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ОглавлениеCapítulo 11
Cali – Colombia
A su arribo a Colombia, el doctor Miguel Ocampo tenía solamente una obsesión: poder salvar al Águila. No le importaba mayormente haber tenido un pedido extra de muchos kilos de cocaína para Max. Hubiese preferido no haberlo visto y no tener el problema de la espada de Damocles sobre la cabeza su amigo.
Estaba sentado en su escritorio, frente a los cuatro teléfonos de diferentes colores. Tomó el rojo y marcó un número que no figuraba en guía. Sólo lo conocían él y otra persona: El capo máximo del Cártel de Medellín.
Estaba llamando al otro jefe supremo, el del Cártel de Cali.
—Hable –fue la contestación rápida desde Cali.
—Deseo comunicarme con el doctor Jaime Hinojosa –murmuró el doctor Ocampo.
—Doctor Jaime, necesito reunirme con usted para considerar un tema que tengo que resolver inmediatamente.
—Nos veremos en La Palmira dentro de tres horas.
—Allí estaré.
La entrevista sería con el doctor Jaime Hinojosa Fuentes, el mismo que lo llamara a Taiwán en plena reunión con Max. Era su jefe juntamente con el señor Pedro Bucci Burgos, capo del Cártel de Medellín.
—Águila. Llévame a la estancia La Palmira del doctor Hinojosa. Debo estar allí en dos horas.
El Águila sabía que allí no podía aterrizar con el Lear Jet. Usaría el Beechcraft King Air que orgullosamente le pertenecía. El doctor Ocampo se lo había vendido en cuotas descontadas de su sueldo. Más bien un regalito disimulado para su amigo.
Una franja verde de diseño perfecto se veía desde la cabina del King Air; el césped suavizó el aterrizaje haciéndolo casi imperceptible. En la cabecera de la pista los esperaba una camioneta descapotada, tipo Jeep militar, que los llevó hasta la lujosa mansión campestre del doctor Hinojosa, el corazón del Cártel de Cali.
Habían estado allí en muchas ocasiones. El doctor Ocampo tenía como su principal consejero a ese viejo zorro que se las sabía todas y algunas más. Se saludaron con afecto y algunas palmaditas en la espalda.
El Águila allí pertenecía al servicio raso y no se acercaba a Ocampo. Se puso a conversar con el jardinero que podaba un muro de prunus laurocerasus del precioso jardín tropical.
Los dos jefes narcos se sentaron junto a una enorme piscina que nadie utilizaba, en cómodos sillones blancos con almohadones verdes anudados en sus extremos. Sobre la mesa, una fuente de frutas tropicales y bebidas heladas, cubierta por una gran sombrilla verde y blanca, Josprunus lucían sus flores rosadas y los philadelphus se veían llenos de estrellas blancas. Desde allí se divisaban grandes macizos de kolkwitzia amabilis y lagerstroemias índicas. A lo lejos, el amarillo intenso de un grupo de forsythias... Una maravilla de color y paz en el corazón del infierno.
— ¿Qué novedades tienes, aparte de la nueva compra de Max? – preguntó el doctor Hinojosa.
Había notado que Ocampo estaba nervioso al hablar por teléfono. Esperaba aportar ese tipo de soluciones que nunca fallaban. Sabía que tenía una inteligencia superior. Su cuero estaba lleno de las cicatrices de la vida y de las otras. Había llegado a ese sitio luego de muchas luchas. Era un experimentado estratega.
—El degenerado de Max quiere que liquide al Águila. Lo vio cuando me avisaba de tu llamado al Grand Hotel, en pleno brindis de terminación del negocio. No acepta el riesgo de que alguna vez denuncie que nos vio juntos. Incluso amenazó con liquidarme juntamente con él si no lo aceptaba.
El doctor Ocampo parecía un chico exponiendo a su padre un problema de matemáticas muy sencillas, que no tenía solución.
— ¡Mierda! –Exclamó el capo del Cártel de Cali–. Suponía que tenías algún problema, pero no éste. Pasemos a la biblioteca, tomaremos un café y lo analizaremos en detalle.
Unos tragos del mejor café los enfrentaban en el escritorio original francés de la época de Luis XV, uno a cada lado, mirando el pocillo vacío y aún humeante.
—El problema es serio. Los dos sabemos que Max tiene el apoyo de la mafia yanqui. También sabemos que ése es el sistema de protección que usamos los que estamos arriba después de haber tenido muchos problemas con bocones o arrepentidos, como ahora les dicen. Eliminar al posible testigo antes de que éste se desboque.
