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En sueños, Jake corre. Su padre lo tiene en la mira. En sueños, la Remington no tiembla y la bala, cuando llega, es un rayo que le atraviesa la espalda.

En sueños, él está en Phoenix en el campamento Road to Manhood. Reza y reza y reza, pero sigue siendo gay. Los hombres le gritan. El supervisor del campamento le apoya su pene erecto en la espalda.

En sueños, su padre lo llama tragasables, puto, maricón.

En sueños, su padre dice: tú no eres mi hijo.

Del sueño, Jake despierta y Thad lo está mirando desde la otra punta de la habitación.

—¿Cuánto tiempo dormí?

—No mucho —dice Thad—. Mi papá fue a buscar a Michael y Diane. Mamá está preparando la cena. Puedes dormir más si quieres.

Jake se incorpora. La toalla se desliza de su cintura y está desnudo en la cama. Thad está sentado ante el escritorio que sus padres compraron para esa habitación cuando insistió en que era poeta y necesitaba un lugar donde poder trabajar en el lago. Es de esos con tablero rebatible.

—¿Cómo se llama ese tipo de escritorio?

—Secreter —dice Thad.

Vuelve a lo que estaba haciendo: escribir en uno de los pequeños anotadores que lleva consigo a todas partes, cosa que a Jake le resulta insufrible. Jake nunca lleva encima un bloc de dibujo, jamás. Tal vez los poemas de Thad son aceptables. Jake no lo sabe. En el caso de las pinturas, le basta con mirar un cuadro para decir en dos segundos si es bueno, qué buscó el artista y cuánto tardó —o debería haber tardado— en pintarlo. Si le gusta o no la pintura es irrelevante. Lo que importa es la convicción, la evidencia de un buen manejo técnico. Thad tiene convicción. En cuanto al resto, Jake no está tan seguro. El mundo de los poemas de Thad es borroso, como una luna avistada a través de un telescopio retrógrado. Pero, de todos modos, Jake no entiende nada de poesía.

Se levanta; va hacia el escritorio y aferra los hombros de Thad. Le hace masajes y Thad deja la birome. Cierra el anotador.

—Por favor no —dice Thad—. Quiero terminar esto.

—Termínalo —dice Jake—. Nadie te lo impide.

Continúa el masaje. La remera de Thad es azul y rugosa, con cuello, el lagarto de Lacoste con la boca abierta a la altura de la tetilla. Thad necesita remeras nuevas. El año pasado la ropa empezó a quedarle ajustada, y Thad le echó la culpa a la tintorería antes de admitir que era el orgulloso portador de lo que su amigo Wes llamaba un salvavidas. “Bienvenido a los treinta”, dijo Wes, y Thad miró a Jake con unos ojos que decían que de ninguna manera volverían a acostarse con Wes.

Jake desliza las palmas por la espalda de Thad, levanta el borde de la remera y mete las manos debajo.

Thad se pone rígido.

—Dije que no. Dije por favor.

Jake retira las manos.

—Sólo quería ser amable.

—No lo fuiste.

Thad manotea su birome, que rueda del escritorio al piso.

Jake se aleja de Thad. Saca su laptop de la mochila y la abre sobre la cama. Se pone cómodo, una almohada bajo la cabeza, y busca Chat-N-Bate, cliquea Male on Male, y después cambia de opinión y cliquea Male Solo.

En la pantalla, un hombre sentado en una cama. La cama es larga y angosta y hay pósteres en la pared: Metallica, Korn, Tool. Una lámpara de lava y una pila de libros comparten una mesa. Es la idea que tiene un treintañero de un dormitorio universitario, y este hombre tiene treinta como mínimo. Pero Jake compra. El look universitario rinde bien, y así se consiguen muchas propinas. Jake nunca da propinas, pero le gusta mirar.

El hombre en la pantalla tiene el torso desnudo.

Los jeans a la altura de los tobillos.

Está depilado, la tiene larga y sin circuncidar. Se estira la pija mirando a cámara como si viera a Jake a través del lente. Por supuesto que no puede, pero esa es la ilusión: hacer que el otro se sienta visto.

