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Tina registró toda la casa, excepto la antigua habitación de Danny, y no encontró al intruso. Casi hubiera preferido encontrar a alguien al acecho en la cocina o agazapado en un armario, en vez de verse obligada a mirar en el cuarto de Danny. Pero ya no tenía elección.

Poco más de un año antes de su muerte, Danny había comenzado a dormir en el extremo opuesto al dormitorio principal de la pequeña casa, en lo que alguna vez había sido el estudio. Poco después de su décimo cumpleaños, el niño había expresado su deseo de tener más espacio e intimidad de la que gozaba en su original y pequeño dormitorio. Michael y Tina le habían ayudado a trasladar sus cosas al estudio y luego se llevaron el sofá, el sillón, la mesita del café y la televisión a la habitación que el niño había desalojado.

En esa época Tina estaba segura de que Danny se percataba de las discusiones nocturnas que ella y Michael mantenían en el dormitorio contiguo al del niño, y que este deseaba trasladarse para no oír como se peleaban. Ella y Michael no solían elevar la voz; sus desacuerdos siempre se habían mantenido en un tono normal, incluso en susurros a veces; pero Danny había escuchado lo suficiente como para saber que tenían problemas.

Tina se había entristecido por ello, lamentó que se hubiera dado cuenta, pero no le había dicho ni una palabra; no le ofreció explicaciones ni lo tranquilizó al respecto. En realidad, no supo qué decirle. De hecho, no podía compartir con él su propia valoración de la situación, no podía decirle: «Danny, cariño, no te preocupes por nada de lo que puedas haber oído a través de la pared. Lo único que le ocurre a tu padre es que está pasando por una crisis de identidad. De un tiempo a esta parte se porta como un burro, pero lo superará». Y esa era otra de las razones por las que no intentara explicarle a Danny los problemas entre ella y Michael: pensaba que se trataría de algo temporal. Quería a su marido y estaba segura de que su amor lo suavizaría todo. Seis meses después, ella y Michael se separaban, y, menos de cinco meses después de la separación, estaban divorciados.

Ahora, ansiosa ya por acabar la búsqueda del intruso —que con gran rapidez se estaba convirtiendo en tan imaginario como todos los demás intrusos que había buscado durante otras noches—, abrió la puerta del dormitorio de Danny. Encendió la luz y entró.

Nadie.

Con la pistola por delante, se dirigió al armario, titubeó y luego abrió la puerta. Tampoco había nadie allí. A pesar de todo lo que había oído, se encontraba sola en la casa.

Mientras contemplaba el contenido del armario —los zapatos del niño, sus vaqueros, pantalones de vestir, camisas, suéteres, la gorra azul de béisbol de los Dodgers, el pequeño traje azul que se había puesto en ocasiones especiales—, se le hizo un nudo en la garganta. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.

Aunque el funeral se había celebrado hacía menos de un año, no se había sentido con fuerzas para deshacerse de las pertenencias de Danny. De alguna forma, el hecho de que se llevasen toda su ropa le parecía más triste y más definitivo que observar cómo metían su féretro en la tumba.

Y no solo eran sus prendas lo que había conservado de él. Su cuarto se hallaba igual que lo dejó. La cama bien hecha; varios muñecos de películas de ciencia ficción se encontraban en el ancho cabezal. Más de un centenar de libros en rústica se alineaban por orden alfabético en una librería de cinco estantes. Su escritorio ocupaba una esquina; tubos de pegamento, botellitas de esmalte de todos los colores y una gran variedad de herramientas para modelar se disponían en ordenadas filas en una mitad del escritorio, mientras que la otra mitad estaba vacía, en espera de que comenzara a trabajar en ella. Había nueve aviones de modelaje en una caja expositora, y otros tres colgaban de alambres sujetos del techo. Las paredes estaban decoradas con pósteres debidamente separados entre sí (tres estrellas del béisbol y cinco monstruos de películas de terror), que Danny había colocado con sumo cuidado.

A diferencia de muchos niños de su edad, el orden y la limpieza lo habían preocupado y, respetando sus preferencias por la pulcritud, Tina había dado instrucciones a la señora Neddler, la mujer de la limpieza, que acudía dos veces por semana, para que pasase la aspiradora y quitase el polvo de su desocupado dormitorio, como si al niño no le hubiese ocurrido nada. La habitación estaba tan impecable como siempre.

Echó una ojeada a lo que habían sido las aficiones del niño, sus juguetes y patéticos tesoros, y (aunque no por primera vez) se percató de que no le resultaba saludable mantener ese lugar como si se tratara de un museo. O de un santuario. Mientras dejase todas aquellas cosas, sin tocar, podría seguir alentando la esperanza de que Danny no estaba muerto, de que solo se encontraba fuera de casa durante una temporada, y que muy pronto reanudaría su vida allí donde la había dejado. Su incapacidad para vaciar aquella habitación la asustó de repente; por primera vez, le pareció algo más que una simple debilidad espiritual; como la señal de un serio trastorno mental. Debía permitir que los muertos descansaran en paz. Si tenía que terminar de soñar con el niño, si necesitaba ejercer un control sobre su pena, en ese caso, su recuperación debía empezar por ahí, en ese mismo cuarto, y acabar con su irracional necesidad de conservar tan ordenadamente las pequeñas posesiones del chico.

