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Prólogo

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¿Existe ese espíritu del rugby del que tanto hablan? ¿Y si existe, donde está?

Hace veinte años me hice esas preguntas, pero tuvo que pasar mucho tiempo para darme cuenta de que me las había formulado. Hace veinte años, también sin saberlo, empecé a buscar las respuestas. Y con la ayuda de un equipo multitudinario, formado por jugadores, no jugadores, ex jugadores, entrenadores de siempre y campeones del tercer tiempo, me acerqué a ellas.

La idea, el plan de vuelo, era un programa de televisión para repasar la historia de las figuras y no tan figuras de ayer y del presente. Y cuando inicié ese viaje por los cielos del rugby, apareció la magia de los hechos, de los hombres y de las palabras.

El primer paso lo di con el Chapa.

La distancia más corta que me había acercado a Eliseo Branca era de veinte metros. Él, con gesto fiero y vestido de celeste y blanco, esperando un line que estaba por lanzar Philippe Dintrans y yo, del otro lado del alambre de Ferro, apretado y preocupado por el marcador ajustado de esa tarde de 1985. Yo estaba nervioso, él concentrado. Ahora era distinto. Lo tenía ahí, a dos metros. Y el Chapa desnudaba sus emociones ante mi, como si fuera un amigo de toda la vida. Un miércoles del invierno del 99, en la cueva del CASI, me hablaba de su depresión durante la gira a Sudáfrica de 1982, de los cuarenta días sin ver a sus hijas, de que se quería volver, de la ayuda de sus compañeros y de cómo se sobrepuso a todo y pudo guardar para siempre en un rincón del alma, la tarde gloriosa de Bloemfontein. Pero no era una charla de amigos, no lo éramos. La conversación entre Eliseo y yo estaba rodeada de luces, micrófonos, cámaras y productores. Era el reportaje para el programa piloto de Leyendas del rugby. Mientras el Chapa hablaba me di cuenta de que viajaba a los momentos mas intensos de su vida. Entonces me uní a él, compartí su recuerdo apasionado y entre las nubes del vuelo que recién iniciaba, empecé a acercarme a la esencia del rugby, comprobando que todos los caminos, todas las señales, llevaban el fuego de la emoción.

En ese primer capítulo de Leyendas del rugby se abrió un mundo nuevo ante mi. A partir de ese paso inicial decenas de cracks desnudaron sus emociones, centenas de hombres de rugby, jóvenes o viejos, compartieron las enseñanzas que les dejó el deporte. La explosión de un try, la sensación de un tackle, la tristeza de una derrota, el éxtasis de un campeonato compartido con amigos. Como si hubiera bajado al sótano de la casa de la calle Garay, un aleph (en este caso ovalado) que guardaba todos los colores del rugby, apareció, deslumbrante, frente a mí. Y así, una madrugada en la isla de edición, desde la pantalla, Tomás Petersen me contó que “el rugby me ayudó a sentirme alguien, pero a la vez me dio una pauta para no sentirme demasiado”. Sentado junto al río que conocía tanto como el rectángulo verde, el Pato García Yáñez dijo que “el rugby si no está acompañado de nobleza, no es rugby”. Bernie Miguens relató la lección de humildad que lo unió para siempre con Martín Sansot, el conductor del programa. Y una tarde ocre de abril se iluminó con la historia de Beromama y la pelota robada por un artista, Jorge Melo. Y me enteré de que una cadena casi interminable de derrotas terminó gracias al encuentro casual del pilar de Glew y el hooker de Alumni. Cada capítulo fue una enseñanza, cada programa, una lección. Ese microcosmos se amplió cada vez mas. Desde el pasado lejano llegó la honradez granítica del Gringo Ehrman y desde los años cercanos, Agustín Creevy me contó todas y cada una de las adversidades que superó hasta ponerse la camiseta de Los Pumas y por cinco segundos convertirse en jabalí, para desgracia de un centro escocés.

Leyendas del rugby fue y es una experiencia maravillosa de la que aprendo cada día. Entre 2005 y 2010 se sumaron las emociones del gran evento que cerraba el año rugbístico, los Premios Leyendas del rugby. Muchas de las historias se reprodujeron cada uno de esos años, en el escenario de los premios.

En el ida y vuelta con el público del programa supe que a ellos los emocionaba lo mismo que a que a mi. Fue muy gratificante comprobar que mis solitarias emociones de las madrugadas de edición se multiplicaban cuando cada capítulo llegaba a la gente. Por eso muy pronto sobrevoló sobre mi la idea de llevar al papel las maravillosas historias que las leyendas me iban contando. Leyendas del rugby, el libro, es el resultado de estos años de emociones compartidas con los protagonistas y con el público en general. Los cuarenta y ocho relatos reproducen historias reales que han sido contadas por los protagonistas en el ciclo. Mi intención, al igual que en el programa, fue sazonarlas con algunos condimentos que resaltan la emoción y la intensidad inherentes a cada una de ellas. Sólo dos de los relatos están escritos en primera persona. “Adolescencia” y “El culpable”. El primero porque quise homenajear a un gran amigo de aquellos años de sueños y también porque entendí que mi experiencia frente a la pantalla viendo aquel partido ante Gales del 76, seguramente haya sido compartida por muchos de los lectores. El segundo, en cambio, es un encuentro con un personaje fantástico que lleva el nombre de una leyenda de Los Tábanos, el club de fantasía que inventé para algunos cuentos publicados en Periodismo Rugby. Pero todos los relatos, incluidos estos dos, recrean historias y situaciones reales de la historia del rugby argentino.

Creo que en estos primeros veinte años de Leyendas del rugby, los protagonistas han dado respuesta a las preguntas que se plantean en el inicio de estas líneas. Es mi intención que, recorriendo los cuarenta y ocho relatos de este libro, el lector se acerque a esas certezas por el camino de la emoción.

Daniel Dionisi

Leyendas del rugby

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