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Richard mezcla y Diane corta el mazo.

Modificaron el Espadas para seis jugadores. Juegan en equipos de tres y van rotando. Richard anota la rotación y el puntaje.

Están en la mesa de la cocina. Lisa preparó té, que sólo ella toma, y llenó un bol con pretzels, que nadie come. Nunca nadie come los pretzels, pero son lindos de ver, un pequeño montículo de tréboles calados. Afuera, la lluvia es copiosa.

Richard reparte las cartas. Michael, Jake y él son un equipo; Lisa, Diane y Thad, el otro. Siempre ha sido así desde que Jake entró en escena. Richard juega mejor con Jake. Jake entiende el juego. Le sigue el tren a Richard. Y, lo que es más importante, juega para ganar. La ambición es fundamental. Por supuesto que juegan para divertirse en familia, pero no tiene nada de divertido jugar sólo para divertirse. Richard prefiere jugar y perder a que nunca gane nadie.

Jake es un buen chico, encantador, exitoso. Un poco vanidoso, ¿pero quién no lo sería con semejante prestigio y fortuna a los veintiséis años? Richard lo mira y desea, Dios lo perdone, que sus hijos se parezcan más a Jake. Desearía haber sido él más como Jake, tener desde muy joven todo lo que quería. Richard llegó tarde al matrimonio, tarde a los hijos, tarde a su carrera. Quizás no sea demasiado tarde para sus hijos. Michael es inteligente. Y sensato. Y Thad está bien cuando toma sus medicamentos. Lo pasó muy mal en el invierno de 2005 y tuvo un segundo intento hace diez años. Pero Thad dice que eso ya pasó, y Richard quiere creer que es verdad.

Lisa revuelve su té.

En los juegos de naipes, Richard y su esposa hacen una pésima pareja. Treinta y siete años de matrimonio deberían traducirse en telepatía y guiños cómplices, pero Richard no tiene paciencia para las apuestas bajas de Lisa ni para sus olvidos de lo que se jugó en la mano anterior. Sólo hay cincuenta y dos cartas, querría decirle. ¡Despierta! Ama a su esposa. Saltaría delante de un ómnibus para salvarla. Pero odia cómo juega Espadas.

Lisa retira el saquito de té de su taza, lo deja gotear y después lo apoya sobre la mesa. Su lugar en la mesa se destaca por la constelación que han dejado los saquitos de té sobre el lustre de la madera. Richard ve que no está concentrada en el juego. Él tampoco. Sólo que finge mejor. Finge satisfacción hasta sentirla, ese tipo de cosas.

Cenaron en silencio, el pollo estaba duro, las verduras gomosas, lo cual no es habitual. No obstante, todos comieron. Todos dijeron lo rico que estaba el pollo, todos mintieron, todos supieron que todos mentían y no dijeron nada, porque eso hacen las familias. Lisa habló poco, Jake y Thad se ignoraron mutuamente, y Michael, bajo el fuerte efecto de los analgésicos, se llevaba la mano a la cabeza cada dos minutos para palpar el vendaje abultado, y Diane lo regañaba y lo obligaba a bajar la mano.

La cena de la noche anterior también había sido incómoda, pero por otros motivos.

—Su padre y yo —empezó a decir Lisa, y Richard vio cómo las caras de sus hijos se desencajaban al enterarse de que perderían la casa familiar.

Richard vuelve a repartir las cartas. Que jueguen una última mano.

—¿No tendríamos que irnos? —Diane se ha dirigido a todos los presentes, y Richard sabe que no tiene que responder.

—¿Por qué, querida? —pregunta Lisa.

Lisa siempre llama querida a Diane, pero nunca a Jake. Jake recibirá un tratamiento cariñoso cuando Thad y él se casen, supone Richard, no antes. Con Lisa, hay que ganarse las cosas.

—Por lo que ocurrió —dice Diane—. ¿Queremos quedarnos?

Ser testigos de que un niño se haya ahogado y seguir adelante, seguir jugando a las cartas. ¿No es irrazonable? ¿Están todos en shock y Diane es la única que puede pensar?

Lisa sonríe la sonrisa de alguien que intenta no llorar y se enfurece al mismo tiempo.

—¿Y a dónde iríamos? —pregunta.

Deja que se vayan, quiere decir Richard. Libéralos, si eso es lo que quieren.

No quiere lastimar a su esposa. Sólo quiere defender a Diane. Richard quiere mucho a Diane. Es buena con Michael, es amable con todos ellos, y sin embargo Lisa la trata con dureza, cosa que Richard no soporta ver.

—Pueden irse si quieren —dice Richard—. Nos encantaría que se quedaran pero…

Lisa frunce el ceño. Sus nudillos se ponen blancos aferrando al asa.

—No vamos a culparlos si quieren cancelar la semana —dice Richard.

