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La puerta trabada protestó, gimió y crujió cuando Vivienne la forzó para que se abriera.

Aiii-eee, aiii-eee...

Una oleada de aire helado salió de la oscura habitación hacia el pasillo.

Vivienne tanteó por la pared en busca del interruptor de la luz, lo encontró, lo pulsó y entró con cautela. La habitación estaba desierta.

Aiii-eee, aiii-eee...

Las estrellas del béisbol y los monstruos de las películas de terror miraban a Vivienne desde los pósteres grapados en las paredes. Tres aviones de modelismo colgaban del techo. Esos objetos estaban allí como siempre, desde que Vivienne empezara a trabajar en la casa, antes de que Danny muriese.

Aiii-eee, aiii-eee, aiii-eee...

El pitido electrónico salía de un par de pequeños altavoces estéreo que colgaban en la pared, detrás de la cama. El equipo de música y una radio AM-FM se encontraban encima de una de las mesitas de noche.

Aunque Vivienne podía ver de dónde procedía el ruido, no localizaba ninguna fuente de la que emanara el terrible aire frío que invadía la habitación. Ninguna de las ventanas estaba abierta, e incluso si se hubiera abierto alguna, la noche no era lo suficientemente fría como para generar ese helor.

Cuando se acercó a la radio, el gemido se detuvo. El silencio repentino le oprimió el pecho.

Poco a poco, comenzó a escuchar el suave zumbido de los altavoces estéreo, que aún estaban enchufados. Luego, los latidos de su propio corazón.

La radio brillaba con una quebradiza capa de hielo. La tocó, pensativa. Un trozo de hielo se rompió al contacto de sus dedos y cayó en la mesita de noche. No empezó a fundirse; la habitación seguía muy fría.

La ventana estaba helada. El espejo del vestidor también, y su reflejo era tenue, distorsionado y extraño.

Afuera, la noche era fresca pero no invernal. Quizás diez grados. Tal vez trece.

El sintonizador de la radio comenzó a moverse solo, y el indicador de frecuencia avanzó con rapidez a través del dial iluminado, saltando de una emisora a otra. Retazos de música, trozos de cháchara de los disc-jockeys, algunas palabras de los presentadores de voz sobria de los noticiarios, y fragmentos de anuncios mezclados con el rumor cacofónico de un sonido carente de significado. El indicador llegó al final del dial y empezó a moverse hacia atrás.

Temblando, Vivienne desconectó la radio.

En cuanto soltó el botón, la radio se conectó sola.

Se la quedó mirando, asustada y desconcertada.

El dial comenzó a moverse de nuevo, y fragmentos de música salieron de los altavoces.

La desconectó por segunda vez.

Después de un breve silencio, la radio se encendió espontáneamente.

—Esto es una locura —dijo con voz temblorosa.

Cuando la apagó por tercera vez, apretó con fuerza el botón. Durante unos segundos, estuvo segura de que sentía un forcejeo bajo su dedo, cuando la ruedecilla trató de moverse hacia la posición de encendido.

Por encima de su cabeza, los tres aeroplanos de modelismo empezaron a moverse. Cada uno de ellos estaba colgado del techo con un trozo de sedal, y el extremo superior de cada sedal estaba atado en su propio gancho, atornillado con fuerza en el plástico. Los aviones comenzaron a dar tirones, a tintinear, a retorcerse y temblar.

«Debe ser la corriente».

Sin embargo, no sentía ninguna corriente de aire.

Los aviones de modelismo comenzaron a rebotar violentamente hacia arriba y hacia abajo.

—Dios mío, ayúdame —dijo Vivienne.

Uno de los aviones giró en círculos cada vez más cerrados, y cada vez más deprisa, luego lo hizo en círculos más amplios, disminuyendo con firmeza el ángulo entre el sedal del que pendían y el techo del dormitorio. Al cabo de un momento, los otros dos modelos cesaron su errático baile e iniciaron un giro rápido, igual que el primer avión, como si en realidad volaran, y no había duda de que aquel movimiento deliberado no era, en absoluto, efecto de una corriente de aire.

¿Fantasmas? ¿Un poltergeist?