Su nombre artístico es DannyK. Al costado de la transmisión en vivo aparecen los comentarios de los espectadores. Se escucha un bip cuando postean algo y un ding cuando dan propina. Supuestamente, los efebos más atractivos se hacen ricos con esto, aunque Jake nunca vio que nadie dejara más de cincuenta en una hora. Una manera bastante difícil de ganarse la vida. No puede imaginar cómo sería pajearse tanto. Tres, cuatro veces al día está bien… ¿pero una vez por hora durante ocho horas seguidas todos los días? Se te irritaría la piel. O te aburrirías. Tal vez no te aburrirías. Jake no concibe la posibilidad de aburrirse del sexo.

Ahí está el chico, dale que te dale en la pantalla, hasta que Jake tiene una erección. Levanta la vista. Thad lo está mirando.

—¿Me estás cargando? —dice Thad.

Se levanta del escritorio, guarda su anotador en el bolsillo y sale de la habitación.

Jake cierra los ojos. Siente el calor de la laptop en el estómago, frío donde el ventilador de la máquina sopla aire sobre su piel.

Tenía dieciséis años cuando su padre lo encontró masturbándose. La masturbación por sí sola, dada su religión —baptista del Sur— y su iglesia —Iglesia del Glorioso Redentor, en el campus de West Memphis—, ya era algo bastante malo. Pero a Jake no sólo lo atraparon masturbándose, lo atraparon masturbándose con porno. Y no sólo lo atraparon masturbándose con porno, lo atraparon masturbándose con porno gay, un triplete megapecador que le garantizaba una eternidad de tridentes y fuego.

Su padre no lo golpeó, no esa vez. En cambio, abrió la Biblia de Jake. La Biblia había sido un regalo de cumpleaños, el nombre de Jake grabado en oro en una esquina de la tapa de cuero. Con la Biblia entre ellos sobre la cama, su padre lo guio a través de varios pasajes. Se salteó el Cantar de Cantares y optó por versículos que condenaban el pecado sexual. Su padre era versado en apologética y se metieron con el griego, con las múltiples interpretaciones de arsenokoites. Hablaron de David y Betsabé. La historia de Onán tuvo mucho protagonismo.

Su padre admitió que los chicos de la edad de Jake tenían necesidades. No obstante, él no debía satisfacerlas bajo ningún concepto. No le ofreció alternativa, excepto reconocer que de vez en cuando Jake podía meter la pata, y que llegado ese punto su única esperanza era implorar perdón y rezar para que Dios hiciera desaparecer sus erecciones. Su padre también le aseguró que no era gay, que sólo estaba confundido.

Jake no estaba confundido. En la secundaria, un amigo le había mostrado los videos de su padrastro. Las mujeres no le causaban ningún efecto. En cambio, descubrió que miraba a los hombres y después miró a su amigo. “No me mires a mí”, dijo el amigo. “Míralas a ellas.”

En esa época se enamoraba todo el tiempo, aunque nunca hizo nada al respecto hasta un viaje de campamento donde compartió la carpa con Sam McIntosh. Lo único que hicieron fue besarse, pero al día siguiente Sam fue a ver al líder del grupo, el señor Doug. Los dos tenían la misma edad, la misma jerarquía en la iglesia, pero no importó. Sam se arrepintió primero. Jake “lo había obligado a hacerlo”. Sam fue perdonado, rebautizado, quedó limpio de pecado. Jake casi fue excomulgado. No más grupos de jóvenes. No más miércoles a la noche ni viajes de evangelización. Lo único que podía hacer era acompañar a sus padres a la iglesia los domingos, nada más. Su madre lloró. Su padre lo golpeó y dejó de hablarle durante varias semanas.

Unos meses más tarde, cuando Jake cumplió dieciocho, fue enviado al campamento de tres días en Arizona a cargo de un grupo de viejos maricas que simulaban no serlo. Escuchó un testimonio tras otro: Dios podía interceder. Dios podía hacerte hétero. Se te caería la venda de los ojos y, de la noche a la mañana, empezarían a gustarte las tetas.

Jake lo intentó. Participó en todas las ceremonias, respondió todas las preguntas, cantó todas las canciones que hacían falta para tener una aureola. Quiso ser un buen cristiano. Quiso que su padre se sintiera orgulloso de él. Quiso amar a Dios y que Él lo amara.

Jake abre los ojos. En la pantalla, DannyK sigue con lo suyo. Los comentarios se suceden, plagados de imágenes y gifs. Los bips y los dings a tope. Alguien tipea: ¡Dale, puto, dale!

A Jake se le bajó. Cierra la laptop de un golpe. Desde la cocina, oye a la madre de Thad en el teléfono.

