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El fracaso del liberalismo, el daño del conservadurismo y la receta para vencer al Estado
ОглавлениеDesde muy pequeños somos adoctrinados en la religión del Estado por el sistema de la educación pública obligatoria, ya sea de gestión estatal o de gestión privada. En materia de adoctrinamiento, no hay grandes diferencias entre los dos tipos de gestión, que solo diferencian qué billetera es la que financia al establecimiento educativo. Un establecimiento de gestión estatal es financiado por los impuestos cobrados por el Estado. Del otro lado, la gestión privada marca que dicho establecimiento es financiado por los bolsillos privados de (generalmente) los padres de los alumnos. También hay gestión mixta, es decir, establecimientos de gestión privada pero que reciben subsidios estatales.
El adoctrinamiento en la religión del Estado proviene de los contenidos que se enseñan en la educación pública, que son definidos por los burócratas del Estado desde un Ministerio de Educación, tanto nacional como provincial. Son los burócratas del Estado quienes definen qué, cómo, en qué cantidad, cuándo y de qué manera enseñar. Son los mismos burócratas del Estado quienes deciden qué no enseñar, qué ocultar y qué proscribir. Los burócratas del Estado definen todos los contenidos mínimos y uniformes para todos. La diferenciación solo puede ser marginal, y solo como una suerte de adicional por sobre lo mínimo determinado por los burócratas del Estado. La educación pública nos enseña lo que el Estado y sus burócratas quieren que aprendamos, no somos educados en un saber para nosotros. Es muy fácil verlo.
Desde jardín de infantes venimos escuchando que es imprescindible que haya un Estado. Desde que tenemos cuatro años y nos obligan a instruirnos coercitivamente en establecimientos aprobados por Ministerios de Educación, escuchamos que debe haber un Estado que intervenga, que regule, que cobre impuestos y que distribuya desde unos hacia otros, creando ganadores y generando perdedores. Nos enseñan que el Estado debe intervenir en aspectos muy variados, pero a la vez concretos de la vida social, corrigiendo “injusticias” y “fallos” de mercado, brindando igualdad de oportunidades y eligiendo ganadores y perdedores. Desde el jardín de infantes hasta la universidad vivimos bajo las enseñanzas de todo un establishment académico que no solo justifica y apoya la intervención estatal, sino que la reclama en cantidades crecientes y en mayores dosis con el objeto de dar solución a supuestos fallos de mercado e injusticias.
Desde muy pequeños nos dicen que los burócratas del Estado gobiernan por y para nosotros persiguiendo el bienestar general, lo cual implica que nos “venden” que los funcionarios son una suerte de ente benévolo que no persigue objetivos individuales, sino la maximización del bienestar de los ciudadanos. Es más, esta prédica engañosa lleva implícito un fenómeno delirantemente imposible: asumir que los hacedores de política saben en qué consiste ese bienestar de los ciudadanos y, además, que ellos mismos tienen toda la información necesaria para llevar a cabo la política que maximice dicho bienestar. O sea, que conocen a la perfección el modelo económico, los parámetros, las propiedades estocásticas de las variables, la fuerza y el tiempo de perturbación de las variables, etc. En pocas palabras, nos enseñan que los políticos saben qué botones tocar, con qué fuerza hacerlo y durante cuánto tiempo presionarlos, lo cual es una estafa moral y un error intelectual desenmascarado por el teorema de la imposibilidad del socialismo.
Este teorema, desarrollado por la escuela austríaca, demuestra que es imposible hacer cálculo económico sin sistema de precios, por lo cual es imposible saber qué, cómo, cuánto, de qué calidad y dónde producir bienes y servicios. En este sentido, Jesús Huerta de Soto demuestra que las políticas públicas en manos de los burócratas del Estado están condenadas al fracaso, porque los planificadores estatales nunca se pueden hacer de la información necesaria para llevar a cabo sus mandatos coactivos. De acuerdo con el profesor Jesús Huerta de Soto, el socialismo implícito en toda intervención estatal es un error intelectual. Se supone que el planificador central tendrá mejor valoración e información con respecto a los medios y fines que los actores económicos y sociales individuales. Error. No es ni teórica ni efectivamente posible que el órgano planificador disponga de la información suficiente como para poder coordinador los desajustes sociales existentes.