Pero ella no creía en fantasmas. Esas cosas no existían. Ella creía en la muerte y en los impuestos, en la inevitabilidad de los botes de las máquinas tragaperras, en los bufets libres del casino donde puedes comer por seis dólares, en el Señor Dios Todopoderoso, en la verdad de los secuestros alienígenas y en Big Foot, pero no creía en los fantasmas.

Las puertas correderas del armario empezaron a moverse sobre sus guías y Vivienne Neddler tuvo la sensación de que algo horrible estaba a punto de salir de aquel espacio oscuro, con los ojos rojos como la sangre y los dientes afilados como cuchillas. Sintió una presencia, algo que la quería, y gritó cuando la puerta se abrió.

Pero no había ningún monstruo en el armario. Solo ropa.

Sin embargo, sin que las tocasen, las puertas se abrieron y luego se cerraron..., y luego volvieron a abrirse...

Los aviones giraban y giraban.

El aire parecía cada vez más frío.

La cama empezó a temblar. Las patas se alzaron unos centímetros antes de caer de golpe contra los topes que les habían colocado debajo para proteger la alfombra; luego, se elevaron de nuevo. Los muelles sonaban como si unos dedos invisibles tirasen de ellos.

Vivienne retrocedió hasta la pared y se quedó allí, rígida, con los ojos muy abiertos y las manos caídas a los costados.

De una forma tan abrupta como había comenzado todo, se detuvo. Las puertas se cerraron con un fuerte chasquido. Los aviones redujeron su movimiento, haciendo giros circulares cada vez más pequeños, hasta que, al fin, se quedaron quietos.

La habitación quedó en silencio.

Nada se movía.

El aire comenzaba a caldearse.

Vivienne era consciente de que los latidos de su corazón iban amortiguándose desde el duro y frenético ritmo que habían mantenido durante un par de minutos. Se abrazó a sí misma y tembló.

Una explicación lógica. Tiene que haber una explicación lógica.

Pero no era capaz de imaginar cuál podría ser.

A medida que la habitación se calentaba de nuevo, se fundió el hielo del pomo de la puerta, de la radio y algunos otros objetos metálicos, dejando unos cercos húmedos en la alfombra. Los helados cristales de la ventana se desempañaron, y cuando la escarcha desapareció del espejo, el reflejo distorsionado de Vivienne se convirtió en una imagen más familiar de sí misma.

Ahora esto era la habitación de un niño, una habitación como miles de otras.

Excepto, desde luego, que el chico que una vez había dormido en ella llevaba muerto un año. Y quizás estuviera regresando, y lanzara encantamientos sobre aquel lugar.

Vivienne tuvo que recordarse a sí misma que no creía en los fantasmas.

De todos modos, sería una buena idea que Tina Evans se deshiciera de las pertenencias del niño.

Vivienne no tenía una explicación lógica para lo que había sucedido, pero una cosa sí tenía muy clara: no le contaría a nadie lo que había visto esa noche. Pese a toda la convicción y ardor que pusiera en sus palabras para contar todos esos pintorescos acontecimientos, nadie la creería. Asentirían y sonreirían con expresión taimada, convendrían en que se trataba de una extraña y temible experiencia, pero durante todo el rato estarían pensando en que aquella pobre vieja Vivienne, finalmente, se había vuelto senil. Más pronto o más tarde, los rumores acerca de poltergeist acabarían por llegar a oídos de su hija en Sacramento, y, en ese caso, la presión para que se trasladara a California se volvería irresistible. Y Vivienne no quería poner en peligro su preciosa independencia.

Salió del dormitorio, regresó a la cocina y se bebió dos tragos del mejor bourbon de Tina Evans. Luego, con su estoicismo característico, continuó con la limpieza de la casa.

Se negó a que un poltergeist la asustara.

Sin embargo, sería aconsejable ir a la iglesia el domingo. Hacía mucho tiempo que no pisaba una iglesia. Quizá sería bueno que acudiera de vez en cuando. Por supuesto, no cada semana. Solo una o dos misas al mes. Y confesarse alguna vez que otra. Hacía siglos que no veía el interior de un confesionario. No había más remedio que ser cauta.

Los ojos de la oscuridad

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