Читать книгу Los ojos de la oscuridad - Dean Koontz - Страница 10
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ОглавлениеVivienne Neddler aparcó su Nash Rambler del cincuenta y cinco en el bordillo frente a la casa de los Evans, vigilando de no rayar los encalados muros. El coche estaba inmaculado, en mejor forma que muchos coches nuevos de aquellos días. En un mundo de planeada obsolescencia, Vivienne disfrutaba prolongando el uso de todos los objetos que compraba, desde una tostadora a un automóvil. Disfrutaba haciendo que las cosas durasen.
Ella misma había durado ya bastante; tenía setenta años, aún gozaba de buena salud, era una mujer robusta, con un rostro dulce como una madona de Botticelli y el paso firme de un sargento del Ejército.
Salió del coche con un bolso del tamaño de una pequeña maleta, y caminó hacia la casa, alejándose de la puerta principal y pasando el garaje.
La luz amarillenta de las farolas no iluminaba el camino de entrada a la casa. Más allá, cerca de uno de los flancos de la casa, un débil rayo de luz le mostró el camino.
Los arbustos de adelfa se mecían con la brisa. Más arriba, las hojas de las palmeras se rozaban suavemente unas contra otras.
Mientras Vivienne se dirigía a la parte trasera de la casa, la luna creciente se escondió detrás de una nube delgada, como una cimitarra sacada de una vaina, y las pálidas sombras de las palmeras y las melaleucas se mecieron en el plateado patio de cemento.
Entró por la puerta de la cocina. Llevaba casi dos años limpiando la casa de Tina Evans, y durante todo aquel tiempo habían depositado en ella la confianza suficiente como para darle una llave.
El lugar estaba silencioso a excepción del sordo zumbido del frigorífico.
Vivienne comenzó a trabajar en la cocina. Frotó las encimeras de mármol y los electrodomésticos, limpió los listones de las persianas Levelor y pasó la fregona por el suelo de azulejos mexicanos. Realizó una buena labor. Creía en el valor moral del trabajo duro, y siempre daba a sus patronos el costo de su dinero.
Por lo general, trabajaba durante el día, no por la noche. Sin embargo, aquella tarde había estado jugando en un par de máquinas tragaperras en el Mirage Hotel y no había querido apartarse de ellas mientras la estuvieran recompensando con tanta generosidad. Algunas personas para las que hacía la limpieza insistían en que debía asistir con puntualidad a las horas concertadas, una o dos veces a la semana, y armaban algo de jaleo cuando se presentaba con unos minutos de retraso. Pero Tina Evans era muy empática; sabía lo importante que las máquinas tragaperras eran para Vivienne, y no se molestaba si, de vez en cuando, esta le cambiaba el horario de trabajo.
Vivienne era una «duquesa del níquel». Aquel era el término con que los empleados del casino se referían a las mujeres locales, ya ancianas, cuya vida social giraba en torno a un obsesivo interés por aquellas máquinas tragaperras. Las «duquesas del níquel» siempre jugaban en máquinas baratas, de monedas de cinco y diez centavos, nunca en las de uno o cinco dólares. Manejaban las palancas durante horas, y a veces conseguían un premio de veinte dólares después de una prolongada tarde. Su filosofía lúdica era muy simple: no importa si pierdes o ganas, siempre y cuando sigas en el juego. Con aquella actitud, más algunas habilidades para conseguir unas cuantas monedas, eran capaces de mantenerse mucho más tiempo que la mayoría de los jugadores que probaban con las máquinas de a dólar, sin haber estado en las de níquel, y a causa de su paciencia y perseverancia, las «duquesas» ganaban más plenos que las mareas de turistas que iban de un lado para otro. Las «duquesas del níquel» llevaban guantes negros para evitar que se les ensuciaran los dedos después de horas de manejar monedas y palancas, y siempre se sentaban en taburetes cuando jugaban; también alternaban las manos al empuñar las palancas de las máquinas para no fatigar solo los músculos de un brazo, y llevaban botellas con linimento por si les hacía falta.
Las «duquesas», que en su mayoría eran viudas y solteras, a menudo almorzaban o cenaban juntas; se alegraban en las raras ocasiones en que alguna conseguía algún pleno importante; y cuando una moría, las otras solían acudir al funeral en masa. Juntas formaban una rara pero sólida comunidad, y tenían una agradable sensación de pertenecer a ella. En un país que parecía adorar solo a la juventud, la mayoría de los estadounidenses de cierta edad ansiaban descubrir un lugar al que pudieran pertenecer; pero muchos de ellos nunca lo descubrían.