Su esposa lo mira fijo. Quiere que él la mire a los ojos, y él no lo hace. La deja fuera de su campo visual, y sus ojos se concentran en el vendaje de Michael, el parche de gasa manchado de naranja por el Betadine. Cuando le saquen los puntos su hijo tendrá una cicatriz.

—Al menos quédense a dormir esta noche —dice Lisa—. A la mañana, si todavía quieren irse, se irán.

Mira a Richard pero se dirige a Diane. Richard mira a Michael. Michael se mira las rodillas.

Jake toma un pretzel, cambia de opinión y hace girar el bol de cerámica, el bol es obra de Diane. Es buena alfarera, pero no tan buena con la pintura. No es Jake, por supuesto. Otra cosa que todos saben y nadie dice.

Espada en alto, el rey de corazones observa a Richard desde su mano. La mano viene floja. Demasiadas pocas figuras para arriesgarse, demasiados triunfos para apostar nulo. A menos que Jake tenga muchas picas altas, empezarán mal pero luego podrán recuperarse.

—Voy a buscar un trago —dice Richard, levantándose.

—Yo también quiero uno —dice Michael.

Su hijo bebe. Más de lo que debería. Más de lo que los otros parecen notar. Richard sólo ve a su hijo una semana en Navidad y una semana cada verano, de modo que puede ser una cosa de las vacaciones. Supone que si Michael tuviera un problema, Diane se lo diría. A menos que Diane sepa algo y tenga miedo de decirlo, así como Richard sospecha y tiene miedo de preguntar.

Saca del freezer los dos últimos frascos de mermelada donde suelen guardar el aguardiente y dos vasos de la alacena. Sirve dos dedos en cada vaso. El aguardiente ilegal se llama Apple Pie y Richard jamás se cruzó con los lugareños que lo destilan. Marca un número telefónico, deja un mensaje, va en auto hasta el basurero municipal y después da una caminata de veinte minutos. Cuando regresa, el dinero bajo el asiento delantero desapareció y los frascos de aguardiente ya están en el baúl. Sus amigos de Cornell encontrarían difícil y peligroso este procedimiento, pero es algo de toda la vida. Es una cosa típica de Carolina del Norte y Richard la entiende. Esa gente es su gente. Nació sureño y morirá sureño, ningún título universitario puede cambiar ese hecho.

Apoya el vaso delante de su hijo y se sienta.

—No lo tomes de golpe —dice, y Michael asiente y se lo baja de un trago. Aguardiente, más vino con la cena, más analgésicos son una bomba de tiempo, pero Richard se muerde la lengua.

La lluvia está parando.

—Fue muy valiente lo que intentaste —dijo Richard cuando llevaba a Michael y Diane de vuelta a casa desde el hospital. Hiciste, tendría que haber dicho. Hiciste, no intentaste. Quiso decir algo más, aunque cualquiera que haya visto morir a alguien sabe que cualquier palabra de consuelo es inútil.

En la mesa, Richard estudia sus cartas, aunque las memorizó apenas las vio. Esta ronda son Jake y él contra Thad y Diane. Diane es buena. Si no fuera por ella, Thad y Lisa estarían perdidos. Cada tercera ronda, cuando Thad y Lisa son pareja, Richard se aprovecha de la situación.

Diane apuesta. Richard bebe un sorbo de su trago y se siente embargado por una alegría radiante y sin filtro. El aguardiente, que ha estado bebiendo todo el verano, no tarda un segundo en hacer efecto. La lengua le llena la boca. Se siente liviano. Jake apuesta bajo, lo cual significa que su mano es una mierda. Thad apuesta alto, entonces tiene todas las cartas. Richard apuesta, arroja un trébol, y Michael se levanta de la silla. Bebe un trago en la mesada de la cocina y vuelve a la mesa con el vaso lleno. En toda su vida Richard jamás tomó tres vasos de aguardiente seguidos una misma noche.

Su mirada pasa de un hijo al otro. “Michael heredó los genes delgados y Thad los jeans apretados”, bromeó una vez Jake. Los dos se parecen a Richard —pómulos altos, ojos hundidos, nariz ganchuda—, pero la altura y la esbeltez de Michael lo hacen un calco de su padre.

Cuando los chicos estaban creciendo, Lisa a veces realizaba un ejercicio mental al que llamaba Inteligente, Feliz, Bueno. Lisa cree que todas las personas pueden ser las tres cosas. Richard siente que lo mejor o lo máximo a que puede aspirar la mayoría es a dos. Él es inteligente. (La falsa modestia es una deshonestidad, peor aún, una pérdida de tiempo.) Es feliz de manera intermitente. Pero casi nunca es bueno. No porque sea malo. Bueno, para Lisa, significa dar, servir a otros con un amor sacrificial. Ese es el asunto: ¿tu vida es una búsqueda de conocimiento, felicidad o buenas acciones? No necesitan excluirse mutuamente, pero casi siempre se excluyen. Tuvo colegas fascinados con su propia maldad y amigos que eran idiotas de buen corazón. Siete combinaciones, entonces. Siete tipos de personas en el mundo, ocho contando a los que no tienen ninguna virtud.

