grave que el violín, más dulce y profundo. Su caja es más grande porque encierra la fuerza genital y el mar infinito de la tristeza, no imita pájaros, ni el agua de cascadas, ni el galopar de caballos salvajes, ni ninguna otra bagatela; en él vive la voz humana, no la de la garganta, sino la muda de su tragedia.

Asomado a la ventana de mi memoria, aún puedo reconocer aquella sala. Mi padre está sentado en una silla de madera oscura, acomoda el violonchelo sobre su pecho, lo hace con la finura y la seguridad con que el varón guía y acaricia a la mujer deseada. Cierra los ojos, suspende el tiempo. El chelo, manso, se deja estar entre sus rodillas, su espalda contra el pecho de mi padre. Él roza levemente con sus mejillas sin afeitar las clavijas y apoya el arco sobre las cuerdas atentas. El violonchelo, espera.

El primer violín marca en el aire el compás y las cuatro cajas arrancan al unísono.

Increíble.

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

Observé cómo cuatro individuos, para nada extraordinarios, se volvían magos. Genios extraídos de una lámpara quimérica. Cuatro sacerdotes y una misa profana celebrada en un idioma de notas sin palabras.

Esa tarde escuché por primera vez un cuarteto de cuerdas. Y, por primera vez, desbordado, luché por contener la emoción.

No había luces coloreadas, ni humo blanco, ni el láser creaba formas en el aire y ninguna pantalla multiplicaba imagen alguna. Sin gritos, apenas con miradas y comentarios en voz baja. Cuatro corazones adentro de cajas de madera. Apenas cuerdas estiradas y arcos hechos con colas de caballo.

Qué no daría por volver a vivir, virgen, ignorante, sin información alguna, otra vez, un cuarteto de Mozart.

Qué espectáculo extraordinario, qué sutileza del espíritu, qué grandiosidad de la razón y la piel brotando de los pentagramas. Qué humildad y gozo juvenil en aquellos músicos sin cálculo, sin especulación y sin público.

Cuando terminó el segundo movimiento me hice el dormido, aquello era tan fuerte que dolía. Además, inevitablemente, debía terminar.

La última carta

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