Veamos el peso que tiene la víctima para la mafia: para ellos el Águila es uno más. No pesa nada ni tiene poder. Tu amistad con él les importa un rábano. Un piloto es fácilmente sustituible. Desde que terminó la guerra fría, sobran pilotos y muy buenos. Conclusión: no aceptarán tu palabra de que no hablará.
El doctor Ocampo había pensado casi lo mismo, pero esperaba que la visión de su jefe encontrase algún desfiladero por donde escapar al destino. Buscó una arista donde sujetarse...
— ¿No ves ninguna salida que no sea eliminar al Águila?–preguntó por última vez.
—No la tiene, por eso no la veo– fue la contestación lapidaria y final.
Allí estaba la ley no escrita, pero la mejor cumplida del mundo. La ley de los poderosos. La única que existe. Tanto a nivel personal como internacional. La ley del gallinero. Los de arriba se cagan en los de abajo. Todos somos iguales ante la ley, pero unos son más iguales que otros. Si hubiese sido un pezzo grosso, estaría al nivel de Max y no hubiera necesitado eliminarlo. Las peligrosas son las sardinas, no los tiburones...
Recordó lo que había dicho John Lennon: la vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes. Sucedía y él no lo había planificado así. El Águila, su único amigo de verdad, envejecería a su lado.
Ahora hablaba el dinero. El poder... La verdad debía permanecer en absoluto silencio. El dinero y el orgullo tienen en la tierra una voz mucho más fuerte que la verdad.
Se sentía culpable. Había sido un mal calculador... La ley de los poderosos... más bien la tiranía del dinero. Él también la había aplicado antes con algunos que sabían demasiado y no eran de su confianza. ¿Era él acaso tan distinto a Max? Si tenía que hacer lo que no quería, no era por miedo a que lo mataran. Se hallaba en un sistema que se mantenía en la cumbre del poderío económico cumpliendo esas sencillas reglas... Ante un peligro real o posible, eliminarlo con el debido tiempo. Si no hay enemigos reales o posibles en el reino de los vivos, ¿qué mal nos puede pasar? Así funcionaban los bajos fondos. Así sobrevivían desde cientos de años los mafiosos. El silencio o la muerte. Y la muerte es el mejor de los silencios.
No había salida. Lo haría... Buscaba tiempo para vengarse. Max lo había humillado delante de su marica y ahora se lo enviaría para verificar la ejecución... El infierno podía ir preparando un lugar al rojo vivo para Max… y también para su repugnante pelirrojo. Les haría el favor de no separarlos. Se juró a sí mismo que muy pronto llegarían juntos.
—Creo saber en qué estás pensando –murmuró el doctor Hinojosa–. Yo pensaría lo mismo. Cuando decidas vengarte de ese degenerado, cuenta conmigo. Si lo aguanto es porque el negocio lo necesita. Tengo mis influencias entre los jefes de Max; iré creándoles algunas dudas sobre la conveniencia de seguir protegiéndolo. Max es demasiado importante por ser un senador nacional norteamericano y por ser un prominente miembro de la mafia. Desclavar su pedestal requiere un trabajo lento y constante. Una piedra cada día... de eso me ocuparé yo. Será un sutil trabajo psicológico para Frank. Me comento una vez que siempre tienen otro capacitado que quiere ocupar su puesto.
Max lo sabe. Por eso se esmera en hacer bien los deberes. Sintió el primer temblor bajo sus pies. Pronto le podemos enviar un terremoto...
Regresaron a Caracas sin hablar.
El Águila respetaba esos silencios de su jefe que atribuía a sus planificaciones de negocios. Sabía que algo andaba mal, pero no era meterete. Si su amigo se lo contaba, como tantas veces lo hacía, bien; si no, también estaba bien. Esa era la virtud que más apreciaba el doctor Ocampo del Águila. Sabía estar en su sitio hasta que lo llamara para compartir una confidencia que allí mismo moría. El Águila sabía callar.
Tragó saliva. Comenzaba el doloroso preparativo para matar a su amigo. Mañana deberás ir con este avión a recoger unos dólares de los yanquis. Debes salir de noche y no ser detectado. Llegarás a la pista SX235 a las cinco de la mañana. Te traerán dos maletines con billetes del pago de unos embarques. Ellos te saludarán diciendo: “¿Quieres tomarte un tequila?” Tú les contestarás: “Cuando me case de nuevo”. Te entregarán el dinero Y llenarán los tanques del King Air para tu regreso.
