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Capítulo 10

Bangkok – Thailandia

EL JUMBO se posó en la pista mojada del Aeropuerto de Bangkok luego de sobrevolar verdes campos de arroz y un río color de chocolate que serpenteaba en las selvas. La aeronave semejaba un enorme animal prehistórico entre la bruma del amanecer, reflejando en el suelo el emblema con forma de flor roja, dorada y violeta de la Thai Airlines.

Las menudas azafatas thailandesas, con su faja cruzada sobre el pecho y adornadas con orquídeas, sorprendieron al Águila por la calidad de su servicio y simpatía. En su trabajo él volaba sin azafatas... Los langostinos estuvieron exquisitos y el vuelo perfecto.

El doctor estaba acostumbrado. Ya había viajado muchas veces con la Thai y cuando podía, volvía a hacerlo. Cándido no notaba esas menudencias. Él comía y estaba bien en cualquier sitio, su sensibilidad no daba para tanto.

Esta vez no pudieron reservar un Rolls Royce, tuvieron que conformarse con un Mercedes. Un simpático chofer, demasiado servicial para el gusto del jefe colombiano, los sobrecargó de atenciones y repitió varias veces el saludo en una mezcla de castellano–inglés–noséqué, que hacía la comunicación parsimoniosa pero posible.

En Thailandia ni una sola letra resultaba inteligible. Un sistema diferente del japonés, del chino y de todos los conocidos, hacía al thailandés inentendible para los tres... y para el resto de la humanidad. El chofer era su intérprete o, mejor dicho, medio intérprete. También él sufría con el inglés y el castellano.

—Llévanos al Siam Intercontinental Hotel, Rama I Road –le pidió el doctor Ocampo. Durante el viaje, les contaba a sus amigos algunos recuerdos sobre Thailandia.

—Este país me gusta mucho. Es uno de los más hermosos y raros de la tierra. Fíjense en la arquitectura de sus palacios y templos. Son únicos, semejantes a los de Camboya, pero de una riqueza y colorido muy especial. Aquí estuvieron molestando los franceses, los portugueses y, cuando no, los ingleses, modificando las fronteras cientos de veces.

Los ingleses estaban bien cuando eran grises. O sea cuando eran buenos diplomáticos. La diplomacia inglesa es grisácea para pasar fácilmente del negro al blanco, según les convenga. Antes se llamaba Siam. Sus habitantes lo laman Thai o MuangThai, que significa “libre” o “reino de libres”. Esta raza siamesa es del tipo mongol, al igual que los birmanos y anamitas. Fíjense que tienen la piel más clara que los asiáticos occidentales, pero más oscura que los chinos.

Atravesaban barrios pobres con chicos jugando casi desnudos. Pero todos sonrientes. Era difícil encontrar un thailandés triste...

—En los pueblos del interior se practica la poligamia. Son los campeones de la superstición y la cortesía. El baile siamés es muy especial y simbólico. Usan uñas postizas muy largas y se mueven lentamente con unos vestidos muy decorados y hermosos. Para que tengan una idea de los gustos de esta gente, celebran fiestas en canoas, carrera de bueyes, luchas de elefantes, peleas de gallos, prestidigitación, bailes en la maroma y les encantan los fuegos artificiales. Hasta hacen luchar a un par de peces pequeños dentro de una pecera. Se juegan hasta los calzoncillos en las apuestas de esas peleas.

Tienen una fiesta que se llama Kathin, o visita a las Pagodas, en el mes de octubre. El rey empieza las visitas y duran varios días, unas en coche y otras a pie, muy al estilo militar, acompañados por la flota siamesa, mientras casi todas las casas improvisan pequeños altares que tienen estatuas de muchos animales. En la segunda parte del Kathin el rey visita durante cuatro días las Pagodas que están en la margen derecha del río, por el que hay magníficas procesiones. Los barcos van con colgaduras de terciopelo y el rey en un trono espléndido. Es un espectáculo maravilloso, con bandas militares y los gritos rítmicos de los remeros.

—Tendríamos que volver en octubre para verlas –dijo el Águila.

El doctor Ocampo apretó los dientes, pero haciendo un esfuerzo le contestó: –Tenlo por seguro, Aguilucho, si puedo resolver algunos negocios pendientes volveremos juntos.

