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Jake se ducha y Thad se apoya contra el lavabo. Thad todavía no sabe cómo sucedió: el niño, la lancha, la cabeza de su hermano. Busca respuestas en el espejo del baño, pero lo único que encuentra es su cara pálida y sin afeitar. El espejo se empaña y Thad limpia la condensación. Tiene que recortarse las cejas.

Desde la bahía, nadaron hasta la orilla y corrieron cuesta arriba. Su madre hizo el llamado mientras Thad intentaba convencer a su hermano de que necesitaba una ambulancia, Michael insistía en que estaba bien, que podía conducir, y Diane lloraba y apretaba una toalla empapada en sangre contra la cabeza de su esposo. Cuando llegó la ambulancia, Michael entró a regañadientes, Diane con él, y la madre de Thad se apostó en el borde del lago. Cuando Thad finalmente tuvo tiempo para pensar cómo estaba su novio, lo encontró en el baño.

—¿Todavía estás ahí? —dice Jake. El vapor de la ducha no deja ver nada.

—Aquí estoy —dice Thad.

¿Y quién es este chico con el que está desde hace dos años? Jake tiene veintiséis, cuatro menos que Thad, aunque a veces la brecha parece más amplia y Jake actúa como si tuviera dieciséis años. Ha llegado el momento de tomarse en serio: o se comprometen o se va cada uno por su lado. A Thad lo entristece que Jake no lo reconozca.

—¿Puedo tener un poco de privacidad? —pregunta Jake.

Thad quiere creer que escuchó mal. Abre la cortina de la ducha. Jake está parado bajo el agua. Es menudo y ágil, con acné en el pecho. Hay espuma en sus manos y tiene una erección.

—No lo puedo creer.

Jake cierra la cortina.

—Déjame en paz.

—Hay un niño en el fondo del lago —dice Thad—. Mi hermano está en el hospital.

—Estoy estresado —dice Jake—. Cuando estoy estresado ocurre esto.

Thad sale del baño dando un portazo.

Estresado. Hay una explicación para la conducta de Jake, pero no es estresado. Jake está caliente. Jake siempre está caliente.

Thad también estaba caliente. Antes de la marihuana, antes del régimen de Xanax, Paxil y Seroquel. La pija le funciona, pero el deseo se hizo humo. Tendría que desear a Jake. Jake es hermoso. Es exitoso. Es bueno con Thad, o bastante bueno. Y bastante bueno, dado el prontuario de Thad con los hombres, debería alcanzar y sobrar. Pero no.

Si Jake escuchara, si le preguntara cómo le fue en el día, si le mostrara cariño fuera del sexo. Eso, para Thad, se parecería mucho al amor.

Va hacia la mesa de la cocina. En una casa rodante, la cocina, el comedor y la sala comparten un mismo espacio. Dos de las patas de la mesa están apoyadas sobre la alfombra, las otras dos sobre piso de linóleo color pasta seca. El piso es viejo, de esos que se pegan a las suelas de los zapatos. Thad siente hambre, y después vergüenza por sentir hambre. ¿Cuánto hay que esperar para comer después de una tragedia?

Afuera, su madre sube la cuesta. El pasto está alto. Si no tiene cuidado, se tropezará con la estaca del juego de la herradura.

El silbido de Jake llega desde el baño. Ahora silba un himno: “Come Thou Fount of Every Blessing”, en clave menor. Como buen baptista recuperado, Jake conoce todos los himnos, cada palabra de cada verso. Para él, crecer fue sinónimo de ir a la iglesia los miércoles, los sábados y dos veces los domingos. Thad iba a la iglesia los domingos por la mañana, una o dos veces por mes, y sólo si su madre insistía. (Ella nunca consiguió que su padre cruzara el umbral de ningún templo.) Thad le dio una oportunidad a la iglesia de su madre, pero desde muy chico ya sabía quién era, y aunque esa iglesia no lo condenaba, tampoco era un lugar donde pudiera alzar la cabeza mientras rezaba y encontrar a otros como él sentados en los bancos. Allí las parejas eran hétero. Los solteros eran héteros. La pastora era una mujer casada con un hombre. Nada de esto le resultaba particularmente alentador. Nada de esto le parecía suyo.