Se hizo el propósito de vaciar la habitación el jueves, el día de Año Nuevo. Tanto el preestreno de los vips como la noche del estreno de Magyck! habrían quedado atrás para entonces. Podría relajarse un poco y tomarse algo de tiempo libre. Empezaría por pasar unas cuantas horas en esa habitación el jueves por la tarde, metiendo en cajas la ropa, los juguetes y los pósteres.

En cuanto hubo tomado aquella decisión, la mayor parte de su energía nerviosa desapareció. Se quedó hundida, flácida, cansada, preparada para regresar a la cama.

Echó a andar hacia la puerta, pero su mirada captó el caballete, se detuvo y se volvió. A Danny le había gustado dibujar, y el caballete, junto con una caja de lápices, pinturas y rotuladores habían sido un regalo de su noveno cumpleaños. Había un caballete a un lado y una pizarra al otro. Danny lo había colocado en el extremo más alejado de la habitación, lejos de la cama, contra la pared, y había permanecido en pie la última vez que Tina estuvo en el cuarto. Pero ahora el caballete estaba en una esquina, con la base contra la pared, ladeado, y la pizarra caída al otro lado de una mesa de juegos. En esa mesa había un juego electrónico de una batalla naval, tal y como Danny lo había dejado, pero el caballete se había caído encima y había tirado al suelo las piezas del juego.

Al parecer, aquel era el ruido que había escuchado. Pero ¿qué había derribado el caballete? No pudo haberse caído solo.

Bajó el arma, rodeó los pies de la cama y colocó el caballete en su lugar. Se agachó y recogió las piezas del juego electrónico, y las dejó encima de la mesa.

Mientras recogía las tizas esparcidas y el borrador de fieltro y se volvía hacia la pizarra, se percató de que en ella había tres palabras, escritas con torpeza, en la superficie negra:

NO ESTOY MUERTO

Se quedó mirando el mensaje, con el ceño fruncido.

Estaba prácticamente segura de que no había nada en la pizarra cuando Danny se fue a aquella excursión de los exploradores. Tenía la completa seguridad de que no había nada escrito en la pizarra la última vez que ella había entrado allí.

Con bastante retraso, el significado de aquellas palabras la asaltó, y se quedó helada. «No estoy muerto». Aquello era una negación de la muerte de Danny. Una enfurecida negativa a aceptar la espantosa verdad. Un desafío a la realidad.

En uno de sus terribles ataques de dolor, en un momento de loca y oscura desesperación, ¿habría acudido ella a la habitación y escrito, sin darse cuenta, aquellas palabras en la pizarra de Danny?

No recordó haberlo hecho. Si ella había dejado ese mensaje, significaba que sufría lagunas de memoria, amnesia temporal, algo que hasta ese momento ni sospechaba. O era sonámbula. Aquello era inaceptable.

Dios mío, impensable.

Por lo tanto, aquellas palabras debían haber estado allí durante todo ese tiempo. Y Danny era quien las habría escrito antes de morir. Su letra era limpia, clara, como todo en él, y no torcida como en ese mensaje. Pero, de todos modos, él era quien debía haberlas escrito. Debía ser él.

¿Y la obvia referencia que esas tres palabras hacían con respecto al accidente de autocar?

Coincidencia. Danny, por supuesto, había estado escribiendo sobre otra cosa, y la interpretación oscura que ahora se podía extraer de esas tres palabras, después de su muerte, era solo una coincidencia macabra.

Se negó a considerar cualquier otra posibilidad porque las alternativas resultaban demasiado aterradoras.

Se encogió de hombros. Sintió las manos heladas; le enfriaban los costados incluso a través del camisón.

Temblando, borró las palabras de la pizarra y salió del cuarto.

En ese momento estaba totalmente despierta. Necesitaba dormir un poco más. Por la mañana tenía muchas cosas que hacer. Sería un gran día.

En la cocina cogió una botella de Wild Turkey del armario que estaba al lado del fregadero. Era el bourbon favorito de Michael. Se sirvió una generosa cantidad en un vaso de agua. No era una gran bebedora, a lo sumo tomaba vino en ocasiones, y no habría aguantado una cantidad tan grande de whisky; pero se tomó el bourbon de dos tragos, e hizo una mueca ante su amargor mientras se preguntaba por qué Michael había alabado siempre lo suave que era aquella bebida. Titubeó, y luego se sirvió otro buen chorro, que tragó con rapidez, como un niño que se toma una medicina. A continuación, dejó la botella en su sitio.

De vuelta a la cama, se cubrió con la colcha, cerró los ojos y trató de no pensar en la pizarra. Pero su imagen apareció detrás de sus párpados cerrados. Cuando se percató de que no podía dejar de lado esa imagen, trató de modificarla, de eliminar las palabras. Pero regresaban de nuevo en el ojo de su mente: «No estoy muerto». Siguió borrándolas, pero reaparecían. Se sentía mareada por el bourbon y finalmente se deslizó en el bien recibido olvido.

Los ojos de la oscuridad

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