Se abre la puerta del dormitorio y Thad asoma la cabeza.

—Ya están viniendo —dice—. Michael está bien. Sólo le dieron unos puntos.

—Me alegro —dice Jake.

Nunca le interesó mucho el hermano de Thad, porque el hermano de Thad nunca mostró interés por él, pero tampoco quería verlo sufrir.

—Tal vez quieras vestirte para cenar —dice Thad.

Se miran fijo. Jake no piensa disculparse por su impulso sexual. Sin embargo, se siente mal. Thad es hábil para generar culpa. Jake se especializa en sentirse culpable.

La panza de Thad roza el picaporte. Esa remera. Antes le llegaba hasta la bragueta, ahora apenas le cubre la cintura. Thad es piel y hueso, salvo por la panza. Salvavidas. Cabe señalar que, más de una vez, cuando caminan por Brooklyn Jake atrae todas las miradas, y muchos parecen preguntarse por qué estará con Thad.

Thad sale de la habitación y cierra la puerta.

Un trueno. Jake no mira afuera. No quiere ver las lanchas policiales, el lago. Chequea su teléfono. Un mensaje de texto. Marco.

Lo de mañana es un error. No tendría que ir, y aunque sabe que no tendría que ir, irá.

Culpa de la curiosidad. Culpa del destino. Culpa de Facebook. Cuando Marco le envió un Imed y dijo que vivía en Asheville y cuando una semana después la madre de Thad llamó e insistió en que visitaran el lago antes de fin de mes, la oportunidad resultó demasiado propicia como para ignorarla. Asheville lo espera, a una hora de distancia. Lo único que falta es que Thad se sume.

Toda relación abierta tiene sus reglas, y estas son las suyas: siempre juntos. Sólo si ambos están cómodos. Nunca con un ex.

Una especie de mantra: Siempre. Sólo. Sin ex.

Durante dos años esas reglas les funcionaron bien. Al principio, Thad no estaba tan convencido de tener una relación abierta, pero Jake no habría aceptado otra cosa. No soportaba que le impusieran restricciones, ni la iglesia ni los hombres. Mejor ser pillo que monaguillo. Mejor pasar una mala noche que sufrir el tormento de no saber qué habría pasado.

Pero Marco es diferente. No sólo es un ex; es el debut de Jake, su primer amor. Con Marco, juntarse a almorzar no significa solamente juntarse a almorzar, ¿verdad?

¿Mañana?, dice el mensaje de Marco. ¿Quedamos así?

Quedamos así, responde Jake. No menciona a Thad. Le manda una serie de emoticones de besos y abrazos, lo suficientemente boba como para no significar nada en caso de que Thad le revise el teléfono, pero lo suficientemente clara para significar algo para Marco, si fuera necesario.

Jake se levanta y guarda la computadora en su mochila. Se pone el calzoncillo y los pantalones.

Afuera el viento hace sonar las ramas de los árboles. Más allá de los árboles, el lago tiene olas y las lanchas han abandonado la bahía.

Jake se agacha y busca la birome de Thad. La encuentra bajo el escritorio. No es linda, es una Bic: cuerpo blanco, punta negra, de las que vienen envueltas en celofán en paquetes de diez. Thad es capaz de escribir con cualquier cosa, una cualidad que a Jake le resulta adorable. Y molesta. Tapa la birome y la deja sobre el escritorio.

Todavía falta un rato para cenar. Tendría que hacer algo productivo. Se tomó el trabajo de pasar los óleos por los controles de seguridad, completó los formularios correspondientes, aunque al final no los necesitó. La mujer de seguridad no les prestó la menor atención. “Pinturas”, dijo Jake, y ella lo dejó seguir por el pasillo, rumbo al avión. La trementina y el barniz no hubieran pasado, pero si necesita un diluyente puede utilizar un poco del combustible de la cortadora de césped. Tiene un par de telas y chinches para estirarlas y llevárselas húmedas a casa. Tiene pinceles y paleta. Tiene su caballete de viaje plegable. Excepto espátulas, tiene todo lo que necesita.

También tiene un secreto.

Jake Russell, la estrella de Bushwick, el artista más joven de la galería de Frank DiFazio, el hombre a quien Artforum llamó Nuevo Simbolista del Siglo Veintiuno y el Munch de los Estados Unidos, no pintó un solo cuadro en seis meses.

Vida de lago

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