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ОглавлениеCapítulo 8
Bogotá – Taipéi –Taiwán
CUATRO TELÉFONOS de diferentes colores estaban cuidadosamente colocados sobre el escritorio del doctor Miguel Ocampo Freedman en su mansión de Bogotá. Se acomodó los anteojos y comenzó a hojear el último balance de su gestión. Lo escrito en esos papeles confidenciales no era conocido más que por otras dos personas: sus jefes, los capos máximos de los Cárteles de Cali y Medellín.
Era la ratificación de su triunfo como director general de una de las empresas más poderosas de la tierra, que paradójicamente no tenía nombre. El calor de Bogotá no penetraba dentro de su palacio ubicado en la mejor zona, en las afueras de la ciudad. Un gran parque de enormes árboles centenarios en el exterior y un aire acondicionado perfecto en toda la mansión, creaba el clima artificial que el doctor exigía durante todo el año.
Estaba realmente satisfecho. Nunca habían ganado tanto dinero y sus jefes cada día confiaban más en su gestión.
El doctor Ocampo lo tenía todo. Era tan poderoso en la tierra que no necesitaba mirar al cielo. La persona más grande que conocía en este mundo la veía frente a un espejo.
El teléfono rojo emitió unas notas musicales que recordaban a Vivaldi. Algo importante sería transmitido. Sólo cuatro personas en el mundo conocían esa línea. Un número secreto protegido electrónicamente de interferencias. Se usaba sólo en casos de contactos entre la élite de la droga.
Una voz femenina y dulce preguntó en perfecto inglés: – ¿Está el doctor Ocampo?
—Con él habla... comuníqueme.
No necesitaba preguntar quién estaba en el otro extremo de la línea; la voz de esa mujer era inconfundible, acababa de escuchar a la secretaria de un respetado senador de los Estados Unidos. La conversación era en inglés que el doctor Ocampo dominaba a la perfección. No en vano había estudiado en Harvard.
—Estimado doctor Ocampo. ¿Cómo se encuentra usted?
—Muy bien. Creo que excelente, para ser franco. ¿Cómo andan tus cosas, Max?
El senador no se llamaba Max. Su verdadero nombre era Hans Krause. Ese seudónimo lo usaba para hacer cierto tipo de negocios, como el que trataría con el doctor Ocampo.
La respuesta fue concreta, como siempre que hablaban por teléfono. Aún con la seguridad de una línea especial y protegida. Quizás la técnica avanzara sin que ellos se enteraran y su comunicación podría ser decodificada...
—Necesito reunirme contigo. Haré un viaje de placer a Taiwán. Tú debes hacer lo mismo. Nos veremos a las diez de la mañana del martes de la próxima semana en el Grand Hotel de Taipéi. La dirección es: 1 Chung Saan North RD. Estaré en la suite presidencial. Debes ir solo a la reunión. Puedes reservar otra suite al Teléfono 5965565 o con un Telex 11646 GRANDHTL. Pide en la sección The Main Building, Corner Suite. Son las mejores y estaremos más cerca. Si tienes personal de compañía los alojas en la sección Jade Phoenix. Nadie debe vernos juntos.
Era típico de Max. Todo concertado, pero no era capaz de hacer la reserva para ellos y mucho menos de pagarla.
Su fortuna era mucho mayor que lo que todos creían. Era dueño de un iceberg de oro. Lo que se veía le alcanzaba para ser respetado en los círculos del poder, donde los hombres valen por lo que tienen y no por lo que son, pero lo oculto podía destruir a los que se creían poderosos y no estaban de su lado.
Max llamaba a ese sistema “Operación Titanic”, simplemente chocaban con él... Muchos dormían en el fondo del océano económico por una maniobra de Max. Naturalmente, él rescataba las cosas de valor y las adosaba a la parte sumergida de su iceberg.
