Читать книгу Robin Wood. Una vida de aventuras - Diego Accorsi - Страница 18
ОглавлениеEn 1958, una vez más, Peggy estaba en pareja y vislumbraba un futuro mejor, una posible familia. Nuevamente la madre pidió que le enviaran a su hijo a Buenos Aires y Tino tuvo que partir, dejando atrás a sus tíos y a Tom, su único amigo. Cuando el taxi que llevaría al aeropuerto al “argentino” arrancó, el perro corrió detrás todo el trayecto que sus fuerzas le permitieron. Esa fue la última imagen que se llevaría Robin de Asunción: la fidelidad de un ovejero alemán desesperado por los amigos que se separan y saben que tal vez no volverán a verse nunca más.
Con catorce años, Tino volvió a Buenos Aires. Su madre aspiraba a que ahora fueran a vivir como una familia feliz y normal, con los dos hijos del matrimonio anterior de su nueva pareja. Pero, después de casi dos años trabajando en una de las zonas más salvajes del Paraguay, el muchacho no iba a aceptar tan fácilmente la nueva idea de su madre.
Los prejuicios de la época no la afectaban. Entre aquellos que sufrieron por ella estaba José Fernández, dueño del restaurante Bariloche, ubicado sobre la avenida Callao en la capital argentina. José fue una de las parejas de la madre de Robin, pero nunca llegó a ser una parte de la vida del futuro guionista de historietas. Mientras todavía veía a Fernández, Peggy se vinculó emocionalmente con Roberto Zappetti y, al poco tiempo, le dijo que su relación había terminado. Desesperado, José citó a Peggy en el restaurante, a solas. Sacó un revólver, murmurando:
—Lo siento, Peggy, lo siento.
Muchos fueron los hombres a los que cautivó la belleza de Peggy Wood. Era una mujer inteligente con un espíritu libre que decidió no casarse nunca...
Y le apuntó. Peggy confesó luego a su hijo que el hecho de que ella se arrojara en cuatro patas entre las mesas y huyera gateando dejó a Fernández estupefacto por su falta de dignidad, pero ella no se había sentido con deseos de morir como una heroína. Así, Peggy huyó del restaurante perdiendo los zapatos en la calle. Se subió a un taxi y nunca más volvió a ver a José. A partir de ese incidente, concentró sus energías sentimentales en Roberto.
Unos años después, necesitado de empleo, comida, necesitado de todo, Robin recordó el nombre del restaurante, lo que sabía del dueño, y entró al Bariloche preguntando por José:
—¿Qué tal? ¿Cómo está José?
La hermana del antiguo amante de Peggy lo hizo pasar al despacho, le señaló una mancha ocre en la pared y le dijo al joven:
—¿Ves esto? Es la marca de la sangre del cerebro de mi hermano cuando se pegó un tiro, el día que tu madre lo dejó. No la limpio para acordarme siempre de ella. No vuelvas más por acá.
José Fernández finalmente había acertado un disparo.
Cuando Robin se lo contó a Peggy, ella apenas prestó atención.
—Mamá, después de que lo dejaste, José se pegó un tiro.
Ella lo miró y dijo:
—¿En serio?
—Sí, en serio
—Qué idiotez.
“Ese fue el epitafio del pobre José: Buen hombre, suicida, y menospreciado”.
Robin Wood
Roberto era un simpático italiano que, durante la Segunda Guerra Mundial, compraba grasa en los mataderos y empleaba a media docena de mujeres para fabricar velas que luego vendía, porque no había electricidad. Así juntó su primer dinero para poder viajar a la Argentina, decidido a triunfar en el cine. Dejó en Italia a una esposa con dos hijos pequeños, hasta que ella lo encontró y fue a buscarlo a Buenos Aires. “Roberto Monti” era el seudónimo artístico de Roberto Zapetti, hombre atrevido, buen mozo, elegante y refinado. Hizo una breve carrera en la industria del cine, siendo la más destacada su participación en el elenco de Continente blanco (dirigida por Bernard Roland, en 1957, con Duilio Marzio en el rol protagónico). La actriz Iris Marga fue amante suya mientras duró su etapa actoral, y cuando su esposa italiana no consiguió hacerlo volver al hogar, encontró al verdadero amor de su vida: Peggy Wood.
