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El martes por la tarde, Tina observaba el ensayo final con vestuario de Magyck! desde una butaca, en el centro de la sala del Golden Pyramid.

El teatro tenía la forma de un enorme abanico, y se extendía desde un techo alto y en forma de cúpula. La sala descendía hacia el escenario en una serie de tribunas, anchas y estrechas, alternadas. En los niveles más anchos, unas largas mesas, cubiertas con manteles de lino, formaban ángulos rectos con el escenario. Cada tribuna tenía un pasillo de un metro de ancho, con una barandilla baja a un lado y una hilera curvada al otro lado de cómodos y aterciopelados palcos. Por supuesto, todos los asientos estaban orientados hacia el escenario, una virguería del tamaño requerido para los espectáculos de Las Vegas, vez y media más grande que el mayor escenario de Broadway. Era tan grande que un avión de pasajeros DC-9 podría rodar por él sin utilizar más que la mitad del espacio disponible (una proeza que había sido llevada a cabo como parte de un número de una producción en un escenario similar en un hotel de Reno hacía unos años). A pesar de su tamaño, el lujoso empleo del terciopelo, del cuero negro, de los candelabros de cristal y de una gruesa alfombra azul, junto a un excelente y dramático uso de la iluminación, aquella sala colosal daba la impresión de ser un agradable cabaret.

Tina estaba sentada en un palco de la tercera grada; nerviosa, sorbía agua helada mientras miraba su espectáculo.

El ensayo con vestuario se desarrollaba sin un solo fallo. Con siete importantes números de producción, cinco grandes números de variedades, cuarenta y dos chicas de conjunto, cuarenta y dos bailarines, quince estrellas principales, dos cantantes masculinos y dos femeninos (una de ellas, temperamental), cuarenta y siete técnicos y operarios, una orquesta de veinte músicos, un elefante, un león, dos panteras negras, seis golden retriever y doce palomas blancas, la logística de todo aquello era muy complicada, pero resultaban evidentes los efectos de un año de arduo trabajo, puesto que el programa se deslizaba sin el menor tropiezo.

Cuando acabó, los miembros del reparto y los técnicos se concentraron en el escenario, se aplaudieron a sí mismos, y se abrazaron y besaron unos a otros. Había electricidad en el ambiente, una sensación de triunfo, una impaciente expectativa de éxito.

Joel Bandiri, el coproductor de Tina, había observado el espectáculo desde un palco de la primera grada, la fila para los vips, donde los peces gordos y otros amigos del hotel se sentarían durante cada una de las noches de las representaciones. En cuanto el ensayo acabó, Joel se levantó, corrió por el pasillo, subió los escalones de la tercera grada y se precipitó hacia Tina.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó al llegar junto a ella—. ¡Hemos logrado que este maldito espectáculo funcione!

Tina salió del palco para reunirse con él.

—¡Será un exitazo! —continuó Joel, la abrazó con orgullo y le plantó un beso en ambas mejillas.

Ella le devolvió el abrazo.

—¿De verdad lo crees, Joel?

—¿Creerlo? ¡Lo sé! ¡Un éxito gigantesco! Eso es lo que hemos conseguido. ¡Gigantesco! ¡Un Gargantúa!

—Gracias, Joel. Gracias, muchas gracias, muchísimas gracias...

—¿A mí? ¿Por qué me das las gracias?

—Por concederme la oportunidad de probarme a mí misma.

—Eh, no te he hecho ningún favor, tía. Has trabajado mucho. Te has ganado cada céntimo que este juguetito dé, tal y como pensé que harías. Formamos un gran equipo. Cualquier otro que hubiese intentado llevarlo a cabo habría acabado con un gran fracaso entre las manos. Pero tú y yo lo hemos convertido en un exitazo.