Ya habían tenido muchas reuniones con Max, siempre en lugares muy apartados de los Estados Unidos y sobre todo de Colombia. Max no se acercaba a Colombia ni por equivocación. No quería despertar sospechas. Sus sitios preferidos estaban en Asia. Mucha gente y mucho lujo. Era otra característica de Max. Adoraba el lujo y los placeres. Tenía con qué pagarlos. Sólo que a él no le agradaban las mujeres... Un orgulloso esclavo de su dinero. Pero el verdadero esclavo no ve sus cadenas. Max las arrastraba sin saberlo. No llegarían nunca a ser amigos por rechazo innato de sangre, aunque ambos se toleraban. Max era un súper orgulloso sajón que siempre miraba al doctor Ocampo como algo bastante inferior por su sangre latino–judía. Debía soportarlo con una falsa cortesía por necesidad del negocio. Pero se lavaba las manos con alcohol en gel después de saludarlo...
Para el doctor Ocampo, Max era un sucio degenerado que siempre estaba con Charly, su guardaespaldas lascivo y con signos muy marcados de haber estudiado para hombre y haber sido aplazado en las primeras materias. Cabellos teñidos de color rojizo con peinados de peluquería más bien femenina, aros, pulseritas y, a veces, ojos tonalizados y rubor en las mejillas. Su fachada colorida no disimulaba al sádico que disfrutaba con los trabajos sucios que le encargaba con bastante frecuencia su jefe para limpiar su entorno de poder. Solía disfrazarse de ramera para asesinar. Era un maestro con los explosivos y tenía fama de ser un despiadado estrangulador con su inseparable cordón de seda. Muy eficiente como arma mortal.
El doctor Ocampo llegó al Aeropuerto Internacional de Taipéi con dos acompañantes: Cándido Ortiz Goicoechea, un fornido guardaespaldas que no hacía honor a su nombre y que nunca lo abandonaba. Lo conocía desde la infancia y podía confiar su vida a él. Tenía la fuerza de un toro salvaje y la virtud de los monos sabios del templo japonés de Nikko. No oía, no veía, no hablaba, aunque sus sentidos funcionaban perfectamente. Manejaba su Mágnum con precisión y facilidad impresionantes y en la lucha cuerpo a cuerpo no tenía rivales.
También estaba su secretario y piloto privado, del que no recordaba el nombre. Todos le decían desde hacía muchos años “Águila”. Sólo le importaban los aviones y volar. Era feliz cuando estaba en el aire. Siempre alegre, disfrutando de la vida y ayudando a su amigo a vivir a pesar de su dinero.
Ingresaron a la sala VIP y pasaron la aduana. Un servicial chino les dio la bienvenida en inglés y los guio hacia el Rolls Royce que el doctor había alquilado para su estancia en Taiwán.
Si Max ocupaba la suite presidencial, él no quería quedarse atrás en la demostración de su poder económico. Si Ocampo tenía una virtud, ésta era la de no ser tacaño. Su ritmo de gastos iba de acuerdo con sus ingresos: increíbles.
El coche arribó al espectacular hotel rojo iluminado en toda su fachada. Anochecía en la República de China. Atravesó el enorme arco de entrada con ideogramas rojos y giró a la playa lateral para estacionamiento de huéspedes. El doctor Ocampo estaba impresionado, pero lo disimulaba como si todo lo que veía le resultara familiar. Su mansión se empequeñeció en su mente. Ya no estaba tan orgulloso de ella.
Sus acompañantes, más espontáneos, silbaron bajito ante esa muestra del lujo asiático. La gigantesca recepción del hotel era lo más suntuoso que habían visto en su vida. Un bosque de grandes columnas rojas de laca china sostenía un cielorraso con bajorrelieves de dragones y animales mitológicos, iluminados con faroles chinos. Al fondo, la escalera de mármol con barandas también de mármol calado con esculturas era fascinante.
El guardaespaldas no hablaba, siempre moviendo los ojos de un lado para otro sin perder detalle. Parecía un boxeador peso completo amenazante. No había podido ingresar con su Mágnum en la sobaquera y se sentía desprotegido, pero era capaz de recordar qué había en cada sitio y dónde debería ubicarse en caso de emergencia. Todo el arte y el lujo lo tenían sin cuidado; pertenecía a la escuela donde el pan se gana a punta de puñal y a fuerza de golpes. Esos detalles que valían fortunas, eran el decorado de la torta. Innecesarios.