Si el burócrata del Estado no tiene la información necesaria para intervenir eficientemente, provoca daño. Esta imposibilidad es resultado de las propias características (inherentes) de la información relevante. La información no puede fluir desde los individuos hacia los burócratas porque la información no solo tiene carácter privativo, sino que es una información práctica y dispersa, que en su mayor parte es de naturaleza tácita y, por tanto, no articulable. Además, el burócrata nunca se puede hacer con ella como resultado de su gran volumen, que está dispersa entre todas las personas a nivel individual y, además, que está en las mentes de cada una de las personas como conocimiento no articulable.
Justamente, el problema es que la información relevante tiene todas las características exactamente opuestas. La información relevante para la vida social y la civilización se crea y transmite de una forma implícita, descentralizada y dispersa, es decir, no consciente ni deliberada. La gente disciplina su comportamiento en función del prójimo y sin darse cuenta explícitamente de que está siendo protagonista de un proceso de aprendizaje. Por el contrario, la gente tan solo es consciente de que intenta conseguir sus fines utilizando los medios a su alcance.
Sin embargo, los problemas de información no solo son los estáticos. A su vez se presentan problemas dinámicos de información, que contribuyen también a que la política del burócrata estatal termine fracasando. El proceso social de la acción humana y la función empresarial crean y descubren nueva información constantemente, con lo cual está más que claro que no se puede transmitir al burócrata estatal información que todavía no se ha creado. Además, la propia coacción del burócrata estatal impacta negativamente, impidiendo que se descubra y se cree nueva información. En este sentido, cuanto más efectiva sea la coacción socialista, más imposibilitada estará la persecución de fines individuales y se descubrirá y creará menos cantidad de nueva información. Resultado: menos coordinación y más desajustes sociales. O sea, el burócrata estatal con su propia intervención destruye información e impide que se cree nueva información, lo cual atenta contra su propósito, que es intervenir para coordinar la sociedad. Además, hay pequeña o nula posibilidad de que el planificador sepa qué o cómo buscar y dónde encontrar la información dispersa que se genera en el proceso social y que tanto necesita para controlarlo y coordinarlo. El burócrata no se da cuenta ni de su propia ignorancia supina.
Pero la estafa de la educación pública que adoctrina en la religión del Estado no termina aquí. La educación pública vende que los burócratas son otra cosa. La educación pública vende zorro por oveja. Los burócratas del Estado son hombres y mujeres de carne y hueso que, al igual que cada uno de nosotros, ejercen irremediablemente su propia función empresarial, es decir, descubren y crean la información relevante para alcanzar sus propios fines personales. Es mentira que los burócratas del Estado gobiernan por y para nosotros, persiguiendo el bienestar general, porque este último concepto no existe. El bienestar general no se puede obtener agregando los bienestares individuales, que sí existen. Hay que entender que la maximización de una función de bienestar solo puede existir en el campo individual, pero nunca en el colectivo. En el campo individual, existe porque cada individuo conoce sus curvas de indiferencia (preferencias) y, por ende, su función de bienestar, y en consecuencia puede maximizar su propia utilidad sujeto a una restricción. Por el contrario, en el campo social este último ejercicio es imposible de llevar a cabo. El bienestar es un concepto que emana exclusivamente desde la individualidad. Para tres personas diferentes (X, Y Z), el bienestar consiste necesariamente en tres nociones diferentes (W1, W2 y W3) que no pueden sumarse para llegar a un bienestar general o colectivo. En consecuencia, está más que claro que nunca puede existir una función de bienestar social y la maximización de la utilidad general. De aquí, la teoría explica que los burócratas del Estado solo persiguen sus objetivos particulares, como pueden ser una reelección, su utilidad, beneficiar a su partido político o favorecer a grupos económicos que los financian y sostienen en el poder. Nunca gobiernan por y para nosotros.
No obstante, la estafa de la educación pública tampoco termina aquí. En el sistema de educación pública formal y obligatoria nos enseñan que el Estado no solo es “nuestro”, sino que cada uno de nosotros “somos parte” del Estado. Si a esto le sumamos que en democracia universal, al menos en los papeles, todos podemos ser gobernantes, el Estado procura convencernos de que nadie es gobernado por otro y cada uno se gobierno a sí mismo. Esta (mentirosa) arquitectura intelectual persigue como objetivo debilitar la resistencia del público contra el poder del Estado, facilitando que aumente la explotación en la forma de impuestos más altos, creando dinero FIAT (impuesto inflacionario) o reglamentos (legislación). A la vez, el número de empleados del gobierno (funcionarios) aumenta en términos absolutos y relativos con respecto al empleo privado.