Joel era un raro hombrecillo de apenas metro sesenta, algo rechoncho, aunque no gordo del todo, con cabello castaño rizado que parecía estar electrizado. Su cara, tan amplia y cómica como la de un payaso, mostraba una serie interminable de expresiones. Llevaba unos vaqueros, una camisa azul de trabajo y anillos por valor de doscientos mil dólares, por lo menos. Exhibía seis, tres en cada mano, algunos tenían diamantes; otros, esmeraldas, llevaba un enorme rubí en uno, y en otro, un ópalo más grande aún. Como siempre, daba inequívocas señales de rebosar de energía. Cuando al fin dejó de abrazar a Tina, no pudo permanecer quieto. Equilibraba su peso de un pie a otro mientras hablaba de Magyck!, giraba sobre sí mismo, y hacía amplios ademanes con sus rápidas manos cargadas de gemas, casi como si bailara una pequeña giga.

A los cuarenta y seis años, era el productor de mayor éxito de Las Vegas, con veinte años de espectáculos a sus espaldas. Las palabras «Joel Bandiri presenta» encima de una marquesina eran garantía de una diversión de primera clase. Había invertido parte de sus sustanciosas ganancias en inmuebles en Las Vegas, era copropietario de dos hoteles, de una concesionaria de automóviles y tenía participación en una máquina tragaperras de un casino del centro de la ciudad. Era tan rico que hubiera podido retirarse al día siguiente y vivir el resto de su vida en el lujoso estilo y esplendor por el que tenía auténtica afición. Pero Joel no lo haría jamás de buen grado. Amaba su trabajo. Lo más probable sería que muriese en el escenario, en medio de los intrincados problemas de una superproducción.

Había observado el trabajo desarrollado por Tina en algunos salones de la ciudad, y la sorprendió cuando le ofreció la posibilidad de coproducir Magyck! Al principio, Tina no había estado segura de si debía de aceptar el trabajo. Sabía que Joel tenía fama de perfeccionista, de ser un productor que exigía esfuerzos casi sobrehumanos de su gente. También le preocupaba tener que ser responsable de un presupuesto de diez millones de dólares. Tener a su disposición tanto dinero para su trabajo era algo a lo que no estaba acostumbrada; se trataba de un salto de gigantes.

Joel la convenció de que no tendría dificultades para seguirle el paso, o para hacer frente a sus niveles de exigencia, y la tranquilizó con respecto a que estaba capacitada para aquel desafío. Ayudó a Tina a descubrir nuevas reservas de energía, nuevas áreas de aptitud en sí misma. Joel se había convertido para ella no solo en un valioso asociado en los negocios, sino también en un buen amigo, una especie de hermano mayor.

Y ahora todo tenía el aspecto de que iban a conseguir un gran éxito juntos.

Mientras Tina se encontraba de pie en aquel hermoso teatro, observando a aquellas personas de colorido vestuario que se arremolinaban en el escenario, contemplando el arrugado rostro de Joel, escuchando como su coproductor hablaba sin rubor de su obra maestra, se sentía más feliz de lo que hubiera podido ser en mucho, muchísimo tiempo. Si el auditorio de esa noche en el preestreno para la gente importante reaccionaba con entusiasmo ante Magyck!, ella tendría que comprarse unas buenas pesas para no flotar por encima del suelo cuando caminara.

Veinte minutos después, a las cuatro menos cuarto, se dirigió por el suave empedrado, delante de la entrada principal del hotel, y tendió su tique al chico que vigilaba el aparcamiento. Mientras este iba a buscar su Honda, permaneció allí, bajo el cálido sol de la tarde, incapaz de dejar de sonreír.

Se dio media vuelta y contempló el Golden Pyramid Hotel-Casino. Su futuro se encontraba ligado a aquel llamativo montón de hormigón, acero y cristal, pero impresionante sin duda. Las pesadas puertas giratorias de bronce y cristal brillaban al moverse impulsadas por un flujo continuo de personas. Unas murallas de granito rosado se extendían una docena de metros a ambos lados de la entrada; aquellos muros carecían de ventanas y estaban profusamente decorados con gigantescas monedas de piedra, un torrente de monedas que caían de un pétreo cuerno de la abundancia. Justo encima, el techo del inmenso estacionamiento se alineaba con centenares de luces; ninguna de las bombillas estaba encendida aún, pero, en cuanto se hiciese de noche, empezarían a proyectar una deslumbrante luminosidad dorada por encima del liso embaldosado del suelo. El Pyramid había sido construido con un costo que excedía de los cuatrocientos millones de dólares, y los propietarios se aseguraron de que cada centavo empleado fuese todo un espectáculo por sí mismo. Tina suponía que algunas personas dirían que el hotel era ordinario, tosco, sin gusto, feo; pero a ella le encantaba aquel lugar porque era precisamente allí donde le habían ofrecido su gran oportunidad.

