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8 Los náufragos de Beromama

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Beto escribió en la pared. Roberto escribió en la pared. Mango escribió en la pared. Marcelo escribió en la pared. Y Oscar y Cacho y Pitu y muchos más. Todos esos pibes escribieron en la pared de la esquina de Palmar y El Rastreador, ahí en los pasajes de Liniers, en el barrio de las Mil Casitas.

Querían rubricar su ilusión. Ponerle la firma a sus ansias.

Y aquel día de fines de los años treinta sellaron una historia de amor al rugby. Una leyenda legítima, pura, eterna.

Eran chicos, ninguno pasaba los dieciocho años, pero sin saberlo habían encontrado la razón de su trascendencia.

Esos pibes no solo estaban fundando un club, también escribían las primeras líneas de una historia apasionante que iba a tener lugar treinta años después, la leyenda del viaje que empezó en naufragio.

Se habían robado una pelota de la cancha de Pacific, y con esa ovalada jugaban en las calles de Liniers, un barrio más habituado a la Pulpo de goma que a la guinda de cuero.

Un día quisieron hacer un club para jugar contra los pitucos de San Isidro. Y nada los paró.

El club nació sin sede, sin cancha, sin camisetas, pero con una ilusión poderosa.

Había que llamarlo de alguna manera, y los pibes de Liniers no encontraron mejor idea que identificar al club con sus propios nombres.

Porque ellos eran el club.

BEto Latorre, ROberto Pascual, MAngo Latorre, MArcelo Bogliette, CArlos Latorre, CUcho Noriega, MAlambo Gallardo. Todos escribieron las dos primeras letras de sus nombres o de sus apodos en la pared y la denominación del nuevo club de rugby quedó inmortalizada.

BEROMAMACACUMAOSPOBICHUCACOPRIPEJOPI

¡Precioso! Ningún equipo de rugby en el mundo tenía un nombre tan musical.

Los pibes estaban orgullosos y hasta habían pintado un cartel de chapa con las diecisiete sílabas. Pero un burócrata de esos que nunca faltan les aguó la fiesta. “¡Este nombre es muy largo!”, dijo un empleado de la Unión. “Es inaceptable”.

Entonces la identidad del nuevo club quedó reducida a sus cuatro primeras sílabas: BEROMAMA.

Entrenaban en los bordes de la General Paz, y si la pelota viajaba a la avenida no había problema. En esa época pasaba un auto cada diez minutos.

Un día quisieron impregnar de alcurnia al club y pusieron un aviso en el diario: “Se busca persona de ascendencia inglesa para presidente de club de rugby, presentarse en pasaje La Cautiva 499 (la casa de Chucruta Parodi, uno de los pibes)”. Tres días después un señor muy bien trajeado tocó el timbre y se presentó en casa de los Parodi mostrando el apellido inglés de su documento y antecedentes como ejecutivo de Duperial en su currículum. A la semana era el presidente de Beromama.

Y así, entre pelotas robadas y presidentes ingleses, el club de los pibes de Liniers fue creciendo hasta que en 1951 llegó a jugar en Primera. Beromama contra CUBA, Beromama contra CASI, Beromama contra Belgrano. ¡Qué partidazos!

Todos los encuentros con los grandes los perdieron… pero ahí nomás. A CUBA, el campeón del año, le hicieron mucha fuerza. Y contra Curupaytí fue la única e inolvidable victoria en Primera.

Para ese entonces, Beromama ya era conocido como el primer club atorrante del rugby argentino. A los pibes de la esquina, que ya eran adultos, les gustaba ese mote. Lo llevaban con orgullo.

Pero luego vinieron años flacos. Los malos resultados y los descensos minaron poco a poco el entusiasmo, y el rugby se fue alejando de Liniers.

En 1966, Beromama descendió a tercera.

El espíritu de los fundadores, de los dueños de esas sílabas legendarias, sufrió un duro golpe, y el libro de actas de la uar del año 1969, tal vez firmado por el mismo aguafiestas que treinta años antes les había achicado el nombre, decía: “… Clubes desafiliados: Beromama…”.

El club fundado por los chicos de la esquina de Palmar y El Rastreador ya no existía. Las derrotas deportivas habían erosionado el entusiasmo y los tiempos eran distintos. El tránsito por la General Paz ya era insoportable.