El marketing creado por la educación pública es perfecto. Si nos cobran más impuestos, volverán en forma de más servicios y bienes públicos. Si el gasto sube, este incremento es para nuestro bienestar. Si el impuesto inflacionario erosiona nuestro poder adquisitivo, la soberanía monetaria “trabaja” para nosotros. Si crece el endeudamiento y los niños actuales (futuros) financian gasto corriente, es para pagar la (imprescindible) obra pública que enaltece nuestro desarrollo y prosperidad. De acuerdo con la democracia universal republicana, somos todos nosotros quienes, a través de nuestros representantes, votamos más impuestos, gasto, emisión monetaria y deuda (estudiar todos los presupuestos argentinos entre 1991 y 2019). No nos podemos quejar. Mucho menos defender, porque todo este avance sobre la propiedad privada y el individuo está legitimado por la ley monopólica de los políticos. Y, como todo monopolio, solo cabe esperar que su negocio (tamaño del Estado) aumente, que su precio se encarezca (más presión tributaria total) y que su calidad de contraprestación (seguridad, justicia, salud, educación, etc.) sea cada vez peor.
Y así es como la educación pública y digitada por los ministerios del Estado y sus burócratas ha logrado crear una verdadera religión del Estado. Es mentira que la educación sea laica, tan solo ha cambiado de religión. Pasamos del catolicismo a la religión del Estado. Antes, la educación estaba al servicio del mantenimiento del poder de la Iglesia y su papa, cardenales y obispos. Ahora está al servicio del Estado y los políticos. En el pasado, los intelectuales afirmaban al público que el Estado y sus gobernantes eran divinos o estaban investidos de autoridad divina y que, por lo tanto, todo su obrar era la acción benigna y misteriosa de la divinidad que se ejercía en el cuerpo político. Así, el Estado, los políticos y los funcionarios gobernaban por Dios y para Dios. Ahora los gobernantes tienen un conjunto de funcionales intelectuales cortesanos que filosofan, investigan, escriben teorías y desarrollan modelos para convencer al público, que ahora vota, que el Estado y los políticos gobiernan, intervienen, imponen contribuciones (impuestos) y gastan nuestro dinero mejor que nosotros persiguiendo el “bien común” y el “bienestar público”. La estafa y la mentira se han perfeccionado por obra y gracia de la educación pública.
En pocas palabras, el primer paso para identificar al Estado como único enemigo es internalizar que la educación pública nos ha estafado, mentido y engañado durante décadas, a todos y a cada uno de nosotros. No es una tarea sencilla, sino todo lo contrario; es ardua y difícil. A nadie le gusta darse cuenta de que lo han engañado y estafado, más aún si ha sido durante largo tiempo. La tarea demanda esfuerzo, porque implica asumir responsabilidades y equivocaciones propias, y esto es algo que el promedio de la gente suele esquivar. Recién luego de entender y admitir que hemos sido adoctrinados en una religión que atenta contra nuestra propia esencia humana estaremos en condiciones de perder la fe en el Estado y la política, y podremos convertirnos en ateos estatales, con lo cual dejaremos también de creer en los burócratas y sus políticas públicas.
Dejar de lado la creencia en el Estado y la política implica abandonar el pensamiento mágico y pasarse al campo de la razón. Una vez en este lugar, la praxeología(17) nos ayudará a comprender que el Estado es nuestro único enemigo y que la política no transforma ninguna realidad. La praxeología nos ayudará a entender e internalizar que la realidad del individuo que vive en sociedad es transformada por la acción humana,(18) que es un proceso dinámico y espontáneo, es decir que no es diseñado conscientemente por nadie. La acción humana es un proceso muy complejo, que está constituido por millones de personas (con casi infinita variedad de objetivos, gustos, valoraciones y conocimientos prácticos) que interactuando libremente entre ellas constantemente crean, descubren, inventan y transmiten información sobre fines (objetivos y problemas a resolver) y medios (instrumentos para alcanzar los fines), permitiendo que los individuos nos coordinemos en sociedad a través de todo tipo de relaciones de intercambio. Así, la acción humana es el motor del progreso del individuo y del desarrollo de la civilización. En pocas palabras, el progreso del individuo y el desarrollo de la civilización están motorizados y alimentados por un proceso que es, en realidad, la némesis de todas las ingenierías sociales implícitas en toda política pública y en toda intervención estatal.
