Читать книгу Robin Wood. Una vida de aventuras - Diego Accorsi - Страница 16
ОглавлениеEl pequeño Wood vivía su temporada en Asunción en una casa extraña, con una figura paterna difusa, hermanastros desconocidos y madres rotativas. Era tiempo de aprender el español (nunca le gustó el guaraní y se negó a aprenderlo), asistir al colegio por primera vez e ir a la cancha con Kingo, aunque al irlandesito de la selva el fútbol no le importaba.
Tino no era lo que se dice un chico lindo: bastante bajo, muy delgado y se le notaban mucho las orejas, separadas del cráneo, por lo que en la escuela lo llamaban Dumbo, como el popular elefantito de grandes orejas de Walt Disney. Debió de ser duro para un niño solitario, casi salvaje y casi huérfano, soportar el contacto con chicos “normales”, sus burlas, saberse diferente también fuera de la colonia. A pesar de todo, siempre buscó el lado positivo de la vida y trató de sacar lo mejor de cada situación con la que se enfrentaba. En este caso, una escuela y un nuevo idioma significaban más libros para leer.
“Yo soy hijo ilegal. Bastardo, que le dicen. Y me encantaba ser el bastardo. Porque en todas las novelas, el bastardo después se descubre que es un príncipe, era el personaje interesante. Ser hijo, cualquiera es hijo, pero hijo bastardo, con una heráldica oculta... La heráldica no la tenía, pero bueno... Yo quería ser Rodolfo de Valois, el León de Francia, y me imaginaba que iba a matar a Felipe de Borgoña”.
Robin Wood
Robin veía a Peggy una vez muy cada tanto, cuando pasaba por Asunción a saludar y a cambiarlo de familia, acentuando la sensación de desconcierto y carencia del chico. Un día como cualquier otro, así como se resolvió que viviría en esa ciudad, Peggy constituyó una relación estable en Buenos Aires y decidió que la familia podía existir como tal. Mensaje de por medio, el pequeño fue depositado en un avión y, con apenas diez años, viajó solo a la capital argentina.
Para cuando él llegó a la gran ciudad, la relación sentimental de su madre ya no tenía futuro y para poder continuar con su estilo de vida, Margaret ubicó al pequeño con una “familia paga”. Por un desembolso mensual, Robin recibía las comidas diarias, techo y cuidado en una casa de familia.
Por primera vez en Buenos Aires, Tino compartió habitaciones con otros niños y niñas, asistió a la escuela de forma intermitente y se refugió en la lectura, pasando largas horas en la biblioteca cercana a ese hogar alquilado. La lectura de los clásicos y su necesidad de disfrutar narrando lo llevaron a hacer sus primeras armas como escritor. A los once años escribió un cuento de cuatro páginas titulado “Noche en las Termópilas”, basado en el mito de los trescientos espartanos y el rey Leónidas. Es en esa época que tempranamente se encontró con otros libros que lo marcarían para siempre: Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, y Todos los hombres son mortales, de Simone de Beauvoir. Sus descripciones y ritmo narrativo lo atraparon y le brindaron armas que luego utilizaría para sus propios relatos. La bibliotecaria del barrio estaba cada vez más extrañada con las largas visitas periódicas del niño que devoraba con fruición libros en español o en inglés, uno tras otro. Le hacía preguntas sobre esos libros, para verificar que efectivamente los estuviera leyendo, y trataba de averiguar de su vida. Pero, al fin, no podía más que rendirse ante el hambre literario de Tino, y hasta le dejaba retirar más libros que los permitidos para llevarse a su casa y devolver al día siguiente.
En contrapartida, la mujer que regenteaba las habitaciones para los niños trataba de hacer su negocio lo más rentable posible, por lo que, a veces, los chicos debían compartir sus camas y los límites de las edades se desdibujaban. Así fue como Tino, ya con diez años, conoció a Julieta, una chica de trece a la que dejaban al cuidado de la “familia paga” los fines de semana.