No ha pisado una iglesia desde que tenía doce años. Y aunque juzga el infantilismo ocasional de Jake, hay días en que Thad también se siente un niño. Como si, después de abandonar la universidad, añorara una clase a la que asistirá otro. Así se pagan los impuestos. Así se utiliza una chequera. Así se conserva un empleo.

¿Cómo habían hecho sus padres para mantener su empleo durante treinta años y permanecer casados treinta y siete? Su amor es real. Su trabajo es importante. Si googlea el nombre de alguno de los dos aparecen un millar de resultados.

Entonces, ¿cómo se las habían ingeniado para criar dos hijos tan pelotudos?

La madre de Thad llega al porche, pero no entra. Se detiene en el último escalón y observa el agua con sus binoculares.

Thad va a extrañar esta casa, la casa de los veranos, de los juegos de cartas y de la herradura, del pescado frito y la música y los helados y el amor. Pero esta no es la casa que Thad recuerda. Las paredes tienen marcas de agujeros y clavos donde antes colgaban pinturas. Hay cajas amontonadas en los rincones, apiladas o abiertas, a medio llenar. Las bibliotecas están vacías. Los adornos y las baratijas que su madre compraba en los mercados de pulgas están envueltos en papel de diario. Los retratos familiares enmarcados, envueltos en papel madera, mirando la pared.

La única concesión a la ornamentación es la pintura de Jake: un regalo del año pasado, en ocasión de su primera visita al lago. En la pintura, una chica sostiene media granada en la palma de la mano. Un querubín revolotea sobre su hombro. A sus pies, una brújula señala el norte. Uno de los pechos de la chica está al descubierto. Todo esto se suma para expresar algo simbólico, aunque si le pusieran un revólver en la cabeza Thad no podría decir qué. Una parte de él se pregunta si el propio Jake podría decirlo. Jake podría ser un genio, o un farsante. Y si alguien trata de analizar su obra, problema suyo. Thad sólo recuerda que respiró aliviado cuando su madre no protestó por la teta díscola.

Su madre, como norma, es atenta e infaliblemente cortés. La imagina empacando, preguntándose si debe llevarse la pintura o devolvérsela a Jake. Thad no diría que la preocupación materna carece de motivo. Jake tiene un gran ego y la sensibilidad que lo acompaña. Pero una vez más, es posible que ni siquiera haya notado que su pintura es la única que permanece colgada. Jake a veces tiene problemas para dejar de mirarse el ombligo. A los veinticuatro años ya había hecho dos exposiciones individuales. A los veinticinco, le dedicaron artículos en Artforum, New American Paintings y el Times. Sin ir más lejos, la semana pasada el New Yorker le consagró tres páginas a su tercera muestra individual y lo calificó como el próximo gran éxito de Brooklyn, además de elogiar la “ironía mordaz” y el “refrescante exceso” de su obra. Jake fingió que no le importaba, pero Thad lo pescó leyendo el artículo por lo menos seis veces. Tuvo una sola reseña mala. Un artículo publicado en Art in America eligió una muestra grupal y tildó a la obra de Jake de “torpe, desesperada y ansiosa por complacer”, línea que lo dejó postrado en la cama tres días seguidos.

El silbido se diluye, reemplazado por una nota baja. Jake ha encendido la radio Sharper Image para ducha que le regaló a los padres de Thad para Navidad y que es probable que nadie haya usado jamás, excepto el propio Jake.

Thad va al pasillo. Apoya la oreja contra la puerta del baño y entonces lo oye. Sobre la catarata del agua, el zumbido del extractor de aire, el tarareo de Bell Biv DeVoe cantando “Poison”, Thad distingue el suave cacheteo de su novio haciéndose la paja.

La madre de Thad cruza el porche. Thad entra al baño y cierra la puerta. Queda empapado en cuestión de segundos: el baño tiene más vapor que aire.

¿Cómo hizo su hermano? ¿Cómo hizo para superar tanto cieno y oscuridad?

—Tienes que parar —dice Thad—. O al menos, no hacer ruido.

El cacheteo se torna frenético.

—Jake —dice. No quiere abrir la cortina.