De esta forma, cuando entendemos que la realidad del individuo, que interactúa en sociedad, surge de este proceso espontáneo llamado acción humana, comprendemos que el Estado y su legislación solo ocasionalmente y en el mejor escenario terminan “validando” con significativo retraso los resultados emergentes de la acción humana. Sin embargo, lo más común es que la política, con toda su ingeniería social a cuestas, sea en realidad un palo en la rueda de la acción humana. Veamos un ejemplo: durante muchos años las personas se divorciaban de hecho, dejaban de vivir juntas y formaban nuevas parejas y hogares, pero el derecho positivo de los burócratas del Estado (políticos) lo impedía, atentando contra el principio de libre asociación y contra la libre interacción de las personas. Después de muchos años, los burócratas del Estado modificaron su derecho positivo y promulgaron una ley de divorcio. Obviamente, los políticos salieron a mentir y engañar a la gente una vez más, diciendo que las personas se podían divorciar debido al cambio que ellos habían introducido en la legislación. La verdad estaba muy alejada de esa patraña. La ley de divorcio tan solo había sido la “validación” de un proceso espontáneo que ya venía aconteciendo hace mucho tiempo en la civilización. Es decir, la ley de divorcio y el cambio de legislación no transformaron la realidad, sino que dejaron de ponerle palos en la rueda a la libre asociación e interacción de la gente. Exactamente lo mismo sucedió con los matrimonios de personas del mismo sexo.
En este marco, después de dejar de creer en el Estado y al visualizar que la realidad es cambiada por el individuo, comprenderemos que la política y toda su organización son patas fundamentales de un aceitado mecanismo de agresión institucional, que suele justificarse a nivel popular, político y científico como un sistema capaz de mejorar el funcionamiento de la sociedad y lograr un determinado conjunto de fines colectivos considerados como buenos. Comprenderemos que esta agresión institucional es violencia física o amenaza de violencia física ejercida por burócratas (a cargo del Estado) sobre los actores económicos y sociales, impidiéndoles el libre ejercicio de la acción humana. Entenderemos que esta coacción de la política y sus burócratas hace que el actor económico y/o social actúe en muchas oportunidades distinto a cómo habría actuado en total libertad, adecuando su comportamiento a los lineamientos de la ingeniería social. Es decir, concebiremos de una buena vez que tanto el Estado como la política nos obligan a hacer “algo” que jamás habríamos elegido hacer por propia voluntad, obstaculizando así el proceso de desarrollo de la civilización. No solo esto, visualizaremos con claridad que creer en la política como instrumento transformador de la sociedad implica perder de vista qué es el Estado y qué implicancias tiene su existencia.
En este marco, habiendo dejado de creer en el Estado, visualizaremos con claridad que la aceptación de los medios políticos implica generar la peor grieta social y aceptar que la sociedad quede dividida en dos. Por un lado, los políticos viven de lo que roban coercitivamente a los privados y no tienen que pensar en el prójimo para obtener sus ingresos. Por el otro, los individuos que viven de los medios económicos y deben subrogar su comportamiento en forma permanente a las necesidades del prójimo. A su vez, discerniremos que está grieta no es estática, sino dinámica; y que a medida que sigamos aceptando al Estado, el bando de los políticos tenderá a crecer a expensas del bando de las restantes personas, haciéndonos cada vez más esclavos y pobres. Advertiremos que los medios políticos crecerán a expensas de los medios económicos, porque la grieta da lugar a una pelea por ser ganador neto en lugar de perdedor neto, ya que la gente procura ser parte del equipo invasor interviniente (políticos y sus socios) y no quedar del lado de la víctima. Y dado que los medios políticos tienden a prevalecer sobre los medios económicos porque la gente tiende a actuar con “el menor esfuerzo posible” en la procura de los medios para alcanzar sus fines, el sector público y la fila de los políticos se va engordando año tras año, década tras década; y hasta el más impensado termina convirtiéndose a la religión del Estado y la política. En este sentido, nunca hay que olvidar que toda persona procura maximizar su propio bienestar, lo cual implica obtener los mayores ingresos a cambio del menor esfuerzo. O sea, es mucho más fácil e implica mucho menos esfuerzo vivir de los impuestos que financian campañas políticas, pagan cargos de diputados, senadores o concejales, que vivir pensando en qué bienes y servicios hay que producir para poder satisfacer las necesidades de nuestros prójimos.