Con el piloto era diferente. Disfrutaba y demostraba que estaba feliz de conocer cosas nuevas. Nada más diferente de las selvas colombianas que ese símbolo del arte y del poder del dinero chino. Era el único que parecía turista, mirando con la boca abierta hacia el techo, hasta tropezar con los sillones ubicados al costado de la alfombra central. Nada lo preocupaba. Su trabajo era sencillo y el jefe su amigo. El papel de secretario era supletorio. Su principal función era conversar y distraer un poco a ese poderoso personaje de la droga, que para él se llamaba simplemente Miguel. A veces Miguelito, como cuando eran chicos...
Solamente el Águila podía bromear en forma irrespetuosa con el doctor Ocampo. Sólo él lo trataba como un ser humano. De igual a igual. Cuando volaban solos y Ocampo admiraba sus perfectas maniobras, él solía responderle: el que sabe, sabe y el que no… es jefe...
Se ubicaron todos en el sector The Main Building. El doctor Ocampo quería estar con sus compañeros. Se sentía más seguro y estaba acostumbrado a tener guardia permanente. No le hizo caso a Max de mandar a sus servidores a la zona Jade Phoenix. Ese yanqui pretencioso a veces lo trataba como a su sirviente. Le demostraría que no lo era.
Seguramente él tampoco habría mandado lejos a su amiguito Charly...
Se ducharon y pasaron al comedor donde recibieron el menú de esa noche: assorted cold dish – stewed shrimps on crispy rice – delicious spring rolls – saute beef witli onion – roast peiping duck – diced chicken with walnuts – sweet and sour pork – champignon with creen kale y glazed bananas. Un trabalenguas que hizo sonreír al Águila.
Comieron con buen apetito. Cándido devoraba los pequeños platillos chinos como si fuesen maníes, aunque el doctor le había dicho que podían ser de carne perro o de serpientes. Mientras cenaban, una cantante china, vestida de seda dorada, entonaba una canción dulce y hermosa, cuya letra no entendieron, pero que no olvidarían nunca en su vida.
Martes – 10 horas AM. La hora señalada para la reunión.
Ocampo comunicó al Águila que se reuniría con un amigo en la suite presidencial. Debía esperarlo en la habitación junto con Cándido, que se sentía inquieto al dejar solo a su jefe.
Max lo estaba esperando en una suite bastante más lujosa que la del doctor Ocampo. Los cortinados de pared a pared del mejor terciopelo, los muebles de ébano tapizados en sedas chinas verdaderas, la gruesa alfombra con dibujos entrelazados, al estilo de los templos sintoístas. Hacía valer su investidura de senador, aunque viajase con otro nombre, para ocupar, cuando no había ningún presidente del tercer mundo, reyezuelo africano o jeque petrolero, la suite presidencial. Existía otra a la cual no tenía acceso ni como senador estadounidense. Era la suite imperial, reservada para presidentes del primer mundo o reyes en serio. Eso le dolía a Max. No estaba en la cúspide. Quizás algún día llegase a Presidente de los Estados Unidos... Se prometió que entonces la ocuparía. La política es la política y ambiciones no le faltaban. Además era muy buen candidato, carecía de modestia y nadie le ganaba a pregonar a los cuatro vientos que era el mejor.
—Mi querido doctor Ocampo... El doctor hubiese preferido que no lo saludara así. –Bienvenido a mi humilde casa.
Se estrecharon las manos como si de verdad fuesen buenos amigos. El doctor respondió amablemente, pero no se le escapó el sarcasmo de resaltar que su nivel era superior al suyo. Tampoco le faltaban ambiciones para seguir escalando posiciones en el mundo del poder. Además tenía menos escrúpulos que el senador, si es que en realidad tenía alguno.
—Mi personal ha verificado la ausencia de micrófonos y otros aparatos molestos. No hay videocámaras ni grabadores; podemos hablar tranquilos. Estamos muy lejos del hogar para que alguien nos escuche.
