Читать книгу Los ojos de la oscuridad - Dean Koontz - Страница 11
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ОглавлениеMagyck! era, de lejos, el mejor espectáculo que Elliot Stryker había visto jamás.
El programa se abría con una electrizante interpretación de «Esa vieja magia negra». Los cantantes y bailarines, brillantemente vestidos, actuaban en un asombroso decorado construido con escalones de espejos y paneles también espejados. Cuando las luces del escenario se atenuaron, una veintena de candelabros giratorios de cristal lanzaban rayos de colores que parecían fundirse en formas sobrenaturales que se ocultaban bajo el arco de proscenio. La coreografía era compleja y los dos cantantes principales tenían unas voces fuertes y claras.
Aquel número iba seguido por otro de magia de primera clase, delante del telón cerrado. Unos diez minutos después, la escena cambiaba, los espejos habían desaparecido y el escenario era una pista de hielo; el segundo número de producción se realizaba con patines en un decorado invernal tan logrado que los espectadores sentían auténtico frío.
Aunque Magyck! excitara la imaginación y atraía la mirada, Elliot no era capaz de dedicarle toda su atención. Seguía contemplando a Christina Evans, tan deslumbrante como el mismo espectáculo que había creado.
Ella observaba a los intérpretes, sin parar atención a la mirada del hombre, que arrugaba el ceño mientras sonreía cuando el auditorio se echaba a reír, aplaudía o jadeaba de sorpresa.
Era una mujer de una belleza singular. Su brillante cabello castaño, casi negro, que le llegaba hasta los hombros, oscilaba sobre su frente y le caía hacia los lados, enmarcando su rostro como si se tratase de la pintura de un gran maestro. La estructura ósea de su cara era delicada, definida, absolutamente femenina. Su tez tenía tonos oliváceos. Su boca era carnosa, sensual. Y sus ojos... Sería extraordinariamente hermosa de haber tenido los ojos oscuros, en armonía con el tono de su cabello y su piel, pero los tenía de un azul cristalino. El contraste entre su apariencia italiana y aquellos ojos nórdicos resultaba devastador.
Elliot supuso que otras personas podrían haber encontrado defectos en su rostro. Tal vez algunos dirían que su frente era demasiado ancha. Su nariz era tan recta que alguien podría decir que le proporcionaba una expresión severa. Otros podrían opinar que tenía la boca demasiado grande, o que su barbilla era un poco demasiado puntiaguda. Pero, para Elliot, se trataba de un rostro perfecto.
Pero su físico no había sido lo primero que suscitó su deseo. Estaba interesado, en primer lugar, por conocer más acerca de la mente que había creado una obra como Magyck! Había visto menos de una cuarta parte del programa, pero ya sabía que sería un gran éxito; era, de lejos, superior a cualquier otro parecido. Un espectáculo de Las Vegas de aquella naturaleza podía salirse de madre. Si los decorados gigantes, los costosos vestidos y la intrincada coreografía se desmadraban, o si cualquier elemento se ejecutaba de manera inapropiada, el espectáculo empezaría a caer con rapidez por la delgada línea que separa un espectáculo realmente maravilloso y la pura y lisa chabacanería. Una brillante fantasía podría transformarse en un tostón sin gusto, estúpido, de haber sido dirigido por unas manos torpes. Elliot deseaba saber más de Christina Evans. Y en un nivel más fundamental, simplemente, la deseaba.
Ninguna mujer le había hecho efecto con tanta fuerza desde que Nancy, su esposa, muriera tres años antes.
Sentado allí, en el oscurecido teatro, sonrió, no ante el mago de un número cómico, que actuaba delante del telón bajado del escenario, sino a causa de su propia y repentina exuberancia juvenil.