Una vez que se haya completado este primer paso y haya una masa crítica de personas que descrea del Estado y de la política institucionalizada, esa misma gente entenderá que el sistema no se cambia aprovechando las reglas del mismo sistema, y mucho menos desde arriba y desde dentro de él. Menos aún con un Estado que se sostiene a partir de un sistema de gobierno de propiedad pública como la democracia universal, republicana y representativa, que desarrolló los anticuerpos más efectivos y a su vez presenta los esquemas de incentivos más potentes para hacer crecer a “lo público” por sobre “lo privado”. En el mejor de los casos, es utópico o quimérico pensar que un grupo acotado de personas, sin apoyo popular significativo, pueda cambiar el sistema desde arriba y desde dentro. Ni siquiera utópico, es directamente arrogante y linda con el delirio mesiánico, porque, si bien este tipo de cambio siempre fue muy difícil, al menos era excepcionalmente posible en tiempos de monarquía, cuando no hacía falta el apoyo de las masas y solo alcanzaba con convencer a un rey inteligente y a sus asesores. Por el contrario, los dirigentes de hoy, que son elegidos por su capacidad demagógica y su culto al Estado presente, son imposibles de convertir a las ideas de la libertad. Además, dado que un gobierno no está vinculado a un hombre o a un grupo de hombres en particular, sino que las funciones gubernamentales son desempeñadas por miles y miles de funcionarios anónimos que cambian periódicamente, actualmente hay certeza de que la estrategia de conversión desde arriba y desde adentro ya no sirve. Es fácil de ver. Ningún hombre o grupo de hombre tiene el poder para, por ejemplo, disolver el monopolio gubernamental de la seguridad y de la justicia, eliminar la educación obligatoria en la cual los contenidos son coercitivamente definidos por el Estado, o las jubilaciones compulsivas, o desarmar el sistema de salud estatal. Es más, nadie puede ni siquiera asegurar que cualquier cambio, por más mínimo que sea, sea permanente y no termine siendo revertido.
Al comprender que los cambios no son desde arriba y desde adentro del sistema, la gente comienza a entender que los cambios solo tienen chances de acontecer si se los intenta ejecutar desde abajo y desde afuera del sistema que se pretende cambiar. Así lo demuestra la praxeología, lo explica la bibliografía libertaria y lo ilustra la historia. De hecho, los datos de la historia ilustran que los sistemas sociopolíticos y económicos han sido cambiados desde abajo y desde afuera del sistema, y todos los cambios acontecieron como resultado de un proceso evolutivo que inexorablemente lleva tiempo. Es lógico que así sea. Los cambios de sistemas políticos y económicos solo pueden acontecer en el largo plazo, ya que son resultado del proceso de la acción humana, que implican cientos y miles de personas interactuando, generando conocimiento y aprendiendo. Es decir, dadas sus propias características, nunca puede ser un proceso que pueda tener lugar ni en el corto ni en el mediano plazo. Es más, si se tiene en cuenta que los burócratas del Estado nunca estarán dispuestos a entregar sus privilegios de casta fácilmente y con una sonrisa, se podrá entender que se defenderán y contraatacarán, dificultando y ralentizando el propio proceso de creación y aprendizaje de la acción humana, con lo cual el proceso evolutivo está condenado a ser lento y a plasmarse únicamente en el largo plazo.
Lo único razonable es ser optimista en el largo plazo, pero nunca en el corto y mediano plazo. El liberal radical es optimista en el largo plazo. El liberal radical ve altamente posible que los cambios se terminen plasmando en el largo plazo. Porque el liberal radical o anarquista de libre mercado comprende que los cambios surgen de un proceso social que inexorablemente necesita tiempo para hacer su trabajo. Es muy fácil de ver con un ejemplo hipotético y por el absurdo. Supongamos que por arte de magia cae una revolución proideas de la libertad desde el cielo y derroca a todo el régimen actual. Si toda la gente sigue creyendo y esperando bines y servicios de parte del Estado, la realidad posrevolución no terminará siendo muy diferente a la que existía antes.
