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Capítulo 1

Mar Caribe – 03 AM

UNA BOLA de fuego color naranja creció súbitamente a unos cien metros sobre el mar Caribe. Se iluminaron las tranquilas aguas con una ráfaga de fuego que nacía en el lugar de la explosión y terminaba en un camino dorado y fantasmal bajo el casco de la potente lancha patrullera de la DEA.

Estaban de cacería.

Una pantera agazapada oculta en la noche oceánica con sus motores y luces apagadas.

Unos segundos antes, el vigía había detectado en la pantalla de su radar un pequeño avión que volaba casi a ras del agua.

Se acercaba una presa...

No tuvo tiempo de llamar al capitán J. D. Reed. La violenta explosión del aparato sólo permitió el silencio. La sorpresa enmudeció a la tripulación. Quedaron unos instantes mirando cómo la bola de fuego, al igual que un cohete en las fiestas navideñas, se transformaba en bengalas que caían ardientes y se apagaban al contacto con las aguas.

— ¡Mierda! Ésa sí que es una forma rápida y espectacular de morir... dijo el guardia-marina Wilander, mientras se frotaba con sus manazas los ojos encandilados.

Todo volvió en unos segundos a la más absoluta oscuridad de esa noche sin luna.

— ¡Plan de rescate inmediato!

El grito del capitán Reed rompió el silencio impuesto por la sorpresa, estaba seguro de que el mar no le dejaría mucho tiempo flotando los pocos restos que quedaran.

Los poderosos motores de la nave arrancaron al primer contacto con el bramido propio de los grandes equipos diésel en perfecto estado. Tomó rumbo rápidamente hacia el lugar del accidente. El afilado cuchillo de proa partía la suave superficie levantando dos negras cascadas a cada lado del barco. En la popa, una profunda estela de espuma blanca se cerraba entre remolinos y ondas que se alejaban mar adentro.

Un equipo de hombres se movía con la plasticidad y sincronización de un ballet. Entrenados de cuerpo y de mente, reaccionaban instintivamente a la orden del capitán Reed. Ahora vería si los años de ensayos de cada maniobra rendían los resultados esperados.

Potentes reflectores halógenos se encendieron y comenzaron a girar hacia el lugar del accidente; simultáneamente bajaban botes de goma con motores fuera de borda con sus correspondientes tripulaciones.

No habían transcurrido treinta segundos y ya se dirigían hacia los objetos flotantes iluminados desde el barco. El mar los mecía suavemente. Cada cual sabía perfectamente su tarea. En sus cascos, con auriculares y potentes linternas incluidas, recibían y transmitían las órdenes por equipo. Los cuatro botes neumáticos se abrieron en abanico y comenzaron a recoger todo lo que podían a un ritmo frenético. Parecía una carrera entre ellos, cada cual en su sector. Al cabo de unos minutos todo lo flotante fue recogido. Algunas piezas tuvieron que ser remolcadas atadas a un cable, por el calor que aún mantenían en su parte superior; otras se encontraban hundidas y también amarradas a los botes, que esperaban pacientemente a la nave madre para entregarlas.

Fue una noche de suerte. La ausencia de los vientos alisios desde hacía varios días había dejado el mar como un estanque de suaves olas y superficie brillante. Resultó relativamente fácil ubicar los trozos flotantes.

En el aire que envolvía la patrullera de la DEA aún se sentía el picante olor de un explosivo moderno de alta energía.

—Juraría que es TNT... –exclamó olfateando el aire un marinero que se podía identificar por el número 008 en su casco y que llevaba un salvavidas color anaranjado con bandas blancas reflectivas–. Han usado una carga como para destrozar un jumbo. Quedan sólo los pedazos más elásticos del avión. El fuselaje y el motor seguramente ya están camino a la cueva de Poseidón. Aquí tenemos más de dos mil metros de agua. Tardará un buen rato en llegar a fondo.

—Tomaré las coordenadas geodésicas precisas por si necesitamos volver a rescatar algunas partes hundidas –dijo su navegante al Capitán Reed.

—Estimo que será imposible un rescate. Respondió el Capitán mirando los instrumentos. Estamos sobre la plataforma marina de Yucatán, latitud 19º 20’ norte y longitud 85º 30’ 45” oeste, con una profundidad de 2.498 metros.

