Читать книгу Robin Wood. Una vida de aventuras - Diego Accorsi - Страница 19
ОглавлениеA la deriva en la gran ciudad, Tino hizo changas y vivió en la calle, literalmente. Hasta dormía tirado en la vereda. Nunca pidió limosna, pero más de una vez volvió a ver a Roberto, aunque fuese para comer un plato de comida en el restaurante, los días que no había probado bocado. El italiano se debatía entre ayudar a su hijo postizo o dejarlo que se forjara el camino solo. “Ya tengo dos hijos incapaces”, decía refiriéndose a los de su primer matrimonio, a los que había empleado y no hacían nada. Uno vivía encerrado en su dormitorio y solo salía para comer. El otro no era mejor. Roberto no quería que Tino sufriese, pero tampoco quería cargar con él. Tenía que valerse por sí mismo. Y el orgullo y la fuerza interior de Robin lo harían seguir adelante, con la guía del italiano o sin ella.
Como era un joven simpático, Tino consiguió pequeños trabajos, aunque por una paga miserable; pero, paradójicamente, vivía rodeado de lujo y belleza. La mala fortuna había llevado al acomodado noble español Arturo García Paladini a tener que alquilar los cuartos de su inmenso departamento sobre la avenida Libertador, mientras lo usaba como depósito de pinturas y esculturas. A Tino le alcanzaba justo para alquilar una habitación en el departamento, decorado con muebles del siglo XVII, una gran chimenea, obras de arte y una biblioteca inmensa.
Entonces apareció en su vida un personaje que lo seguiría por décadas: Juan.
Juan Gutiérrez, apodado “el Negro”, era otro inquilino en ese departamento y se lo presentaron a Tino como “el Doblado”, ya que hablaba en español neutro, como en las películas: “Anda, chico, quítate del paso”, por ejemplo. Juan también estaba solo en la ciudad y se ganaba la vida como podía, pero pertenecía a un grupo de jóvenes que bordeaba la ilegalidad, pandilleros que a veces robaban para comer. A pesar de, o quizás por, eso, el Negro decidió convertirse en policía. Era un tipo peligroso y feo, morochón y con una ideología extraña, que lo llevaría a tener un precio sobre su cabeza por parte de algunos fuera de la ley. Pero lo importante era que sentía a Tino como a un hermano, más que como a un amigo, y se convirtió en su protector, su guardaespaldas, su secretario, su sombra.
Una de las veces que Tino y Juan se encontraron con Roberto y sus hijos, el Negro ya sabía quiénes y cómo eran.
—¿Qué hacés para entretenerte? —le preguntó con desprecio el hijo mayor de Roberto.
Juan simplemente le contestó:
—Algo que vos no sabés cómo se hace.
—¿A ver? ¿Qué es?
—Trabajar —remató el ladero de Robin.
Pero Juan no era un amigo de esos que te consuelan, o para compartir los íntimos sentimientos. Era solo una especie de fiel acompañante, poco interesante pero muy leal. Aunque no tenían mucho en común, Juan estaba dispuesto a seguirlo hasta el fin del mundo. Y a Tino le parecía bien.
A comienzos de 1960, debió dejar el departamento y, decidido a no depender más de nadie, sin trabajo y con hambre, Tino buscó una fuente de empleo conocida. Se puso en contacto con su tío y decidió regresar a Paraguay, a deslomarse nuevamente en la selva. La Ruta Transchaco lo esperaba. Juan fue incorporado al Servicio Militar Obligatorio, pero ambos intuían que se volverían a ver.
Tino volvió a la casa de sus tíos tras un largo viaje en ómnibus hasta Asunción. Apenas llegó, se dirigió hacia su rincón en el mundo, el único lugar donde estaba completamente protegido, el lugar donde su amigo dormía entre botellas vacías. Pero Tom no estaba. Preguntó qué había pasado con su perro y los tíos le explicaron que, poco después de su partida, Tom había dejado de comer y beber. El perro murió de tristeza. Con esto, Tino reafirmó su decisión de no tener grandes afectos, porque para él todo eventualmente terminaba mal. No volvió a tener un perro, para no encariñarse, hasta bien entrada la década de 2000, por insistencia de su esposa. Y Tom se convertiría en mucho más, al ser uno de los principales protagonistas de la historieta Mi novia y yo.
En esta nueva tanda de años de esfuerzo en la zona del Alto Paraná, fue camionero, lavacopas, estibador en el puerto y obrajero. En su período de camionero por los caminos de tierra entre la selva paraguaya, hasta hizo contrabando junto con Big. A veces, el precio del café subía en Paraguay pero no en la Argentina, entonces Tino y su tío iban hasta el Brasil, cruzaban la frontera, cargaban bolsas, volvían y vendían los granos logrando una interesante diferencia.
Tino tenía diecinueve años cuando la empresa cuentapropista del tío se fundió. Un día el camión dejó de funcionar y se acabaron el transporte y el contrabando. Terminó así su etapa en la selva hachando y trasladando árboles. Su tío volvió a las changas en la zona y Tino decidió quedarse un tiempo en Encarnación, con la expectativa de conseguir un trabajo mejor, no sin antes evitar ser reclutado para el servicio militar obligatorio de su país natal.
En ese tiempo encarnaceño, Tino veía a los soldaditos descalzos, pero con uniformes de brin, que parecían de madera, obligados a pintarle la casa a un coronel, llevándole cosas a un capitán, lustrándole las botas a un teniente; hasta los sargentos tenían sus esclavitos. Con nombre y personalidad rebelde, Robin debía enfrentar la regla que imponía su sociedad.
—Bueno, Tino, prepárese —le dijo Big, muy serio.
—¿Para qué?
—Para el ejército.
—No.
—¿Cómo que no?
—No. ¿Voy a estar dos años con todos esos sargentos analfabetos? Eso no es un ejército. Es una broma. Yo no voy a ir.
—¡Todos nosotros fuimos!
—Bueno, el hecho de que ustedes sean estúpidos no quiere decir que yo lo sea.
La rebeldía triunfó. Tino nunca hizo el servicio militar, se convirtió en un desertor, ocultándose de las patrullas militares que rondaban la ciudad pidiendo documentos a cualquier hombre joven que encontraban. Para cuando le tocara el momento de alistarse, él ya estaría en otro lado, en otra ciudad, en otro país, en otra aventura.