Por el contrario, los conservadores son optimistas en el corto plazo y pesimistas en el largo. Murray Rothbard explica muy bien esta actitud intertemporal en su ensayo “Izquierda y derecha: perspectivas para la libertad”(19) cuando explica: “Durante mucho tiempo el conservador se ha caracterizado por tener una visión pesimista del futuro que se le presenta a largo plazo: por la creencia de que la tendencia a largo plazo, y por tanto que el tiempo, juegan en su contra. Así pues, para él inevitablemente la tendencia dominante es el triunfo del estatismo de izquierda en casa y del comunismo en el exterior. Esta desesperanza a largo plazo contrasta con el extraño optimismo a corto plazo que caracteriza al conservador; como en el largo plazo se da por vencido, piensa que su única esperanza de éxito está en el presente. Hacia el exterior, este punto de vista le lleva a buscar enfrentamientos desesperados con los comunistas ya que cree que cuanto más tiempo pase peor se pondrán invariablemente las cosas; y en los asuntos domésticos, le lleva a concentrarse por completo en las próximas elecciones en las que siempre tiene la esperanza de victoria, aunque nunca la consiga. Siendo la quintaesencia del hombre práctico y viéndose, a largo plazo, acosado por la desesperación, el conservador se niega a pensar o planear más allá de las siguientes votaciones”.(20) Por el contrario, Rothbard, como buen liberal radical, entiende que hay que ser optimista y que el futuro está en el largo plazo y en las antípodas del conservadurismo: “¿Pero qué perspectivas de triunfo tiene la libertad? Muchos libertarios por error vinculan las perspectivas de la libertad con las del movimiento conservador, aparentemente más fuerte y supuestamente aliado; esta vinculación hace que el característico pesimismo a largo plazo de los libertarios modernos sea fácil de entender. Pero en este capítulo sostengo que, si bien las perspectivas a corto plazo para la libertad en el país y en el extranjero pueden parecer débiles, la actitud apropiada que debe adoptar el libertario es de inagotable optimismo ante las que se presentan a largo plazo”.(21)
Sin embargo, de acuerdo con nuestra visión, tampoco hay que confundirse y pensar que esta postura optimista de largo plazo implica que los cambios van a venir por sí solos y terminarán decantándose casi espontáneamente. Sin duda, este último pensamiento sería un grave error intelectual, ya que implicaría caer en una suerte de darwinismo social que concibe los cambios como una suerte de evolución social, lenta e infinita. Los cambios sociales no son automáticos, sino que hay que impulsarlos, generarlos e ir con ellos por medio de la acción, ya que ninguna casta dominante ha entregado jamás voluntariamente el poder, por lo que el liberalismo radical se deberá abrir paso hacia los cambios mediante una evolución que inexorablemente tendrá revoluciones, lo cual indudablemente empezará con una revolución intelectual y proseguirá con otra revolución en el campo de la acción. Estas revoluciones no tienen por qué ser inexorablemente sangrientas. Tampoco se puede descartar en un cien por ciento que no lo sean. De hecho, el liberalismo genuino siempre fue radical y revolucionario, ya que la teoría liberal le dio prioridad a “lo que debería ser” por sobre a “lo que es” o “lo posible”. En este sentido, Lord Acton fue quien mejor internalizó estos conceptos: “El liberalismo es esencialmente revolucionario. Los hechos deben ceder paso a las ideas. A ser posible, con paciencia y pacíficamente. Y mediante la violencia en caso contrario”.(22) No obstante, nosotros pensamos que las revoluciones pueden ser incruentas y no sangrientas. La Revolución Gloriosa de Inglaterra (1688-1689), que eliminó la monarquía absolutista, demuestra que tenemos razón. Además, pensamos que la probabilidad de tener que usar la violencia ha bajado dramáticamente, ya que el ser humano ha experimentado una notable evolución y un fuerte aprendizaje en contra del uso de la violencia luego de los acontecimientos del siglo XX, cuando las muertes en guerras y guerrillas alcanzaron los picos históricos máximos.