Peggy conoció a Roberto en un encuentro casual. Ella trabajaba en un local frente a la plaza San Martín, donde estaban todas las tiendas que vendían prendas y artículos de cuero y circulaban muchos turistas. Ella hablaba varios idiomas, era elegantísima, fina y tenía amigas con quienes iba de cócteles por las mejores confiterías de entonces. Con Roberto se conocieron tragos de por medio, se gustaron y al poco tiempo decidieron irse a vivir juntos. Tras un año y medio de idilio, hicieron traer a Tino del Paraguay, para que viviese con ellos en una burbuja de normalidad familiar. Robin venía del monte del Alto Paraná, convertido en un adolescente hostil, agresivo, muy reservado. Su primer encuentro con Roberto no fue en los mejores términos: el italiano lo recibió a los besos. El joven Tino, de sangre celta, criado por fríos familiares anglosajones, con una vida desarraigada y demasiada experiencia en la crudeza de la jungla, no estaba preparado para las expresiones de cariño del latino. Y menos para compartir una casa con el hombre y sus dos hijos, unos años mayores que él.
Los dos muchachos le resultaban poco interesantes, dos jóvenes con los cuales no tenía nada que ver. En una ocasión, Robin llegó a trenzarse a puñetazos por haber sido descubierto besándose con la pareja de uno de ellos. Otra noche, los hermanos Zapetti se habían puesto a cantar a los gritos, ignorando los pedidos de Peggy, enloqueciéndola. Exasperada, bajó a la calle a esperar que Roberto volviera. Cuando este llegó, subió por la escalera con expresión enfurecida y no solo abofeteó a sus propios hijos, sino que enfrentó a Tino, quien contemplaba todo inmutable, gritándole:
—¡Tú eres el peor, porque eres su hijo!
Y le pegó un tremendo sopapo.
El jovencito de casi quince años corrió a su habitación a buscar su cuchillo de treinta centímetros de hoja afilada del Alto Paraná y salió dispuesto a pelear contra el adulto. Roberto adivinó lo que Tino era capaz de hacer con su arma y decidió irse a dar una vuelta hasta que se calmaran los ánimos, mientras Peggy se refugiaba en su dormitorio, lejos de toda la escena. Desde ese día, Roberto nunca más le levantó la mano al muchacho y siempre lo presentó con orgullo, como propio.
—Este es mi hijo, el que casi me atacó con su cuchillo. Ah, sí... ¡Es peligroso, el salvaje! —contaba con satisfacción siempre que podía.
Poco a poco, Tino y Roberto fueron mejorando la relación, empezaron a llevarse bien. El adolescente aprendió muchísimo de ese hombre y llegaron a quererse como padre e hijo, pero en silencio. El ex actor ahora era dueño de un restaurante en la zona céntrica de la Capital Federal, La Porta D’Oro, y logró convencer al joven de que debía abrirse camino por sí mismo. Además, el italiano le enseñó mucho de su idioma, y aunque él se decía perteneciente a una noble familia de Milán, Robin siempre dudó de esa versión. Con el tiempo, Roberto apuntaló la falta de imagen paterna, pero la que decidía todo en la relación era Peggy. Y Roberto Zapetti pasaría a la historia.
Hacia 1959, Peggy se separó de él. Abandonó a quien creía que era el amor de su vida, dejando a los hijos del italiano y también a Tino. Ella desapareció, convencida de que su hijo seguiría al cuidado de su ex amante que tanto lo apreciaba. Pero el joven decidió que ya era hora de encontrar su destino y se fue a vagar por Buenos Aires. Un lobo solitario en la Ciudad de la Furia.