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6 La construcción de la identidad

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Los dos chicos pasaban todo el día juntos. Siempre en el club. Un rato de fútbol, un pebete de jamón y queso en el buffet, algún juego infantil y, sobre todo, mucho rugby. Horas y horas con la ovalada.

Siempre juntos.

Los dos amigos se divertían con otros pibes y, como todos, eran grandes admiradores de los jugadores de la primera del club. Por eso aquel día del verano del 69, mientras comían el sándwich de la tarde, no sacaban la mirada de la mesa donde apuraban una cerveza algunos de sus ídolos.

De pronto entró un señor mayor al bar y en voz alta, aunque sin gritar, le apuntó al wing de la primera: “¡Baje las patas de la mesa, maleducado!”. Un silencio sepulcral siguió al reto y al inmediato acatamiento de la orden. Sin embargo, el wing no evitó un comentario por lo bajo: “Y este quién se cree que es?”, dijo sin que el señor mayor lo escuchara.

Los chicos se sorprendieron. Nunca habían visto que alguien tratara así a un jugador de la primera del club. ¿Quién era ese señor canoso de gesto severo, cuya sola presencia inspiraba temor reverencial?

Ellos no lo sabían, pero el señor mayor se llamaba Francisco Ocampo y era el nuevo entrenador del plantel superior. En el SIC ya corrían como reguero de pólvora varias anécdotas que tenían que ver con su estilo riguroso. Que exigía silencio en el vestuario, que hacía sentar y parar a los jugadores como si fueran colimbas, que trataba a las estrellas del club como si fueran jugadores de la octava. En pocos días Ocampo había marcado el terreno.

El sábado siguiente de aquel marzo inolvidable, los dos chicos, los amigos inseparables, estaban sentados al costado de la cancha mirando cómo varios jugadores de la primera jugaban una tocata. En un momento, por sobre sus cabezas, voló una voz estruendosa: “¡No hiera al rugby! ¡Así no se pasa la pelota!”. Otra vez el señor mayor, que ahora sí gritaba. Los chicos, sobresaltados, no pudieron percibirlo, pero el destinatario del grito era Arturo Rodríguez Jurado, la gran estrella del club. Arturo era Puma desde el glorioso 65 y su figura trascendía al rugby. Por eso era un verdadero dios para los pibes del San Isidro Club. Y también por eso resultaba sorprendente que el nuevo entrenador le corrigiera el pase. ¡Justo a él que le había pasado la pelota a Marcelo Pascual antes del vuelo inmortal! ¡Justo a él que era un estandarte del SIC, hijo del legendario Mono Rodríguez Jurado!

Pero Ocampo sabía lo que hacía. Sabía por qué gritaba y tenía muy claro a quién destinaba su grito. No en vano llevaba más de cuarenta años de experiencia en la enseñanza del juego y era el forjador de varios de los mejores equipos del rugby argentino.

A comienzos del 69 había llegado al SIC, un club con muy buenos jugadores que sin embargo en los últimos años flotaba en los últimos puestos de la tabla. Catamarca (le decían así, pero a él no le gustaba) sabía que el déficit del club de la zanja tenía que ver con la disciplina. Entendía que el cambio debían impulsarlo los referentes, y Arturo, el referente número uno del club, comprendió el mensaje. Por eso su reacción estuvo teñida por la sabiduría de los grandes, acatando humildemente la corrección que le hacía el entrenador. Si la figura máxima del club se subordinaba al nuevo proyecto, gran parte del camino ya estaba recorrido.

Así se gestó una de las grandes revoluciones de la historia del rugby argentino. La transformación que convirtió al SIC en un equipo exitoso y disciplinado.

Durante las siguientes cinco décadas el club de Boulogne ganó veintidós campeonatos y cuatro nacionales de clubes, respetando fielmente los valores del rugby. Los principios fundamentales que en aquel verano del 69 comenzó a inculcarles el inolvidable Francisco Ocampo y que luego fueron seguidos por muchos otros ayudaron a construir la identidad del SIC hasta convertirlo en un club modelo.

Ocampo murió en 1970. La obra que inició fue continuada por su principal discípulo, Carlos “Veco” Villegas, por el Gringo Perasso y muchos más.

Arturo Rodríguez Jurado, el referente que corrigió su pase en aquel verano, se dio el gusto de ganar cinco campeonatos con su querido club, luego de haber peleado el descenso pocos años antes.

¿Y los chicos?

Los chicos eran dos amigos inseparables que en aquel verano del 69 no tenían más de once años. Se llamaban Rafael y Marcelo.

Diez años después ya eran Rafa (Madero) y el Tano (Loffreda). Ya eran Pumas. Y ya se habían convertido en dos de los eslabones más sólidos de la cadena de respeto al espíritu del juego que revolucionó al SIC y a todo el rugby argentino.


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