Hasta ese momento, el 30 de diciembre había sido un día atareado, ruidoso y excitante en el Pyramid. Tras la relativa quietud de la semana de Navidad, una ininterrumpida corriente de huéspedes salía y entraba por las puertas delanteras. Las reservas indicaban que la fiesta de Año Nuevo sería todo un récord de afluencia en Las Vegas. El Pyramid, con una capacidad de tres mil habitaciones, estaba ya al completo, como cualquier otro gran hotel de la ciudad. Unos minutos después de las once, una secretaria de San Diego había metido cinco dólares en una máquina tragaperras y conseguido un pleno de cuatrocientos noventa y cinco mil dólares; esa noticia había llegado incluso a la gente que había entre bastidores, en la sala de espectáculos. Poco después del mediodía, dos peces gordos de Dallas, que se sentaban a la mesa de blackjack, y que en tres horas habían perdido casi un cuarto de millón de dólares, reían y hacían bromas mientras dejaban la mesa para probar en otro juego. Carol Hinson, una camarera que era amiga de Tina, le había hablado de aquellos dos tejanos minutos antes. Carol tenía los ojos brillantes y estaba sin respiración porque los ricachones le habían dado fichas verdes de propina, como si hubieran ganado en vez de perder, y mil doscientos dólares por llevarles media docena de bebidas.

Sinatra estaba en la ciudad, en el Caesar’s Palace, y había generado más excitación en Las Vegas que cualquier otro famoso. A todo lo largo del Strip, y en los casinos menos elegantes, pero no por ello menos atestados del centro de la ciudad, las cosas estaban en pleno apogeo.

Y en menos de cuatro horas el preestreno de Magyck! tendría lugar.

El chico le trajo el coche y Tina y le dio una propina.

—Que tengas éxito esta noche, Tina —dijo el chico.

—Dios sabe cuánto lo deseo —replicó ella.

A las cuatro y cuarto se encontraba ya en casa, y tenía dos horas y media a su disposición antes de regresar de nuevo al hotel.

No necesitaba mucho tiempo para ducharse, maquillarse y vestirse, por lo que decidió guardar algunas de las pertenencias de Danny. Había llegado el momento de realizar una tarea poco agradable, pero se encontraba de muy buen humor, y no creía que ver la habitación del niño pudiera derrumbarla, como por regla general ocurría. No tenía sentido dejarlo todo para el jueves, como había planeado. Por lo menos podría guardar la ropa de Danny, aunque no hiciese nada más.

En cuanto entró en el cuarto de su hijo, vio que el caballete de la pizarra volvía a estar en el suelo. Lo levantó.

En él aparecían escritas tres palabras:

NO ESTOY MUERTO

Un escalofrío le recorrió la espalda.

La noche pasada, después de beberse el bourbon, ¿habría regresado y...?

No.

No había perdido la conciencia. No había escrito aquellas palabras. No se estaba volviendo loca. No era la clase de persona que olvidaría una cosa así. Se sabía fuerte. Siempre se había vanagloriado de su fortaleza y de su resistencia.

Cogió el borrador de fieltro e hizo desaparecer de nuevo las palabras.

Alguien le estaba gastando una broma pesada, y de muy mal gusto. Alguien había entrado en la casa mientras ella se encontraba fuera y vuelto a escribir aquellas tres palabras en la pizarra. Alguien que deseaba ponerla otra vez ante la tragedia que tan penosamente intentaba olvidar.

