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Crepúsculo, o no del todo crepúsculo. Esa hora cadavérica poco antes de la cena… fatalidad.

Lisa está sentada a la mesa de la cocina. Tiene hambre, y el olor del pollo y el romero y las cebollas la hace tener más hambre. Ante ella, medio melón sobre un plato en un charco de su propio jugo, el centro a medio derretir como una geoda prolijamente partida. Sólo tiene que hundir la cuchara en la maraña de semillas en el centro de la fruta, pero la cuchara se siente pequeña en sus manos, la tarea excesiva.

Richard ya tendría que haber vuelto.

Las ventanas están sucias y Lisa se levanta para limpiarlas. Corre el pestillo, abre una. El lago se puso gris. Las lanchas ya se fueron.

El viento sacude el mosquitero y expulsa a un escarabajo: caparazón esmeralda, patas como ramitas. El mosquitero está rojo de óxido. Lisa no recuerda cuándo se limpiaron por última vez las ventanas. No recuerda cuándo fue la última vez que Richard o ella barrieron o lavaron el piso de la cocina. La negligencia podría significar que no merecen la casa. No importa. Pronto no tendrán ninguna casa a la que ir y no limpiar.

En el alféizar, el insecto yace panza arriba, una acusación. Los truenos estremecen la ventana en su marco y al menos esto le da algo útil para hacer.

Junta todos los baldes de la casa y los pone en su lugar, las manijas caídas parecen sonrisas. Un balde recoge el agua que cae de las canaletas; otro recibe las gotas de una enorme gotera con forma de tarántula.

Está todo podrido, dijo el inspector mientras bajaba del techo por la escalera de mano. Lisa temió que la venta no se realizara, pero los compradores no se inmutaron. Y entonces supo que no estaban ahí por la casa. Dentro de una semana, las mejores décadas de su vida quedarían reducidas a polvo por una topadora.

Lisa ya no volverá a ver el culito de Thad galopando sin ton ni son por la casa (cuando empezó a caminar, tuvo una etapa en la que le gustaba correr desnudo). Tampoco verá a Michael alzar un bagre, retorciéndose, mientras sube la cuesta. Ni estudiará un martín pescador con su cresta punk y su pico grueso desde el porche.

Tampoco recorrerán las montañas, dentro de unos años, y encontrarán el camino de entrada y tocarán el timbre. “Nosotros vivíamos aquí.” No dirán nunca esa frase con la esperanza de que les hagan un tour por la cocina renovada o el porche con barandas nuevas. Porque no habrá cocina ni porche. O los habrá, pero no serán los suyos. Su casa desaparecerá y será reemplazada por algo ostentoso y glamoroso.

¿Para qué los baldes, entonces? ¿Por qué no dejar que el agua manche el piso?

Porque la casa es suya. Seguirá siendo suya unos días más y Lisa cuida lo que es suyo.

Sólo tiene que cancelar la venta. Sólo tiene que decir no. Pero eso es lo único que no puede hacer. Se requiere un sacrificio. ¿Pero un sacrificio a quién? ¿Para quién? ¿En nombre de… qué?

Pero estas son las preguntas equivocadas. También podríamos preguntarnos quién es dueño de nuestro dolor.

La primera vez que Lisa hizo el amor fue con un chico llamado Nick. En 1978. Ella estaba en los primeros años de la universidad, tenía veinte y lo hicieron en su Chevy Vega modelo 71. Conoció a Richard dos años más tarde. Poco después se casó con él, y ella insistió en que vendieran el auto. Richard se negó. Era un buen auto. Si Lisa odiaba el Vega, podía usar su Dart. Pero ella no aceptó. No quería ver a Richard conducir ese auto. El sexo significaba mucho para ella. El sexo marcaba todo lo que tocaba. De modo que vendieron el auto. Y si bien Richard no le había sido infiel en esta casa, ella había pasado todo el verano metida allí mientras él la engañaba. A esta casa regresó de la convención con el moñito torcido, y ella supo que las manos de otra mujer habían acariciado su cuello. Cuando Lisa lavó la ropa de Richard, la ropa olía a esa mujer.

No, la casa del lago debe irse, hay que dar vuelta la página, enderezar el eje de sus días.

Separar la paja del trigo y reubicarse: nuevo estado, nueva casa, nuevos pájaros, nuevos amigos, nuevas vidas. No es la única manera de seguir adelante, salvo que, como ya tomó su decisión, es así.

Reacomoda los baldes. Es algo que hizo mil veces, pero los rituales de este tipo ofrecen consuelo, hay algo de seguridad en saber que, al menos, siempre que llovió paró.

Vida de lago

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