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4 El hombre

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En junio oscurece temprano. Por eso aquel tercer tiempo empezó de noche.

Y en el frío anochecer de San Isidro fueron pocos los que vieron llegar a ese joven de pelo oscuro y cara conocida.

Enseguida se dieron cuenta de quién era y se sorprendieron. No debía estar ahí. Su partido en Virrey del Pino habría terminado una hora antes. Este no era su tercer tiempo.

El joven bajó del auto, caminó unos metros y llegó a la puerta del salón donde reinaba el bullicio. Era un tipo muy educado pero no saludó a nadie. Parecía retraído, ensimismado, concentrado. Como si fuera un jugador recorriendo el camino del vestuario al césped antes del test match de su vida. Él lo vivía así. Y no se equivocaba.

Los que lograban hacerse escuchar en el ruidoso tercer tiempo del SIC hablaban sobre el tema del momento, la capitanía de Los Pumas. Por eso les llamó mucho la atención cuando vieron al joven abrirse paso entre la gente. Deberían ser cien o ciento veinte, pero a él solo le importaban dos, y en cuanto esos dos lo vieron supieron por qué venía.

Desde chico el padre de su mejor amigo le había inculcado lo que significaba ser capitán. El padre de su mejor amigo era Aitor Otaño, y siempre supo que ese chico era líder. Aitor lo quería como a un hijo y él absorbía las enseñanzas del capitán del 65. Otros maestros lo habían instruido y todos destacaban que el chico además de ser un gran jugador tenía el fuego sagrado. El rugby latía fuerte en su interior. Tenía destino de Puma.

Su sueño pronto se hizo realidad. Con solo diecinueve años se había puesto la camiseta argentina y ahora con veinte estaba ahí, en la encrucijada. Frente al enorme desafío que lo había llevado al tercer tiempo del SIC.

Primero se acercó a Diego Cash, que en ese momento ya llevaba ocho años de Puma. Lo apartó, hablaron unas palabras y se despidieron con afecto. Luego repitió la ceremonia con otro Puma histórico, Diego Cuesta Silva.

La gran polémica de la semana era la designación del capitán de Los Pumas. Muchos pusieron el grito en el cielo cuando supieron que se había elegido a un chico de veinte años, dejando de lado la experiencia de dos símbolos como los Diegos de San Isidro. Pero el chico estaba preparado y era plenamente consciente de la responsabilidad que debería asumir. Lo empezó a demostrar en ese anochecer de junio cuando, con la humildad que debe tener un líder, se disculpó con los referentes y les pidió consejo y aliento para la gestión que estaba por iniciar. Cash y Cuesta Silva, verdaderos hombres de rugby, lo tranquilizaron y le dieron todo su apoyo.

El chico no estuvo más de media hora en el SIC, y cuando salió ya no era el chico. Era el hombre. Era Lisandro Arbizu, capitán de Los Pumas.


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