Una lágrima surcó la cara de Beto Latorre, el patriarca, el dueño de la BE.

Pero ya nada se podía hacer… Clubes desafiliados: Beromama…

Juan Carlos Malagoli, un pibe de dieciséis años que jugaba en la cuarta, llamó a su amigo Héctor “Mandi” Scovotti y le dio la noticia: “Nos tenemos que buscar club Mandi, el Bero no existe más”.

Distintos equipos de Buenos Aires recibieron a los jugadores de Beromama. Julio Barlocco fue a Pucará y se dio el gusto de jugar con Pumas del nivel de Aitor Otaño y Néstor Carbone. Malagoli se sumó a Hindú. Otros fueron a Olivos. Alguno a San Martín.

Los Beromamas, como les gustaba llamarse, siguieron disfrutando del rugby e hicieron grandes amigos en sus nuevos equipos. En esa época pocos tenían auto y los clubes de rugby quedaban lejos de Liniers. Dos colectivos, un tramo en tren, algún amigo con el auto del papá. Los Beromamas se distribuían por el gran Buenos Aires cada martes y jueves de entrenamiento. Cada sábado o domingo de partido.

Disfrutaban de la ovalada, pero dentro de ellos seguía latiendo el espíritu de Palmar y El Rastreador. No les molestaba recorrer esas distancias. Hasta disfrutaban de la incomodidad. Era parte del juego y lo aceptaban de buena gana. Pero sentían que algo les faltaba. Que su identidad no era completa. Vivían una suerte de dulce exilio. Eran náufragos de Beromama.

Tenían nuevas amistades, pero siempre que podían se encontraban. La amistad de los Beromama era indestructible.

Las salidas de los sábados juntaba a muchos rugbiers en Bwana o Mau Mau. A comienzos de los años setenta cualquiera podía ver a Arturito Rodríguez Jurado en alguno de esos reductos de la noche porteña. Pero los náufragos preferían encontrarse en Pinar de Rocha o en Juan de los Palotes, legendarios boliches de Ramos. Ni hablar del mítico primer piso de Zodíaco en Juan B. Justo. Ahí no se cruzaban con sus compañeros de rugby de Hindú o de Olivos, pero se divertían entre ellos. Porque los Beromama eran de Liniers.

Pasaron los años y los amigos fueron dejando el rugby. La familia, los hijos, la profesión. La vida estableció prioridades.

Pero el latido interior no se detuvo. En cada reunión, en cada asado, siempre surgía una anécdota de la época de Beromama.

Un día de mediados de los ochenta, los náufragos tuvieron una idea y publicaron un aviso en el diario: “Si sos Beromama te esperamos el viernes a las 18 horas en el club Liniers”.

Querían hacer algo pero no sabían qué. Se conformaban con juntar veinte o treinta personas. Saber que había otros náufragos a la deriva. Les bastaba encontrarse con un grupito de nostálgicos para dar un primer impulso a alguna iniciativa. Alguno, pretencioso, soñó con refundar el club. Parecía una utopía.

Pero sorprendentemente ese viernes a las seis de la tarde el gimnasio del club Liniers estalló de entusiasmo ovalado. Más de quinientos Beromamas dijeron presente.

Los náufragos no estaban solos. Y la ilusión se puso en marcha.

Esta vez fue Mandi Scovotti el que llamó por teléfono a su amigo Malagoli, ausente de la reunión del Liniers por un viaje de trabajo: “¡Gordo, el Bero existe!”.

Empezaron a entrenar. En dos años habían formado plantel en todas las divisiones. Pero faltaba algo. Un lugar donde echar raíces. Porque Beromama siempre había jugado en canchas prestadas. Rifas, fiestas, aportes individuales, esfuerzos de los anónimos que nunca faltan en los clubes argentinos, y finalmente se consiguió el predio de González Catán. Los náufragos encontraron donde guarecerse. Ya tenían la casa propia. Se habían rescatado a sí mismos.

El primer club atorrante del rugby argentino ahora juega de local, y cuando Malagoli, Scovotti, Barlocco y todos los antiguos náufragos llegan a su casa en González Catán, lo primero que encuentran es el homenaje al patriarca, a la primera sílaba. Porque el gran cartel que preside la entrada al Club Beromama dice: “Bienvenidos al Campo de Deportes Beto Latorre”.


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