En plan de aprovechar espacio, el tranquilo niño paraguayo pasó a tener una compañera de cama, una casi adolescente que le contaba historias extrañas de chicos que la desnudaban, la metían en bañeras y la lavaban entre las piernas. Y, principalmente, hablaba de las diferencias entre los hombres y las mujeres. Una de esas noches, Julieta fue más allá y Tino se inició sexualmente con su compañera de habitación, con una cama de una plaza como silencioso testigo. Luego, ella lo introdujo a otros juegos, y aunque él prefería jugar a los piratas en la terraza, después de un año de pasar los fines de semana con Julieta, finalmente les tomó interés a las relaciones sexuales. Su vida se tornaría más complicada, dado que ninguna otra de las chicas a las que Tino conocía sabía de los juegos de Julieta, y no entendían a Robin y su precocidad. Así de inquietante, perturbador y temprano fue su debut sexual.
Tino era cada vez menos niño.
Pero con la voluble Peggy nunca se sabía cuándo habría que mudarse de casa, cambiar de colegio, de vida. Sin motivo aparente para el pobre Tino, un día Peggy lo sacó de la casa paga y se lo llevó a vivir con ella a una pensión. Madre e hijo se veían muy poco. De nuevo, el trabajo y la vida social los separaban.
Robin siempre tuvo una relación fría y formal con su madre, pero admiraba su cultura y su belleza, su capacidad de análisis y su predisposición hacia otras etnias. Poco a poco, el futuro autor descubriría que Peggy hablaba algo de griego e italiano, además de inglés y español. Entender al otro se convirtió en una regla importante en la educación de Tino y su facilidad para aprender idiomas se potenció. Más allá de su difícil relación, Robin siempre estuvo fascinado por los atributos de su madre, y esto lo marcó en su forma de relacionarse con las mujeres. Pero el niño no entraba en los planes de ella. Su forma de asegurarse de que Robin tuviera al menos una comida diaria consistió en pagarle mensualmente las cenas en un restaurante a la vuelta de la pensión, donde el niño comía solo, acompañado únicamente por un libro y los mozos que le tomaban cariño. Arthur Conan Doyle, Mark Twain, William Faulkner, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling se turnaban para hacerle compañía en esa mesa, donde nadie supervisaba qué comía o a qué hora se iba a dormir.
Un día, Tino no podía moverse de la cama a causa de fuertes dolores y alta fiebre. Deliraba mirando el techo de la pensión, y tampoco había nadie para ayudarlo. La Providencia quiso que, justo ese día, a Margareth McLeod, abuela de Robin, se le ocurriese pasar a visitar a su hija y a su nieto. ¡Para qué! La nanny de los Pichón Blaquier se enojó con su hija, le hizo mil reproches al descubrir que el niño de once años tenía una inflamación en las amígdalas peligrosamente grave y sufría solo. Sin más, apenas se mejoró su nieto, lo llevó al orfanato San Martín de Tours, en Tigre, al norte de Buenos Aires, donde quedó al cuidado de los monjes. A pesar de su natural incredulidad, el 11 de noviembre de 1953 tomó allí su primera comunión.
“Tuve una vez un choque con el hermano Molina, un colérico monje, al que no se me ocurrió mejor idea que decirle que el famoso santo (san Martín de Tours, obviamente, reputado por su piedad), al ver a un harapiento y miserable mendigo en la nieve, él, a caballo, magníficamente vestido y hermoso, cortó la mitad de su capa y se la dio al pobre infeliz muerto de frío... ¡Ni fue capaz de darle la capa entera! El hermano Molina era una pesadilla en ese orfanato glorificado y nos molía a palos continuamente. Mi tesis bíblica me costó una buena paliza. Años después, me encontré con un compañero quien me contó que el hermano Molina había sido expulsado por haber dado una paliza tan brutal a un alumno que le produjo una conmoción cerebral... ¡Y éramos niños, apenas! Terribles recuerdos”.
Robin Wood
El pequeño Tino permaneció acogido allí por dos años, mientras asistía a su colegio y devoraba otros libros. Pero, al cumplir los doce, debía dejar esa institución y Peggy llegó a la conclusión de que no podía hacerse cargo de él. La solución, esta vez, fue enviarlo de regreso al Paraguay, pero no a la colonia que lo vio nacer ni a Asunción. Ahora, Robin fue enviado a la casa de su tío en Encarnación, donde trabajaría en el futuro en un ambiente duro y hostil: el obraje de la selva paraguaya.