Читать книгу Vida de lago - David James Poissant - Страница 8

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Las lanchas cruzan la bahía, buscando al niño. A través de los binoculares, Lisa Starling observa. Podría haberse cambiado de ropa. Después de nadar hasta la orilla, después de marcar el 911 y ayudar a Michael a subir a la ambulancia, antes de agarrar sus binoculares y regresar al borde del agua, podría haberse puesto ropa seca. Pero recién ahora se da cuenta de que todavía está en malla. De todos modos, está bastante seca. El aire cálido ha sorbido el agua de su piel.

Esta mañana, cuando despertó, el cielo estaba azul. Ahora el cielo está gris, cargado de nubes. Color carroña, piensa, aunque no está segura de que ese pensamiento tenga mucho sentido. Pero hay un niño en el fondo de un lago, y por lo tanto el mundo no tiene sentido.

Lisa cree en Dios, aunque no le gustaría conocerlo hoy.

Todo a lo largo de la bahía, vecinos parados en las cubiertas y sentados en los muelles. Se amontonan en la orilla y en la punta. Del otro lado, un hombre sale de su casa con equipo de buceo, entra en el agua, el tanque en la espalda, patas de rana, la válvula reguladora en la boca.

Un par de lanchas de la policía impiden que otras embarcaciones entren a la bahía. Las lanchas son azules y blancas y desde sus techos los reflectores brillan bajo el cielo gris plomo. Arriba, un helicóptero atraviesa las nubes.

Lisa baja sus binoculares. Son Swarovski Swarovisions. Tienen ocho grados de aumento, porque le gusta que los pájaros que observa se vean nítidos. Son pequeños, porque le gusta que sean livianos. Son unos de los mejores binoculares del mundo. Ella lo sabe. Ayudó a rankearlos para la Cornell Lab Review del año pasado.

Vuelve a levantar los binoculares. El bote de pesca de los Starling todavía está ahí, anclado a la par de la lancha de la otra familia. Una tercera lancha policial se mece entre ambos. Hace unos minutos, dos buzos saltaron de esta lancha con linternas grandes como megáfonos.

Su esposo, Richard, fue a reunirse con la otra familia en su lancha. Parece cansado, la cara amarilla, rígida como resina. Está parado, una mano sobre el hombro del hombre que conocieron hace apenas unas horas. El hombre se sacó los anteojos de sol, la gorra de capitán. Aferra la mano de su esposa. La cara de la hija está oculta en el regazo de la madre. La hija y la madre lloran. Hace una hora que lloran mientras los hombres observan el agua sin decir nada.

Lisa baja los binoculares. Siente el frío de la correa en el cuello.

Tendría que haber ido al hospital con Michael y Diane, pero siente que la necesitan aquí. Hay historias de niños que cayeron al agua, fueron rescatados veinte o treinta minutos más tarde y después resucitados. No por milagro, sino por biología. Si las condiciones son favorables. Si el agua está fría. Si uno permanece en la orilla y se queda mirando todo el tiempo que sea necesario.

Pero, si ha de ser honesta, ahora sólo están buscando un cuerpo.

Lisa sube la cuesta que lleva a la casa.

La casa es pequeña y vieja. Distinguida, diría Richard. Vieja no es, y yo tampoco. Bueno, pero están al borde. Lisa tiene sesenta. Su marido pronto cumplirá setenta. La casa del lago es más vieja que los hijos de Lisa, un tráiler de los años setenta adaptado y reciclado como casa en los ochenta. Richard y ella la compraron por impulso, poco después del nacimiento de Michael. Su matrimonio fue turbulento. Se separaron dos veces, después llegaron a un arreglo: no más vaivenes. Seguirían casados, para bien o para mal. La casa de verano fue el apretón de manos que cerró el trato.

¡Y había sido flor de casa! Larga y rasa, la casa descansaba en la cima de la colina como un camión de bomberos descarriado, los postigos blancos, el revestimiento de cedro pintado de rojo. Un porche de barandas bajas al estilo de esos viejos búngalos constrúyalo-usted-mismo de Sears Roebuck envolvía la casa. Una hamaca hecha de retazos colgaba en el jardín entre dos árboles. Un sistema de riego conectado a un timer conservaba el verdor del césped cuando ellos no estaban, y el garaje para dos autos se había transformado en el lugar donde almacenaban sus papeles cuando sus oficinas en Ithaca estaban rebalsadas.