—Pista SX235... Quieres tomarte un tequila... Cuando me case de nuevo… –repitió varias veces, como siempre lo hacía.
Nunca anotaba nada.
La pista ya era una antigua conocida. Allí estaría el loco Peter con su ayudante que no se peinaba jamás. Dos viejos amigos que le gustaría ver. Era la otra faceta linda de su trabajo: visitar amigos en cada aterrizaje. Un piloto siempre era bienvenido y respetado entre los narcos. Eran la crema y el cuerpo de loquitos voladores entre el personal subalterno.
—Deja el avión en pista. Estará listo para salir al anochecer. Tú duerme esta tarde para que estés bien descansado para el vuelo nocturno. Recuerda que traerás dinero y del grande. Cuídate.
—Gracias jefe... sabes… Eres un alcahuete. Todo el mundo se burla por los travestís –le dijo el Águila a su amigo.
Ocampo quiso sonreír, pero debió darse vuelta con una mano levantada. Dos lagrimones presionaban por salir de sus ojos... Era la última vez que se verían en este mundo.
La imagen del Águila bordada en la campera de cuero del piloto sería lo último que recordaría de él. Ocampo no se sentía seguro de poder mantener la sangre fría otra vez. Se fue derecho a su mansión.
Una llamada telefónica le avisó que Charly lo esperaba para pulir los últimos detalles. El doctor Ocampo salió solo en su coche y se encontró con el marica en plena carretera, al lado de la pista de césped usada por el Águila, junto a varios aviones atados a sus estacas.
Estaba vestido con un buzo amarillo patito lleno de letreros de empresas petroleras, marcas de cigarrillos, cervezas y todo lo que buscan meternos por los ojos para alivianar los bolsillos. Tenía un bolso deportivo en el hombro y su cabellera rojiza estaba recogida bajo una gorra negra con letras amarillas. Parecía un corredor de motos rosadas... por los ademanes que hacía al hablar.
Lo esperaba en la banquina, sonriente como si fuese a una fiesta en vez de preparar la muerte de un piloto. Hablaron en inglés.
—Hello, doc –le dijo con esa tonada de los homosexuales que exasperaba a Ocampo–. Tal como convinimos con Max, yo colocaré el regalito para su entrometido bicho volador. Le garantizo que será indoloro –decía mientras unía sus pulgares con el índice frente a su cara–. No sentirá ni el Pum y ya estará en el cielo... –abrió de golpe sus manos como indicando una explosión en mímica mientras cerraba los ojos tornasolados–. Si los ángeles tienen ganas de juntar los pedacitos... tendrán un largo tiempo ocupados –puso una cara de éxtasis, como si escuchara una música celestial.
Aquello era demasiado... El doctor Ocampo lo tomó por el cuello con un odio ciego, allí mismo lo estrangularía con sus propias manos. Qué mierda importaban Max y sus mafiosos. También él estaba en la cima para que lo respetaran...
Sintió la punta de un puñal pasando la piel de su estómago y aflojó la presión, empujando lejos de sí a Charly. Éste se levantó sacudiendo la tierra de su ropa y se reía mientras movía en círculos frente a su cara el punzón acanalado.
—Te salvaste por un pelo, doc –le dijo arrastrando la palabra doc–. Me hubiese gustado ver el color de tus tripas... Pero Max no lo aprobaría. Le debes tu vida a Max... dijo displicente mientras guardaba el puñal en una funda de su pantalón.
¿Dónde está el avioncito de tu pajarraco?
Ocampo lo señaló con la mano. Se sintió como Judas... Era el único que tenía águilas dibujadas en las alas y en los costados. El Águila soñaba con ser águila de verdad más que un ser humano.
Charly ingresó al Beechcraft como un mecánico en inspección de rutina y descendió a los pocos minutos revoleando el maletín negro.
El doctor ya se había retirado a su casa. Tenía una pequeña herida en su abdomen y un agujero en la camisa manchado con sangre.
Charly esperaría escondido ver despegar al Águila. Debía sincronizar perfectamente por control remoto el sofisticado reloj de la bomba.
A las nueve en punto, el Águila llegó silbando un ritmo salsa a su King Air, tocó las alas y quitando el imaginario polvo del fuselaje, cerró la puerta. Verificó el movimiento de los timones y los motores bramaron.
Charly, desde su escondite, tecleó unos números en una especie de Handy y luego los transmitió apretando un botón rojo. Su sádica sonrisa era una mueca que pintaba el color de su alma.
Un águila real volaba hacia la muerte segura.