Era una media verdad. Le gustaría ver esas fiestas con el Águila. Pero primero debería encontrar la forma de salvarlo de la muerte que lo esperaba a su regreso a Colombia. Continuó su relato... –Al terminar las fiestas del rey, comienzan las del pueblo, con alegría y movimiento, día y noche; decoran toda la ciudad, la iluminan y la llenan de cohetes. Como verán, a los muchachos les gusta más bailar que trabajar.

—Eso demuestra que son inteligentes –acotó el Águila.

—Nosotros veremos, en el poco tiempo que estaremos, el Wat Phra Sri Ratana Sasadaram, conocido como el Templo Real del Buddha de Esmeralda. –Averigua si aquí hay casa de masajes y salones de travestís. Me empezaron a gustar... –dijo el Águila bromeando con su jefe.

—Si quieres iremos a alguno decente... como los llamaba el General. –todos reían recordando al simpático chinito.

—Primero al hotel, a bañarnos y descansar. Espero que no tengamos aquí ninguna pelea.

Eso a Cándido tampoco le preocupaba.

—Dile al medialengua que mañana nos busque a las nueve –le dijo el doctor a Cándido, quien comunicó al chofer la orden. A partir de ese momento, entre ellos, el chofer se llamaba medialengua... su nombre era Chaufa Maha.

Esa noche cenaron con un coktail snak de entrada, chicken salad with cashew nuts, hungarian beef stew, steamed rice y terminaron con un cherry pudding y un café.

A las nueve en punto estaba Chaufa Maha ubicado en el volante del Mercedes. Junto a él se sentó Cándido y atrás el doctor Ocampo y el Águila.

—Veremos algo de Bangkok. Llévanos al Gran Palacio. El coche circulaba suavemente mientras Ocampo seguía con sus historias de Thailandia. Conocía más de lo que suponía el Águila.

—Bangkok es la capital desde 1768. Aquí viven chinos, siameses, camboyanos, anamitas, birmanos, indios, malayos y europeos. Ahora debe estar lleno de yanquis. Han reemplazado a los ingleses en eso de meterse en casa ajena. Se habrán dado cuenta de que lo único que separa a los yanquis de los ingleses es el idioma... A un texano con chicle bomba no lo entienden en Londres.

Los yanquis vienen a traerles semillas especiales de arroz para que los campesinos tengan más producción, pero si el arroz rinde el doble ellos siembran la mitad... Realmente son inteligentes... Se imaginarán que en esta ensalada tiene que surgir algo especial. La ciudad está distribuida a lo largo del río Chao Phraya, principalmente por la izquierda. Miren un tramo del río de chocolate puro, como el Amazonas... Se desembarca en Bangkolem, un barrio situado al sur de la ciudad donde nace una avenida, la New-Road, que llega hasta la Ciudad Real, al norte. Allí está la ciudad flotante, con casas dispuestas en tres filas, llenas de comercios sobre el río.

Y luego de recorrer calles repletas del más variado tránsito, llegaron al mercado flotante. Miren cómo circulan las barquillas repletas de verduras y frutas, con mujeres cubiertas de un sombrero cónico y un trapo cruzado en su cuerpo. Los chicos que están parados a la orilla son capaces de sacar una moneda en la boca cuando se la tiran los turistas a las aguas turbias.

El Águila lo miró como diciendo... “Vamos, no exageres”.

—Nos acercaremos para que hagan la prueba.

A la orilla del río Chao Phraya rebullían bandadas de chicos como si fueran pelícanos. Los rodearon haciéndoles señas de que tiraran una moneda al agua. No eran pedigüeños, cobraban su espectáculo.

El doctor Ocampo sacó unas monedas, algunas eran americanas, y las tiró dentro del río. Todos los chicos se sumergieron como patos y desaparecieron de la vista. Sin hacer olas. No salían. El Águila empezó a preocuparse, pero el jefe le pidió calma con las manos. Unos instantes después un enjambre de alegres caritas flotaba en el río con una o dos monedas cada uno en la boca... El río era totalmente opaco.

El Águila los aplaudió y buscó en sus bolsillos las monedas que le quedaban. Todas las tiró al río y un grupo de chicos felices volvió a buscarlas...

—Eso se llama nadar –dijo Cándido. Para él, que nunca hablaba, eso era tal si pronunciara un discurso televisado en el Parlamento.

