Читать книгу Los ojos de la oscuridad - Dean Koontz - Страница 16
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ОглавлениеTina no regresó a casa después de la fiesta hasta poco antes de las dos de la madrugada del miércoles. Se dirigió en línea recta a la cama, agotada y algo achispada, y se sumió rápidamente en un sueño profundo.
Más tarde, tras solo un par de horas sin soñar, tuvo otra pesadilla acerca de Danny. Estaba atrapado en el fondo de un agujero muy profundo. Oía su asustada vocecita que la llamaba, y ella miraba por encima del borde del pozo, y veía al niño ahí abajo, tan lejos que su rostro era solo una pequeña y pálida mancha. El niño deseaba salir desesperadamente, y ella estaba desesperada por rescatarlo; pero él estaba encadenado, incapaz de trepar, y Tina no tenía la menor posibilidad de llegar hasta él. Entonces, un hombre vestido de negro de la cabeza a los pies, con el rostro oculto por las sombras, apareció desde el extremo más alejado del pozo y comenzó a arrojar tierra sobre él. El grito de Danny se convirtió en un chillido de terror, lo estaban enterrando vivo. Tina le gritó al hombre de negro, pero este la ignoró y siguió echando paladas de tierra sobre Danny. Tina rodeó el pozo, decidida a conseguir que aquel desgraciado dejara de hacer lo que estaba haciendo, pero el hombre se alejaba un paso por cada uno que ella daba hacia él, y siempre se encontraba exactamente al otro lado del agujero. Ella no podía alcanzarlo y tampoco llegar hasta Danny, y la tierra le había llegado al niño a las rodillas; luego, a la cintura, y finalmente hasta los hombros. Danny se quejaba y chillaba. La tierra le alcanzaba la barbilla, pero el hombre de negro no se detuvo. Tina deseó matar a aquel hijo de puta, golpearlo hasta la muerte con la pala. Cuando pensó en hacerlo, el hombre la miró, y Tina vio su rostro: un cráneo con la piel rasgada y podrida, ardientes ojos rojos y una sonrisa de dientes amarillentos. Un repugnante grupo de gusanos colgaba de la mejilla izquierda del hombre y le llegaba hasta el extremo de su ojo izquierdo, alimentándose de él. Su terror de que Danny fuese enterrado vivo se mezcló ahora con el miedo por su propia vida. Aunque los gritos de Danny se fueron apagando, eran aún más urgentes que antes, porque la tierra comenzó a cubrirle el rostro y a introducirse en su boca. Tina supo que tenía que bajar allí y quitarle la tierra de la cabeza antes de que se ahogara, por lo que, impulsada por un pánico ciego, se tiró al pozo, y empezó a caer, a caer...
En aquel momento se despertó, jadeando, estremecida.
Tenía la sensación de que el hombre del traje negro estaba en su dormitorio en aquel preciso instante, que aguardaba, silencioso, en la oscuridad, sonriendo. Con el corazón palpitándole, tanteó en busca de la luz de la mesilla de noche, temerosa de que una mano húmeda y fría se cerrase alrededor de la suya, mientras buscaba el interruptor. Parpadeó ante la súbita luz y observó que estaba sola.
—¡Oh, Dios! —exclamó con voz débil.
Se pasó una mano por la cara y percibió que la tenía cubierta por una película de sudor. Se secó la mano en las sábanas.
Realizó algunos ejercicios de respiración, en un intento de calmarse.
No podía dejar de temblar.
Se fue al cuarto de baño y se lavó la cara. En el espejo vio que estaba demacrada y exangüe, con los ojos hundidos.
Tenía la boca seca y con un sabor agrio. Se bebió un vaso de agua fría.
Cuando volvió a la cama, no quiso apagar la luz. Su miedo la encolerizó consigo misma y al final apagó el interruptor.
El regreso de la oscuridad resultó amenazador.
No estaba segura de que pudiera dormir más; pero debía intentarlo. Aún no eran las cinco. Había dormido menos de tres horas.
Por la mañana, vaciaría la habitación de Danny. Entonces, las pesadillas cesarían. Estaba totalmente convencida de ello.
Recordó las tres palabras que había borrado ya dos veces de la pizarra de Danny —NO ESTOY MUERTO—, y cayó en la cuenta de que se había olvidado de llamar a Michael. Debía enfrentarlo con sus sospechas. Tenía que saber si Michael había estado en la casa, en el cuarto de Danny, sin su conocimiento o permiso.
Debía haber sido Michael.