Después llegaron las tormentas del 86 y el 90, la ventisca del 93, el tornado —que les pasó rozando— de 2011. Y mejor no hablar de la gran invasión de hormigas de 2017. Por mucho que lo intentaron, mantener una casa de verano era trabajo, y ellos ya tenían trabajo de sobra. Richard enseñaba en Cornell, Lisa hacía investigación en laboratorios, los dos publicaban. Los veranos eran para descansar, no para hacer reparaciones. Así que descuidaron un poco la casa. En realidad, un montón.

Ahora, el porche está hundido. El revestimiento se puso gris y tiene manchas de moho. Al techo le faltan tejas y las pocas que quedan están cubiertas de musgo. ¿Y Lisa se lo está imaginando o toda la casa está un poco torcida? La hamaca del jardín se pudrió hace rato y el jardín es un tapiz de pasto y zonas resecas, de hormigueros y malezas.

El mes pasado, durante las negociaciones, Lisa y Richard hicieron tantas concesiones ante el informe de daños del inspector, que se prepararon para perder varios miles.

—Un momento —los previno su agente de bienes raíces—. Arreglen el lugar. El mercado está en franca mejoría. De aquí a un año podrían obtener veinte mil más que ahora.

¿Pero qué sentido tenía? Las concesiones son una manera de rebajar el precio, nada más. Aunque prístina, la casa, vendida, sería inevitablemente demolida. El lago está cambiando, llegan inversores. En última instancia, lo que están vendiendo con Richard no es la casa, es la tierra.

A menos que Lisa cancele la venta. Dentro de una semana cerrarán el trato. Todavía no es demasiado tarde para esquivar una demanda. La conserven o la vendan, se queden o se vayan, sabe que Richard no va a contradecirla. Porque tenían un trato. Y Richard rompió el acuerdo, olvidó lo que significaba el matrimonio. El apretón de manos —la casa— tiene que irse. No es un castigo, más bien se trata de equilibrar la ecuación. Para seguir juntos deben empezar de nuevo. Para empezar de nuevo tienen que vender la casa. Eso está claro para Lisa. Y sólo porque Richard no sabe que ella sabe, no es razón para continuar como si nada hubiera sucedido. ¿O sí?

Lisa no está segura.

Sólo está segura de una cosa: la decisión es suya. Richard ya tomó su decisión. Richard renunció a su derecho a opinar.

Cuesta arriba. Sube los escalones del porche. La escalinata cruje bajo sus pies. Debajo, donde sus hijos acostumbraban jugar, ha crecido la hiedra, un escondite para las serpientes. Lisa saltea el quinto escalón, que está podrido. La baranda tiembla. La madera es blanda como el corcho, como esos corchos que por estar demasiado tiempo en la botella se deshacen con el beso del sacacorchos.

Al llegar al último escalón se da vuelta y una vez más acerca los binoculares a su cara. Enfoca y aparece la madre. Lisa tendría que estar con ella en la lancha. Pero si estuviera en la lancha se transformaría en la madre, y ella ya fue la madre. No está dispuesta de ninguna manera a volver a pasar por esa tristeza.

¿Y por qué ocurre esto justamente ahora, durante la última semana que pasarán en el lago? ¿Por qué le roban la belleza de este momento con su familia?

Pero estos pensamientos son viles. Por un instante, siente asco de sí misma.

La otra madre es Wendy. Le dijo su nombre cuando estaban en el agua y Lisa pensó en Peter Pan, no la obra de teatro o la película de Disney sino el libro, uno de los libros preferidos de su madre, a quien perdió hace tres veranos. Cáncer, padres… las humillaciones de volverse distinguido.

¡Dios, la cara de Wendy cuando esos flotadores aparecieron en el agua!

¿Quién estaba vigilando al niño? ¿Quién se suponía que debía vigilarlo? Michael no, pero lo vio y se tiró al agua y emergió debajo de una lancha.

Pobre Michael. Pobre Wendy. Wendy está devastada. Wendy nunca se perdonará a sí misma.

¿Y a dónde van?, se pregunta Lisa no por primera vez, no como si fuera la primera vez en su vida. ¿Dónde han ido el hijo de Wendy y la primogénita de Lisa y todas las almas de los niños que partieron demasiado pronto?

Si existe el cielo, los ha recibido. Después de todo, son niños. Si no inocentes, al menos lo bastante inocentes. Lisa imagina un País de Nunca Jamás para ellos, un lugar donde los fantasmas de los niños esperan, vuelan, hasta que sus padres van a buscarlos.

Lisa alberga esta esperanza. Reza.

Algunos días, lo único que la mantiene en pie es este pensamiento: si Dios es amor, ella volverá a ver a su hija.

Vida de lago

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