El doctor asintió con la cabeza. Vio que sí había alguien que escuchaba. Allí estaba Charly para obedecer a su amo en lo que pidiera. Pero no habló. Venía a escuchar qué tenía que decirle el senador en el otro lado del mundo.
—Necesito incrementar los envíos de mercancía en dos mil quinientos kilos mensuales. Siempre concentrada y de máxima pureza. No quiero la variedad suave. He tomado la distribución en Las Vegas, Chicago y Nueva York. Quizás te parezca algo disperso. Así son los mercados. Los Estados de California y Nevada los sigo controlando; los anteriores distribuidores me transfirieron las zonas y de ahora en adelante yo soy el que manda en esas ciudades.
El doctor cambiaba mentalmente el singular por el plural. El orgulloso senador no trabajaba solo... era el empleado de lujo de la mafia norteamericana. Lo habían empujado a su manera entre otros candidatos ponerlo de senador. Ahora lo usaban... y él se apoyaba en sus patrióticos cimientos. Ocampo ya sabía que se habían hecho transferencias de zonas, pero no solamente por dinero, sino a fuerza de balazos. Los territorios se ganaban en guerras entre familias. Esos cambios habían mandado al otro mundo muchos pistoleros a sueldo. Así se jugaba en los bajos fondos. Ganas o mueres.
—Aquí tengo el cronograma de pedidos y la forma en que debe enviarme la mercancía. Todo está asegurado y aceitado. –El nuevo código numérico es el que tiene esta tarjeta. Quería saber su opinión y confirmar las cantidades en tiempo y forma.
Eso significaba que los altos políticos y una cadena de personajes que ostentaban mucho poder estaban corrompidos, y protegían la operación embolsando dinero sucio sin impuestos y sin remordimientos. El doctor Ocampo estudió lentamente la carpeta que le había alcanzado Max. Fechas. Cantidades. Lugares de entrega... todo lo necesario para la operación.
—Max, nosotros somos productores y usted es vendedor de nuestros productos. El más importante distribuidor del mundo por si no lo sabía. Sus pedidos serán cumplidos sin problemas... siempre y cuando sus honestos muchachos de la DEA y su puritano Presidente no nos molesten. De eso debe ocuparse usted en forma tan eficiente como hasta ahora.
El doctor Ocampo conocía a Max. Era como él. Necesitaba que lo reconocieran importante y lo respetaran a su modo por lo que era y por lo que hacía. Ambos eran tan orgullosos que se habrían encargado sus propios monumentos en vida para tenerlos frente a sus escritorios.
Sus palabras fueron recibidas con una amplia sonrisa y un apretón de manos de Max que hizo doler los dedos del manager colombiano.
—Trato hecho. Brindemos por eso.
Charly, sin mediar ninguna orden, traía dos copas y una caja de corcho.
—Nunca tomo alcohol –dijo el doctor Ocampo disculpándose.
Pero Max insistió con su copa de brandy Cardenal Mendoza, de Jerez de la Frontera, bien añejado. El mejor, según su opinión y el único que tomaba. Lo llevaba siempre consigo.
Ambos estaban chocando sus copas cuando se abrió la puerta de la suite y penetró el secretario del doctor Ocampo. Pidió hablar con él sin saludar a Max, y le dijo al oído que el capo del Cártel de Cali lo llamaba por teléfono en su habitación. No lo había llamado por la línea interna pues ésta estaba ocupada con la llamada desde Colombia.
El doctor pidió permiso a Max con un gesto y salieron juntos a contestar la llamada. Volvió nuevamente solo a la suite del senador para completar el brindis. Pero la cara de Max no era la misma... una máscara pétrea y los ojos acerados remarcaban la blancura de sus finos labios apretados de rabia.
— ¡Ese bastardo entró a mi suite sin mi autorización! –gritó con la cara enrojecida–. ¿Quién es?
—No se preocupe, Max –dijo el señor Ocampo suavemente–, es mi secretario privado. De absoluta confianza. No hay problema de ningún tipo.