Además, no solo hay que entender que los cambios son solo posibles en el largo plazo, sino que siempre son hacia adelante, nunca hacia atrás. Los sistemas sociopolíticos y económicos cambian hacia algo nuevo, nunca hacia un estadio que ya existió. Por ejemplo, del Estado monárquico absolutista evolucionó hacia la democracia universal representativa o hacia la monarquía parlamentaria, no se fue hacia la monarquía previa o hacia el Estado terrestre. En este marco, de la actual democracia universal representativa, cuya principal característica es la tiranía parlamentaria y el Estado ciclópeo, no se puede evolucionar hacia un Estado liberal clásico pequeño, que es lo que ya existió en el pasado. Menos aún se podrá volver a este tipo de Estado combinado con algún tipo de democracia no universal, es decir, con algún tipo de voto calificado.(23) De hecho, la actual democracia universal representativa, que es socialdemócrata y cuasi socialista en el siglo XXI, es hija del liberalismo clásico. El liberalismo clásico nos trajo hasta aquí. En los últimos ciento cincuenta, doscientos años, pasamos de un Estado pequeño, monarquista, que proveía solo seguridad y justicia y protegía solo los derechos fundamentales(24) (la vida, la libertad y la propiedad), a un Estado socialdemócrata o socialista siglo XXI, que además provee salud, educación, vivienda y varios derechos adquiridos más.(25) Y este resultado era cantado. No podía ser de otra manera. Al aceptar al Estado, los liberales clásicos estaban admitiendo el germen de su propia destrucción. Justamente, el error fue concederle al Estado el monopolio de la seguridad y la justicia, creando un monstruo condenado a crecer, ya que la Corte Suprema de Justicia estatal garantiza que nada sea declarado inconstitucional, asegurando un sostenido aumento del tamaño del Estado y un continuo avance sobre el individuo y el sector privado. En pocas palabras, las constituciones liberales fueron el mecanismo que permitió que el Estado avanzara sobre todo lo que procuraban proteger.(26)
La filosofía política de las ideas de la libertad ha aprendido que el liberalismo clásico tiene como resultado un mayor Estado y un avasallamiento del derecho natural. Nunca se puede hacer una revolución para llegar al mismo punto de partida. La teoría de las ideas de la libertad ha aprendido la lección. La superioridad teórica del liberalismo radical o de la anarquía de libre mercado es indiscutible en relación con el liberalismo clásico. De hecho, los grandes pensadores y teóricos clásicos del siglo XVII y XVIII terminaron siendo sucedidos por liberales radicales. En EE. UU. los Jefferson terminaron pariendo a Henry Thoreau. Lysander Spooner destrozó toda la arquitectura liberal clásica de la constitución americana. Más tarde, Milton Friedman tuvo a David Friedman, que dejó detrás el liberalismo clásico y abrazó el anarcocapitalismo. En Francia, Bastiat tuvo de discípulo a Gustave de Molinari. De lado alemán, se podría decir que Mises y Hayek, con cruce del océano Atlántico de por medio, terminaron dando luz a Murray Rothbard y más tarde a Jesús Huerta de Soto, aunque este último gran profesor dirá que Rothbard le debe mucho a los escolásticos españoles, precursores de la escuela austríaca. En Inglaterra sucedió algo similar. Los Locke y Adam Smith evolucionaron hacia William Godwin y Herbert Spencer.
Queda más que claro que volver hacia el liberalismo clásico y a una situación de Estado pequeño es imposible. La evolución es hacia delante, hacia algo nuevo y diferente. A priori, no se puede saber qué formato exacto adoptará el nuevo sistema sociopolítico y económico, apenas se podría esbozar tener una idea. No se puede saber qué formato porque todo sistema sociopolítico y económico es delineado por la acción humana, es decir, por una enorme cantidad de personas interactuando dinámicamente a lo largo del tiempo. O sea, el sistema se va creando, cambiando y evolucionando a lo largo del tiempo y, a ciencia cierta, no se puede saber qué instituciones se terminarán desarrollando porque justamente de eso se trata el proceso de descubrimiento y creación de la Acción Humana. Nadie puede saber qué se va a descubrir y qué se va a crear. Esto último se entiende fácilmente con un ejemplo: hace muchas décadas, se podía imaginar que la desregulación de los servicios de televisión conduciría a un sinnúmero de nuevas posibilidades, pero nadie podría haber anticipado la sucesiva creación de la televisión por cable, el pay per view, el streaming, YouTube, Netflix y la televisión libre de horario y a demanda en teléfonos celulares.(27) Además, en el espíritu de ninguno de nosotros tampoco está la pretensión de anticipar, ni de desarrollar las instituciones del futuro, ya que las ideas de la libertad y la escuela austríaca se encuentran en las antípodas morales y éticas de la ingeniería social. Pero, siguiendo la visión de Lord Acton, que sostenía que la historia constituye el desarrollo progresivo de la libertad y el escenario de la lucha entre el bien y el mal, entre el poder absoluto y la libertad, nosotros pensamos que el próximo sistema sociopolítico y económico deberá virar marcadamente hacia la libertad, ya que en los últimos ciento cincuenta y doscientos años la dinámica fue completamente en el sentido contrario y a contramano del devenir histórico anterior. El liberalismo clásico nos salvó del absolutismo monárquico, luchó por los derechos naturales del ser humano y los derechos individuales del hombre y la mujer como ninguna filosofía y filosofía política lo había hecho previamente, pero final (y paradójicamente) terminó facilitando el crecimiento del Estado como nunca antes en toda la historia de la humanidad. En este contexto, y pensando hacia delante, hay que entender qué pasó con el liberalismo clásico. Simplificando y planteándolo en términos coloquiales, se podría decir que empezó muy bien, pero que terminó muy mal.