La única persona que tenía derecho a estar en la casa era Vivienne Neddler, la mujer de la limpieza. Vivienne tenía previsto ir a primera hora de la tarde, pero lo había cancelado. En su lugar, acudiría unas horas por la noche, mientras Tina se encontraba en el preestreno.

Pero, en el supuesto de que Vivienne hubiese cumplido su primer compromiso, nunca hubiera escrito aquellas palabras en la pizarra. Vivienne era una dulce anciana, de temperamento agradable y muy independiente, carácter que no casaba con la clase de persona a la que le gustaran aquellas bromas crueles.

Durante un momento, Tina se preguntó quién podría ser el responsable, y luego se le ocurrió un nombre. Era el único sospechoso posible: Michael. Su ex. No había señales de que hubiesen intentado entrar en la casa, ninguna evidencia de que hubieran forzado la puerta, y Michael era la única otra persona que poseía una llave. Ella no había cambiado las cerraduras después del divorcio.

Michael la había culpado de la muerte de Danny. Quedó tan destrozado por la muerte de su hijo que, durante meses, se mostró en extremo desagradable e irracional con ella después del funeral. Como Tina había sido la única en dar permiso a Danny para aquella excursión campestre, Michael le echaba la culpa del accidente. Pero Danny deseaba ir más que cualquier otra cosa en el mundo. Además, el señor Jaborski, el jefe de los exploradores, llevaba catorce años encargándose de otros grupos de scouts en excursiones de invierno de supervivencia, y nadie había resultado lesionado lo más mínimo hasta entonces. No acudían a lugares desiertos, sino solo un poco alejados de sitios concurridos, y estaban preparados para cualquier tipo de contingencia. Se suponía que una experiencia como aquella era algo bueno para un chico. Y segura. Dirigida con cuidado y atención. Todos le habían asegurado que no existía posibilidad alguna de problemas. Ella no tenía ninguna posibilidad de saber que el decimoquinto viaje del señor Jaborski fuese a acabar en un desastre, aunque Michael le echase la culpa a ella. Tina pensaba que él cambiaría de opinión durante los últimos meses, pero, evidentemente, no había sido así.

Se quedó mirando la pizarra y pensó en las tres palabras escritas allí; entonces comenzó a encolerizarse. Michael se comportaba como un crío despechado. ¿No se percataba de que, a ella, el dolor le resultaba tan difícil de soportar como a él el suyo? ¿Qué trataba de demostrar?

Furiosa, se dirigió a la cocina, descolgó el teléfono y marcó el número de Michael. Al cabo de cinco tonos, cayó en la cuenta de que estaría trabajando, y colgó.

Aquellas tres palabras, en blanco sobre negro, ardían en su mente: NO ESTOY MUERTO.

Llamaría a Michael por la noche, cuando regresara a casa después del preestreno y la fiesta que se daría a continuación. Era probable que ya fuera algo tarde, pero no le preocupaba lo más mínimo si lo despertaba.

Permaneció indecisa en el centro de la pequeña cocina durante un momento, mientras trataba de reunir fuerzas para regresar a la habitación de Danny y empaquetar su ropa, tal y como tenía planeado. Pero había perdido las energías. No podía volver allí. Esa tarde, no. Tal vez al cabo de unos cuantos días.

¡Maldito Michael!

En el frigorífico quedaba media botella de vino blanco. Se sirvió un vaso y se lo llevó a la habitación de baño principal.

Estaba bebiendo demasiado. Bourbon anoche. Vino ahora. Hasta hace poco, rara vez había usado el alcohol para calmar sus nervios, pero ahora era su primera cura. Una vez que hubiera superado el estreno de Magyck!, sería mejor que comenzara a reducir el consumo de alcohol. Ahora lo necesitaba desesperadamente.

Se dio una larga ducha. Dejó que el agua caliente le golpease el cuello durante varios minutos, y suavizara sus endurecidos músculos.

Después de la ducha, el vino helado relajó su cuerpo más aún, aunque no consiguió calmar su mente ni despejó su ansiedad. Seguía pensando en la pizarra.

NO ESTOY MUERTO

Los ojos de la oscuridad

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