—Sí lo hay. ¡Me ha visto contigo! ¡Puede reconocerme! ¡Eso es inadmisible! El senador se dio vuelta hacia la ventana dándole la espalda al doctor Ocampo. Un largo minuto de silencio tensó aún más la atmósfera en la suite presidencial. Sin mirarlo le ordenó: –Debes eliminar a ese hombre inmediatamente.
—Le aseguro que ni siquiera sabe quién es usted. Es mi piloto y amigo desde la infancia. De absoluta y total lealtad. Sería capaz de morir por mí. Nunca le haré nada a mi amigo –contestó con voz suave que ocultaba una autoridad férrea y testaruda. Casi amenazante...
—Pues yo te aseguro que en mi trabajo no dejo cabos sueltos. Ni aquí ni allá. Por eso estoy donde estoy. Soy un senador de los Estados Unidos y todo el mundo me reconoce sin presentarme. No soy un pelagatos al que solamente lo ubican su madre y una tía abuela. Soy un hombre público. Hablo en televisión y actos políticos. No puedo permitir que algún día ese señor cambie de opinión y comente que estuve contigo. ¡Nada menos que contigo! Para evitar eso me vine a Taiwán. ¿Te das cuenta? Hemos visto muchos casos de esos. Yo no confío en nadie, prevenir es muy eficaz y económico. Para eso me vine al otro extremo del mundo y para eso te pedí que vinieras solo. Lo recalqué dos veces. Ven solo. Es tu error y debes arreglarlo de una sola forma: liquidándolo.
— ¡No lo haré! En mi tierra no se mata a los amigos. Puedo mandar al infierno a cualquiera, menos a él.
—Pues si no lo haces tú, lo haremos nosotros de todas formas... con o sin tu consentimiento. Ese hombre ya está muerto. Además quedarás sin mi protección en los Estados Unidos. Te caerá la DEA del cielo y pediré a tus jefes que te cambien. Yo manejo la droga en Estados Unidos. Se hace lo que yo digo o no hay negocio. No te conviene ponerte en mi contra. Tú también puedes ser prescindible... sólo eres un peón, si acaso un alfil en el tablero. El que pone la cara. No eres el jefe. Elige. Tú o él... Mejor dicho: él o los dos. Pues si estás en mi contra también eres hombre muerto.
No hay alternativa. Allí estaba “el amigo” que lo saludara afectuosamente hacía unos minutos. Ahora lo amenazaba de muerte. Y hablaba en serio... de eso estaba seguro el manager de la droga.
El doctor Ocampo se sintió entre la espada y la pared. Maldijo la hora en que su amigo había entrado a la sala. El muy idiota. Nunca pensaba en las consecuencias. Se tomó todo el brandy de un trago y se sirvió otro hasta el borde de la copa. “Por el Águila”. Se dijo a sí mismo. Y trató de tomárselo a lo cowboy, entre estornudos y atragantadas.
—Eres una mierda, Max. Debes saberlo. Alguna vez te arrepentirás de haberme presionado a este extremo.
La cara de odio del senador se transformó en una mueca que unificaba su triunfo y su desprecio. – ¿Eso significa que estamos de acuerdo? –preguntó Max. Sin esperar respuesta siguió hablando.
—Le diré a Charly que se ocupe él. Es experto y nunca deja rastros. Creerán que fueron los chinos del barrio bajo donde será encontrado estrangulado.
— ¡No! –contestó el doctor Miguel Ocampo enfurecido. El senador y su marica lo miraron confundidos. –Él no morirá aquí –en su cabeza buscaba alguna salida que dejase con vida a su amigo. Como no la encontraba, la mejor forma era ganar tiempo. Ya lo discutiría con el doctor Hinojosa. Él podría ayudarlo en esta emergencia. Quizás pudiese convencer a Max de que el Águila no era un peligro futuro latente y lograse disuadirlo.
El tiempo ayudaría a todos.
El senador volvió a poner cara de asco. –Necesito estar seguro, mi querido amigo. Te mandaré a Charly para que te ayude y verifique que se cumpla todo como debe ser. No admito fallas. Tampoco busques una salida que no sea liquidarlo. No existe. Considéralo muerto.