Podía encender la luz y llamarlo en ese momento. Estaría durmiendo, pero Tina no sentiría ni un ápice de culpabilidad si lo despertaba, y menos después de todas las noches insomnes a las que él la había sometido. Pero no se sentía preparada para la batalla. Sus ánimos habían decaído por el vino y el agotamiento. Y si Michael se había escurrido dentro de la casa como si fuera un niño jugando a cometer una cruel travesura, si había escrito aquel mensaje en la pizarra, en ese caso, su odio hacia ella era mucho mayor de lo que había pensado. Y eso lo convertía en un hombre desesperadamente enfermo. Si se volviera verbalmente violento y abusivo, si se portaba de una forma irracional, en ese caso, ella necesitaría mantener las ideas claras para tratar con él. Lo llamaría al día siguiente, cuando recuperara parte de sus fuerzas.
Bostezó, se dio la vuelta en la cama y se quedó dormida. No soñó más, y cuando se despertó a las diez, se encontraba recuperada y nuevamente emocionada por el éxito de la noche anterior.
Llamó a Michael, pero no estaba en casa. A menos que hubiera cambiado de turno durante los seis meses transcurridos desde su separación, no iría a trabajar hasta mediodía, y decidió que probaría otra vez al cabo de media hora.
Tras recoger el periódico de la mañana del buzón de la puerta, leyó la delirante reseña de Magyck! que el crítico de espectáculos del Review-Journal había escrito. Al no haber podido encontrar nada malo en el espectáculo, sus elogios eran tan efusivos que, incluso leyéndolos ella misma en su cocina, se sintió algo incómoda.
Tomó un desayuno ligero: zumo de pomelo con un panecillo inglés, y luego se dirigió a la habitación de Danny para meter sus cosas en cajas. Cuando abrió la puerta, jadeó y se detuvo.
La habitación era un caos. Los aviones de aeromodelismo no se encontraban en su expositor; estaban tirados por el suelo, y unos cuantos estaban rotos. La colección de cómics de Danny se había caído de la librería y estaban diseminados por todos los rincones. Los tubos de pegamento, las botellitas de esmalte y las herramientas para aeromodelismo, que tenía encima de su escritorio, se encontraban en el suelo, junto con todo lo demás. El póster de un monstruo cinematográfico estaba desgarrado; colgaba de la pared, desgarrado. Las figuritas de acción se habían caído del cabezal de la cama. Las puertas del armario estaban abiertas, y toda la ropa del interior estaba esparcida por el suelo. La mesa de juegos había volcado. El caballete yacía sobre la alfombra, con la pizarra hacia abajo.
Temblando de ira, Tina cruzó la estancia con lentitud, caminando cuidadosamente entre los escombros. Se detuvo ante el caballete, lo colocó en su sitio, dudó, y luego giró la pizarra hacia ella.
NO ESTOY MUERTO
—¡Maldita sea! —gritó furiosa.
Vivienne Neddler había ido a limpiar por la noche, pero esa no era la clase de cosas que Vivienne sería capaz de hacer. Si aquel desastre hubiera estado cuando Vivienne llegó, la anciana lo habría limpiado, y dejado una nota acerca de lo ocurrido. Resultaba claro que el intruso se había presentado después de que la señora Neddler se marchara.
Ardiendo de ira, Tina cruzó la casa, revisando meticulosamente cada ventana y cada puerta. No había señales de que la entrada hubiera sido forzada.
De nuevo en la cocina, llamó a Michael. Siguió sin responder. Colgó el teléfono con fuerza.
Sacó el directorio telefónico de un cajón y lo hojeó hasta que encontró los anuncios de cerrajeros. Eligió la empresa que tenía el anuncio más grande y marcó el número.
—Anderlingen Lock and Security.
—Su anuncio del directorio telefónico afirma que pueden mandarme, en menos de una hora, un operario para que cambie la cerradura de la puerta de entrada.
—Esos son nuestros servicios de urgencia. Cuestan más.
—No me importa —replicó Tina.
—Si nos da su nombre para ponerlo en nuestra lista de trabajo, lo más probable es que podamos enviarle un equipo esta tarde a las cuatro, o mañana por la mañana a más tardar. Y el servicio normal le resultaría un cuarenta por ciento más barato que el de urgencia.
—Unos gamberros han estado esta noche en mi casa —explicó Tina.
—En qué mundo vivimos —fue el comentario de la mujer de Anderlingen.
—Han roto un montón de cosas...
—Oh, cuánto lo siento.
—... por lo tanto, deseo cambiar las cerraduras de inmediato.
—Muy bien.
—Y quiero que instalen unas buenas cerraduras. Las mejores que tengan.
—Deme su nombre y dirección, y le enviaré un equipo ahora mismo.
Un par de minutos después, tras colgar el teléfono, Tina volvió a la habitación de Danny para repasar de nuevo los desperfectos. Mientras observaba aquel desastre, exclamó en voz alta:
—¿Qué diablos quieres de mí, Mike?
Dudó que él pudiera responder a aquella pregunta, incluso de haberla oído. ¿Qué excusa tendría preparada? ¿Qué retorcida lógica justificaría aquella clase de conducta perversa? Era algo cruel, odioso.
Se estremeció.