Vivienne tenía una hija, un yerno y tres nietos en Sacramento. Durante cinco años, exactamente después de su sexagésimo quinto cumpleaños, la habían estado presionando para que se fuese con ellos. Los quería mucho, y sabía que realmente deseaban que viviese con la familia; no la invitaban por un mal entendido sentimiento de culpabilidad y obligación. Sin embargo, ella no quería vivir en Sacramento. Después de varias visitas, había decidido que se trataba de una de las ciudades más monótonas del mundo. A Vivienne le gustaban la acción, el ruido, las luces y la excitación de Las Vegas. Además, si se fuera a vivir a Sacramento, ya nunca más sería una «duquesa del níquel», ya no sería nada especial; solo otra vieja dama, que vivía con la familia de su hija, que jugaba a hacer de abuelita y que pasaba el tiempo aguardando la muerte.
Una vida así le resultaría intolerable.
Vivienne valoraba su independencia más que cualquier otra cosa. Rezaba para seguir sana el tiempo suficiente para continuar con su trabajo y viviendo por sí misma hasta que, al fin, le llegara su hora.
Mientras pasaba la fregona por el último rincón del suelo de la cocina, mientras pensaba cuan vacía sería la vida sin sus amigas y sin sus máquinas tragaperras, oyó un ruido en otra parte de la casa. Hacia la zona delantera. Cerca de la sala de estar.
Se quedó rígida, escuchando.
El motor del frigorífico cesó de zumbar. Un reloj dejó oír su suave tictac.
Al cabo de un largo silencio, se produjo otro ruido, una especie de castañeteo que asustó a Vivienne. Y el silencio de nuevo.
Se acercó al cajón al lado del fregadero y cogió un cuchillo largo y afilado entre un surtido de muchos más.
Ni siquiera se le ocurrió llamar a la policía. Si los telefoneaba y salía de la casa a la carrera, no encontrarían a ningún intruso cuando llegasen, y creerían, simplemente, que era una vieja demente. Vivienne Neddler se negaba a dar razones a cualquiera para que luego creyera que era una loca.
Además, durante sus últimos veintiún años, incluso desde que su Harry murió, siempre había cuidado de sí misma, y en ese aspecto también había hecho las cosas bien.
Salió de la cocina, pulsó el interruptor de la luz a la derecha del umbral y vio que el comedor estaba desierto.
En la sala encendió una lámpara Stiffel. Allí tampoco había nadie.
Estaba a punto de dirigirse hacia el estudio cuando se percató de que había algo raro en las cuatro fotografías brillantes, de ocho por diez, que estaban agrupadas en la pared, por encima del sofá. Aquella exposición siempre había constado de seis fotos y no solo de cuatro. Pero el hecho de que faltaran dos de ellas no era lo que había captado la atención de Vivienne. Las cuatro fotografías oscilaban adelante y atrás colgando de los ganchos que las sujetaban. No había nadie cerca de ellas; pero, de repente, dos comenzaron a golpear con violencia contra la pared, y, luego, ambas se salieron de sus ganchos para estrellarse contra el suelo, detrás del sofá beis de pana cepillada.
Ese era el sonido que había escuchado cuando estaba en la cocina, ese ruido.
—¡Qué diablos...!
Un segundo después, las dos fotografías restantes volaron por el aire. Una de ellas cayó detrás del sofá y la otra encima.
Vivienne parpadeó, asombrada, incapaz de comprender lo que acababa de ver. ¿Un terremoto? Pero no había notado que la casa se moviera; las ventanas tampoco habían temblado. Cualquier temblor que fuera tan potente como para notarse, también podría arrancar las fotos de la pared.
Se acercó al sofá y recogió la que se había caído encima de los cojines. La conocía muy bien. Le había quitado el polvo muchas veces. Era un retrato de Danny Evans, como también las otras cinco que, habitualmente, estaban colgadas a su alrededor. En esta foto tendría diez u once años, era un niño de cabello castaño, ojos oscuros y una encantadora sonrisa.
Vivienne se preguntó si habrían efectuado alguna prueba nuclear; tal vez esa fuera la causa de aquellos movimientos. La Zona de Pruebas Nucleares de Nevada, donde se llevaban a cabo explosiones subterráneas varias veces al año, estaba a menos de ciento sesenta kilómetros de Las Vegas. En la ciudad, cuando el Ejército hacía estallar una bomba de gran potencia, los altos hoteles se balanceaban, y cada casa de la ciudad temblaba durante un instante.