Los marinos regresaban hacia la patrullera y bromeaban exhibiendo cada cual lo rescatado. Todos, menos los de un bote. Tenían los dientes apretados y se lavaban compulsivamente las manos en el agua de mar. Ésos no podían exhibir su trofeo. Era parte de la mitad del cuerpo del piloto, destrozado y con enormes quemaduras. Había muerto instantáneamente. La explosión lo había partido por la mitad, volándole el centro del torso. Quedaban las manos y la cabeza, apenas sujetas por los sanguinolentos tendones que el agua no había terminado de lavar... La parte inferior del cuerpo se había hundido con el fuselaje del avión, seguramente atada al cinturón de seguridad.

—Parece que esos hijos de puta le pusieron el explosivo detrás del asiento. No tiene ni pulmones ni corazón... A pesar de ser un asqueroso narco, espero que Dios lo tenga en su gloria. No puedo desearle mal a un muerto... –dijo el guardia-marina Vincent, mientras preparaba una bolsa de nylon con cierre especial para el transporte de cadáveres. Para estos restos resultaba exageradamente grande...

—Lo guardaré con el casco puesto –avisó a su compañero–. Es un casco muy sofisticado.

—Parece que la campera de cuero evitó que el cuerpo se desintegrara.

Está hecha jirones, pero guardó algo del cadáver. No tengo dudas de que esto es obra de un asesino profesional –decía otro marino con el ceño fruncido y los puños cerrados–. Un sádico sin alma que me gustaría tener a mano para que aprecie lo mismo... Volarlo sentado en un banquillo con una carga de trotyl en el culo. –Hacen su trabajo como para que nadie resucite. Más que matar parece que les gusta triturar a la gente.

—Oso Blanco llamando a base... –decía el capitán Reed frente al micrófono de su cabina de mandos–. Oso Blanco llamando a base...

—Aquí base. Adelante Oso Blanco.

—Oso Blanco pide canal protegido y respuesta del comandante...

—Adelante Oso Blanco. Pasamos a canal protegido.

El capitán giró la perilla de su radiotransmisor hasta una frecuencia codificada. Un silbido ondulatorio que sería indescifrable para quien no tuviese la computadora con el programa adecuado.

—Adelante Oso Blanco. Aquí el comandante...

—Un avión explotó a unos trescientos metros de distancia de nuestra nave. No hay sobrevivientes. Por la forma de vuelo rasante y la ruta alejada de las normales corresponde a un narcotraficante o contrabandista. Hemos recogido todo el material flotante. Tenemos parte del cuerpo del piloto, que tiene un raro casco con un águila estampada. Espero instrucciones...

Unos instantes de silencio. Al otro lado de la línea, alguien pensaba la decisión más correcta.

—Regresen inmediatamente a puerto –transmitió el comandante–. Mantenga todo su personal el más absoluto secreto sobre el accidente.

Ustedes vuelven sin novedades. Toda la tripulación quedará aislada hasta que yo me reúna con ellos. No hablen con nadie.

—Comprendido, comandante Parker. Cambio y fuera.

— ¡Izar todos los botes...! –gritó el guardia-marina que oficiaba de ayudante del capitán Reed.

—El comandante Parker pide una reunión urgente con toda la tripulación. Embolsen todos los objetos y preparen un informe escrito con el mayor detalle posible de lo que cada uno vio, escuchó y pensó. Guarden secreto absoluto sobre esto. Ninguno puede hablar en el puerto con nadie sobre lo que vimos, ni siquiera con sus esposas o amigos. Ante cualquier pregunta, este viaje no tuvo novedades. No vimos ni sabemos nada de nada. ¿Entendido?

— ¡Sí, mi capitán! – la respuesta fue unánime.

Era un cuerpo preparado para servicios especiales y sus hazañas a veces sólo las conocían ellos y sus jefes. No era la primera vez que la rutina se cumplía. Sujetaron sus botes neumáticos y giraron rumbo a la Península de La Florida. Más precisamente, a la base naval de la DEA en Miami. El mar estaba tan calmo y retinto que la enorme lancha patrullera parecía volar sobre el agua. No cabeceaba ni escoraba. La tripulación estaba contenta. Volvían a casa...

El capitán Reed conversaba con sus oficiales sobre el reciente episodio. Lo encontraban muy extraño. En su profesión, la lucha más intensa estaba en el nivel de la inteligencia, en la capacidad de los estrategas en deducir y a veces adivinar lo que piensan sus enemigos, más que en la acción directa. Muchas veces encontraban las mejores pistas en hechos no rutinarios. Éste era uno de ellos.

El capitán Reed no sospechaba ni remotamente las consecuencias que tendría el rescate que habían realizado.

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