El sonido afloja. Jake acabó. La radio se apaga. El agua se detiene. La cortina se abre y asoma la cabeza de Jake, ojos azules, dientes tan blancos que cualquiera pensaría que modela para un producto recomendado por cuatro de cada cinco dentistas.

Esos ojos, sin embargo. Thad ama a este chico. Jake le destrozó el corazón cien veces, pero es Thad quien se lo permite. La culpa no es del chancho sino del que le da de comer.

Jake se seca el agua de la cara. El plan para mañana ya está confirmado, y Thad tendría que cancelarlo. Supongamos que lo hiciera, ¿Jake iría a Asheville sin él o se quedaría? Como fuere, hay un niño en el fondo del lago. Existen cosas más apremiantes que el almuerzo de mañana con el ex de Jake.

—No puedo creer lo que hiciste —dice Thad.

—No me ofendas —dice Jake.

—No te ofendo, me parece una falta de respeto.

—¿Una falta de respeto? Lo que hago con mi pija…

—¿No te importa nada?

Estar en el cuarto de baño es como estar en una boca. Todo está mojado: el espejo, la canilla, los picaportes resbaladizos y relucientes. Jake está ahí parado, chorreando, y Thad le ofrece una toalla, que acepta.

—¿Si no me importa que haya muerto un niño? —dice Jake—. Por supuesto que me importa, no soy un monstruo.

Thad baja la tapa del inodoro y se sienta. En la ducha, Jake se seca el cabello, que es corto y oscuro. Hay pocas cosas en el mundo que le gusten más a Thad que deslizar sus manos por ese cabello —limpio y suave— antes de que Jake lo unte con algún producto. Le gusta el pelo de Jake tal como es. Jake prefiere el look erizo electrocutado.

—Lo único que digo es que hay un tiempo y hay un lugar para cada cosa —dice Thad.

Jake se ríe.

—Tú no crees eso. Piensas que crees eso porque es lo que te enseñaron a creer. Nada de sexo. No en un momento como este. Tú eres respetuoso.

—Mi mamá está…

—¿Tu mamá?

A Thad le pica el brazo. Pasa el dedo por la cicatriz abultada, hinchada por el vapor.

—Yo te escuché desde la otra punta de la casa. ¿Quieres que ella escuche eso?

—Ah —dice Jake—. Eso es otra cosa. Esos son modales. Eso sí lo respeto.

A Jake le importan mucho los modales. En la ciudad lo reconocen tanto por su arte como por su encanto personal. Frank DiFazio —respetado, temido, amado propietario de la Chelsea’s Gallery East, el hombre que hizo a Jake y bautizó a Jake (antes de Frank, Jake era Jacob)—, entrenó a Jake. “Saqué al chico de Memphis y saqué a Memphis del chico”, le escuchó decir Thad a Frank una vez a un amigo.

—Lamento haber sido descortés —dice Jake. Se está secando. Es magro pero no aniñado, musculoso pero no marcado. Thad alguna vez tuvo un cuerpo como ese, pero en los últimos años aumentó de peso. Demasiada marihuana, demasiados snacks después de la cena.

Jake sonríe. Es difícil seguir enojado con él.

Thad se levanta y Jake deja caer la toalla. Empuja la cortina de la ducha y pone una mano sobre la mejilla de Thad.

—Puedo hacerte sentir mejor —dice Jake. Su mano baja hacia la cintura de Thad—. Vamos. Te prometo que seré muy respetuoso.

La mano de Jake se desliza abajo de su short.

Thad lo empuja y Jake golpea la pared, fuerte.

—Dios —dice Jake.

Thad va hacia la puerta. Tiene que salir de allí enseguida o se pondrá a llorar. No quiere conocer al ex de Jake. No quiere perder a Jake. No quiere que un niño esté muerto.

—¿Te parece que lo van a encontrar? —pregunta Thad. Pero Jake no lo mira.

Cuando Jake se da vuelta, su espalda es una celosía, los azulejos de la ducha han dejado su marca.

—Lo siento —dice Thad.

Pero Jake ya no le presta atención. Salió de la ducha y su atención está concentrada en el pequeño frasco negro que acaba de sacar de su neceser. Destapa el frasco, hunde dos dedos adentro y empieza a embadurnarse el cabello con el producto.

Vida de lago

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