El colombiano miró a Max con ojos de guerra japoneses. Estrechos y durísimos. El odio le impedía seguir la conversación. –Puedes mandar a tu marica asesino, pero debe obedecer lo que yo le diga o lo mando a baraja.
El colombiano, vencido y dolorido, sentía hervir su sangre latina. Envejeció veinte años en un instante. Todo el cuerpo le pesaba como plomo. Siempre supo que “esta” organización estaba por arriba de las personas. Es la ley de los bajos fondos. Así había mandado a muchos al otro mundo sin remordimiento. Pero no contaba con que también podía tocarle el turno a su único amigo.
Max lo miraba como si oliese mierda. Con desprecio y repugnancia. Salió sin saludar de la suite y se prometió mandarlo al infierno en cuanto se presentara la ocasión. También el senador podía darse por muerto.
En su habitación se juntó con sus compañeros. Quería despedir al Águila de la mejor forma posible y lo haría brindándole todo lo mejor que pudiera disfrutar en Taiwán y el resto de Asia. Le regalaría una semana más entre los vivos.
—Salgamos de fiesta –dijo inesperadamente-.
Los dos hombres se alegraron de que su jefe despidiese la fragancia de un fino brandy. Debería tomar una copa más seguido. El Águila no sabía que se despedía de la vida.
—Pidan lo que deseen y será concedido –dijo el doctor ante la sorpresa de ambos.
Ese no era su jefe. ¡Lo habían cambiado en un instante!
—Debes haber hecho un excelente negocio, Miguelito –le replicó el Águila–. Siendo así, quiero ver la ópera china en este rincón que algunos dicen que es China y otros que es Manhattan. Leí que esta noche se estrena.
—Concedido. Ahora debemos almorzar. ¿Qué desean comer?
—Cualquier cosa –dijo el Águila–, de eso tú entiendes más que nosotros. Elige para todos.
—Aquí hay restaurantes internacionales, pero creo que lo mejor que se puede comer en China es la comida china. Y así en cada país, con excepción de Inglaterra. La mejor comida inglesa es la francesa. De los yanquis no hablemos... todo tiene gusto a alimento balanceado. Para su paladar es suficiente.
—Como yo elijo, les propongo lo que más me apetece... Comeremos langosta a la Termidor con el mejor vino blanco que no sea de arroz y que se consiga en esta zona; luego, una sopa de aletas de tiburón o nidos de golondrina y, como postre, higos de Esmirna. Nos dejaremos de joder con nombres de comidas complicados que al final resultan ser fideos. Lo haremos como en casa, a lo colombiano. Pídele al chinito del Rolls que nos lleve al mejor restaurante de esta isla –le dijo a Cándido-.
Unos minutos después dos hombres felices y un hombre muy angustiado reían juntos por primera vez en su vida. Unos de placer y otro de dolor. Era un sentimiento nuevo para el doctor Ocampo. Comieron como reyes y pagaron como reyes. Pero no importaba, el dinero era lo que literalmente sobreabundaba.
—Iremos al National Palace Museum, deben ver la exposición llamada Masterworks of Chinese Jade. Dijo Ocampo de sopetón.
Sus amigos lo aceptaron contentos y allí fueron. Admiraron la altísima calidad y paciencia china que habían tenido esos artistas para tallar el durísimo jade con equipos primitivos, hasta lograr joyas de valor perdurable. Algunas piezas los impresionaron como niños ante algo maravilloso.
Volvieron al hotel y nadaron en la enorme piscina del ala derecha, con su vestuario de techos dorados que semejaban una pagoda birmana. A las 21:30 horas estaban disfrutando la Ópera China, espectáculo de color y acrobacia que no tiene igual.
El Águila reía. Estaba feliz. El doctor Ocampo, su amigo y forzado verdugo, usaba sólo la máscara de la sonrisa. Su corazón sufría y su sed de venganza contra el senador crecía minuto a minuto. La sangre de su amigo se pagaría con sangre.