Pero no, estaba atrapada en el pasado: la Guerra Fría había terminado y las pruebas nucleares no se habían llevado a cabo en el desierto desde hacía mucho tiempo. Además, la casa no había temblado hacía solo un minuto; solo las fotos.
Intrigada, con el ceño fruncido, y pensativa, Vivienne dejó el cuchillo que llevaba en la mano, separó de la pared uno de los extremos del sofá y recogió los marcos de ocho por diez que se encontraban en el suelo, detrás del mueble. Había cinco fotos además de la que estaba encima del sofá; dos de ellas eran las culpables de los ruidos que la habían hecho acercarse a la sala de estar, y las otras tres eran las que había visto salirse de las alcayatas. Las colocó otra vez donde habían estado y luego arrastró el sofá hasta ponerlo en su lugar.
Una explosión de agudo ruido electrónico invadió la casa de repente: Aiii-eee, aiii -eee, aiii-eee...
Vivienne jadeó y se dio la vuelta. Seguía sola.
Su primer pensamiento fue: «La alarma antirrobo».
Pero la casa de los Evans no tenía sistema de alarma.
Vivienne hizo una mueca de dolor cuando aquel pitido electrónico se hizo cada vez más fuerte. Las ventanas comenzaron a vibrar, lo mismo que el cristal de la mesita del café, y sintió, a través de una resonancia por simpatía, que también los dientes y los huesos le rechinaban.
No podía identificar la fuente de aquel sonido dolorosamente agudo. Parecía provenir de cada rincón de la casa.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
No se preocupó de coger el cuchillo, pues estaba segura de que el problema no procedía de un intruso. Era otra cosa, algo muy raro.
Cruzó la estancia hasta el pasillo que llevaba a los dormitorios, los cuartos de baño y el estudio. Encendió la luz. El ruido era más pronunciado en el pasillo que en la sala de estar. Aquel ruido, que desquiciaba los nervios, rebotaba en las paredes del estrecho pasillo, y alzaba ecos y contraecos.
Vivienne miró a ambos lados, y luego se dirigió a la derecha, hacia la puerta cerrada del extremo del pasillo, la antigua habitación de Danny.
En el pasillo, el aire estaba más frío que en el resto de la casa. Al principio, Vivienne creyó que se imaginaba aquel cambio de temperatura. Pero cuanto más cerca estaba del final del pasillo, más frío hacía. Cuando llegó ante la puerta cerrada, tenía la piel de gallina y los dientes le castañeteaban.
Poco a poco, su curiosidad empezó a dejar paso al miedo. Algo iba muy mal. Una ominosa presión parecía comprimir el aire a su alrededor.
Aiii-eee, aiii-eee...
Pensó que lo más prudente que podía hacer sería dar media vuelta, alejarse de la puerta del cuarto de Danny y salir de la casa. Pero ya no tenía un perfecto dominio sobre sí misma; se sentía un poco como una sonámbula; una fuerza que sentía, pero que no podía definir, la arrastraba de manera inexorable hacia esa habitación.
Aiii-eee, aiii-eee, aiii-eee...
Vivienne acercó la mano al pomo de la puerta, pero se detuvo antes de tocarlo, incapaz de creer lo que veía. Parpadeó con rapidez, luego, cerró los ojos durante un momento y los abrió de nuevo, pero el pomo de la puerta parecía revestido por una fina e irregular capa de hielo.
Por fin lo tocó. Sí, era hielo. Su mano casi se pegó al pomo; la retiró y se quedó mirando sus humedecidos dedos. El rocío se había condensado en el metal y luego se había helado.
Pero ¿cómo era aquello posible? ¿Cómo, por Dios bendito, podía haber hielo ahí, en una casa tan cálida, cuando la temperatura exterior estaba al menos veinte grados por encima del punto de congelación?
El ruido electrónico comenzó a gorjear más deprisa, pero no por ello a menos volumen ni con menor intensidad.
«Detente, Vivienne», se dijo a sí misma. «Aléjate de aquí. ¡Sal lo más deprisa que puedas!».
Pero ignoró su propio consejo. Se separó la blusa de los pantalones y empleó el faldón para protegerse las manos del hielo que había en el pomo de la cerradura. Este giró, pero la puerta no se abrió. El intenso frío había hecho que la madera se contrajese y se deformase. Apoyó el hombro contra la puerta, empujó con suavidad, y luego con mayor fuerza. Por fin, la puerta se abrió.