Thad es inteligente. Es bueno. Pero la felicidad le es esquiva. Michael es inteligente, pero tiende a elegir mal y a decir estupideces. Lisa, bueno, Lisa podría ser las tres cosas. Thad juega el as de corazones, que Jake toma con un triunfo. Richard tendrá que estar atento a los descartes de corazones de Jake. De vez en cuando Jake hace trampa y eso destruye la integridad del juego, cosa que a Richard le parece inaceptable. Ganar no tiene gracia si no se gana de verdad.

—Lo que me gustaría saber —dice Michael—, lo que me gustaría saber es qué carajo estaban pensando esos padres.

Su voz es alcohol y analgésicos. Se baja el tercer vaso y lo apoya sobre la mesa con demasiada fuerza.

—Michael —dice Lisa. Su voz es firme, pero también expresa temor. No, parece decir. No arruines este momento. Como si la semana no se hubiera ido a pique.

—Esa gente —dice Michael.

—Glenn y Wendy —dice Richard. Apoya sus cartas sobre la mesa, boca abajo.

—¿Quiénes? —pregunta Michael.

—La gente que estás por calumniar —dice Richard—. Tienen nombres, y sus nombres son Wendy y Glenn.

—Wendy y Glenn —dice Michael—. Tengo unas cuantas mierdas para decir sobre Wendy y Glenn.

—¡Cuidado con lo que dices! —dice Lisa.

Su esposa no es una purista. Es una persona de fe, pero del tipo amigable, progresista, “Dios es amor”, no del tipo o blanco o negro, nada de malas palabras. Pero la casa del lago es sagrada. En eso es eclesiástica. Hay un momento para insultar y un momento para reprimirse. Un lugar para el enojo, un lugar para la paz. Para ella, esta casa siempre ha sido un lugar de paz.

Para Richard la paz es ilusoria. Hay belleza en el mundo, por supuesto, pero ojo. El mundo te quiere muerto y no descansará hasta salirse con la suya.

Jake juega la reina de diamantes, un desperdicio. Thad juega el dos de diamantes. Richard descarta un trébol y Diane gana una baza.

—Quiero decir, ¿quién sube a una lancha a un niño que no sabe nadar? —dice Michael.

—Mi amor —dice Diane, pero Michael golpea la mesa. Los pretzels tiemblan. Ha dejado de llover.

—Esa gente son todo lo que está mal en este país —dice Michael, la voz pastosa por el aguardiente—. Brutos y blancos y clase media alta.

—Michael —dice Lisa—, nosotros somos blancos y clase media alta.

—Tú eres clase media alta. —Michael niega con la cabeza—. Esa gente tendría que ir presa.

Lisa se levanta. Se vuelve a sentar. Como casi nunca se enoja, Richard ha olvidado cómo es cuando está enojada. Y Lisa ahora está enojada.

—Algunas cosas no son culpa de nadie —dice—. Simplemente suceden. Suceden y no son culpa de nadie.

Lisa mira el cielorraso. Es una madre. Tuvo tres hijos. Ahora tiene dos.

—Por favor —dice—. Deja en paz a esa pobre gente.

Todos los ojos están clavados en Michael. Lo que ocurra después depende de él. Ya hubo varias peleas alrededor de esta mesa, en su mayoría gracias a cosas que dijo Michael. Hace dos años hizo llorar a su madre. “Ningún hijo mío vota a Donald Trump”, dijo Lisa y salió hecha una tromba. Esta noche, sin embargo, opta por la diplomacia.

Michael levanta su vaso vacío y Richard no sabe si es un gesto de rendición o un brindis. No es una disculpa. Michael eructa. Un eructo sonoro y prolongado, musical. Pretende aflojar la tensión, pero esta noche nadie se ríe.

Michael cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, está focalizado. Richard notó que es un truco, su hijo parpadea para recuperar la sobriedad.

—¿Y si nos olvidamos de todo esto y vamos a comprar un helado? —dice Michael.

Lisa va hacia su hijo y se para detrás de su silla.

—Me parece perfecto —dice.

Le acaricia los hombros y le besa la cabeza. No menciona que está perdiendo el pelo. No aprieta sus hombros como diciendo sigo siendo tu madre y tienes que respetarme. Ya lo ha perdonado, sin que se lo pidiera.

¿Y podría culparse a Richard por preguntarse si el perdón también puede alcanzarlo? Pero Richard no es el hijo. A los hijos se los ama sin condiciones.

Richard se levanta y su familia lo imita. Lavan los vasos, guardan los pretzels en la bolsa y recogen los naipes. Irán a Highlands a comprar helado.

No es demasiado tarde. El helado los salvará. Todo estará bien.

Richard piensa esto y es una idea tan simple que, por un minuto, casi cree que es verdad.

Vida de lago

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