—Es uno de los mercados flotantes más pintorescos de Asia. Imagínense los vestidos y costumbres de todas las razas y tendrán una idea de su colorido. También tiene otro mercado interior, el Talat Noi, de varios kilómetros de longitud, formado por pasillos estrechos y a veces laberínticos para el extranjero. Un lindo lugar para ir de noche con Cándido... Bangkok tiene más de cien pagodas. Son la parte más notable y característica de la ciudad.

—Lo que veo es que todas las thailandesas son de una silueta que daría envidia en Colombia–dijo el Águila, observando las menudas mujeres con una cintura más pequeña que los bíceps de Cándido. Claro que esos bíceps no eran muy comunes...

—Cuando llegan las turistas, lo primero que desean es comprarse los famosos cinturones thailandeses de plata tejidos. Muy hermosos. Se los prueban y no les dan ni media vuelta. Tienen dos opciones: o se sacan la mitad de las costillas o los usan como pulseras. La cintura thai es una miniatura.

—Hemos llegado a nuestro destino –dijo el doctor bajándose del Mercedes con sus amigos–. Éste es el famoso y para mi gusto el más espléndido templo de Thailandia. El Wat Phra Khaew, para nosotros el Templo del Buddha de Esmeralda; tiene la imagen del Buddha tallada en esa piedra preciosa. Es también conocido como Phra Khaew Morakot, un símbolo de todo Siam. Este complejo de palacios y templos es una colección de obras de arte y antigüedades magníficas y un lugar muy sagrado, de un gusto exquisito. Es algo invaluable.

Esto sorprendió a los dos amigos. Para el doctor Ocampo todo tenía precio. Ahora había encontrado algo invaluable. Detrás de esa pantalla férrea y muchas veces sin alma, había también un ser humano con sensibilidad, al menos para el arte, aunque con el corazón endurecido por la vida que había elegido. Sería difícil que llegara a sabio, pensaba el Águila. A los ricos les cuesta tanto ser sabios como a los sabios ser ricos...

El coche los dejó frente al muro blanco con almenas y torretas muy diferentes a las occidentales.

Ingresaron al Templo y allí se quedaron pasmados. Si en el Grand Hotel de Taipéi había lujo y arte, aquí todo era diferente y superlativo. Dos gigantescas esculturas franqueaban la entrada, una negra y otra blanca, con grandes espadas apoyadas en el suelo. Eran los demonios guardianes del Templo.

Estaban en un portal del templo. Desde allí se veía parte del enorme conjunto de edificios, todos diferentes pero con unidad arquitectónica de un gusto exquisito y único en el mundo.

—Gracias por traernos aquí, dijo el Águila, no necesito ver más, susurró a su amigo mientras miraba las maravillas del templo.

—Ocampo sintió un nudo en su estómago al escuchar las palabras: “no necesito ver más”. Sabía que el senador cumpliría su palabra. Tenía poder suficiente para ello y su conciencia ni se enteraba. Si no podía salvarlo, cosa que intentaría desesperadamente, al menos estaba logrando hacerlo feliz. El último deseo de un condenado a muerte...

Siguieron hacia la Capilla Real. Al fondo el Busaboke. El Trono del Buddha más precioso de Asia.

—Es costumbre cambiar la vestimenta del Buddha según las estaciones del año. Lo hace el Rey en una ceremonia muy especial. En verano luce una especie de joya tejida que deja parte del cuerpo descubierto. En la estación de las Lluvias tiene un manto de oro cruzado sobre el hombro izquierdo; y en la estación fría, un manto completo de oro que lo tapa hasta la base.

—Una maravilla –dijo el Águila al terminar un día único en su existencia–. Nunca olvidaré este lugar. Debes traerme cuando vuelvas otra vez.

—Puedes estar seguro. Aquí vendrás conmigo cada vez que yo venga, mintió el doctor Ocampo, con la esperanza de que pudiese ser verdad–. Mañana volveremos a casa. Nos espera un largo viaje. Esta noche les enseñaré cómo se baila en Thailandia.

Las bailarinas de largas uñas y vestidos enteramente bordados mecían suavemente sus cabezas con gorros puntiagudos, como despidiendo a un despreocupado condenado a muerte...

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