En el siglo XVI, Europa estaba caracterizada por un Estado central absoluto y un rey que gobernaba por derecho divino en la cima de una red antigua y restrictiva de monopolios territoriales feudales y de controles y restricciones gremiales en las ciudades. En ese contexto, Europa era burocrática y belicosa, tenía una organización centralizada y un sistema económico mercantilista. El mercantilismo estaba cimentado sobre una red de controles, impuestos y monopolios de privilegios que los gobiernos centrales y locales conferían para producir y comerciar a los productores privilegiados relacionados con los medios políticos. Con este sistema sociopolítico y económico, Europa estaba estancada.
En este marco, las ideas de la libertad nacieron para destronar a los productores y comerciantes privilegiados por el Estado mercantilista del rey y a los terratenientes feudales. El objetivo de los primeros liberales fue recuperar la libertad individual en todos sus aspectos. En la economía, el liberalismo propiciaba reducir drásticamente los impuestos, los controles y las prebendas del Estado mercantilista del rey. Desde la filosofía liberal se sostenía que había que desterrar el yugo mercantilista y feudal asociado con los medios políticos para que la energía humana, la empresa y los mercados quedaran en libertad y para que el ser humano pudiera crear, desarrollarse, producir y competir realizando intercambios que beneficiarían a todos los consumidores, propiciando el progreso y desarrollo de la civilización.
Puntualmente, el libertarismo emergió de la revolución inglesa del siglo XVII.(28) Los levellers, que entre 1647 y 1649 formularon por primera vez en la historia una alternativa liberal y democrática frente a la monarquía, fueron los primeros exponentes liberales. Estos creían que, por derecho natural y desde el nacimiento, todos los hombres estaban igualmente vinculados con la propiedad, la libertad y la independencia. De hecho, proponían la creación de un parlamento representativo del poder popular, elecciones parlamentarias cada dos años, redistribución de los escaños sobre la base de la población, derechos políticos, libertades y tolerancia religiosa para todo el mundo. Además, sostenían que había que abolir todo diezmo y peajes.(29)
Con los escritos de John Locke, que a fines del siglo XVII planteaba que “el gobierno debe estar estrictamente limitado a defender los derechos naturales y, si se excede, el pueblo tiene derecho a alterarlo o abolirlo” y la ejecución de esta idea en la Revolución Gloriosa, el liberalismo logró terminar con la monarquía absolutista de Inglaterra hacia fines de siglo. Pero el liberalismo no se quedó en eso, y, haciendo honor a lo que Lord Acton iba a decir ciento cincuenta años más tarde, cuando sostuvo que “el liberalismo es la revolución permanente”, en la década de 1720 aparecieron los verdaderos whigs (John Trenchard y Thomas Gordon), que eran seguidores radicales de las enseñanzas de John Locke y escribían en las Cartas de Catón(30) que “todo gobierno tiende hacia la destrucción de los derechos individuales” y que “toda la historia de la humanidad es un registro del conflicto permanente entre el poder y la libertad”.
Los verdaderos whigs y las Cartas de Catón expresaban las ideas radicales del liberalismo original, que vio originalmente la luz encarnando las ideas de la esperanza, del cambio de “fondo”. El radicalismo del liberalismo original levantaba a la humanidad de su hundimiento secular, estancamiento y desesperación. El liberalismo de comienzos del siglo XVIII no era otra cosa que las ideas del partido de la esperanza, del radicalismo, de la libertad, de la revolución industrial, del progreso y de la humanidad. Aquel liberalismo original anhelaba lo que debería ser, independientemente de lo que era, convirtiéndose en las ideas de la revolución permanente.
Las Cartas de Catón se reimprimieron a lo largo y ancho de todo EE. UU. El pensamiento liberal nació en Inglaterra, pero alcanzó su mayor desarrollo y expresión en la realidad de EE. UU., porque las colonias americanas no se hallaban sujetas a un (tan extendido) monopolio feudal de la tierra y mucho menos a una casta aristocrática gobernante tan arraigada. Así nació EE. UU. de una revolución que, en sus comienzos, fue explícitamente libertaria. Una revolución contra el imperio, contra el impuesto, el monopolio comercial y la regulación. También contra el militarismo y el poder del Ejecutivo.
Sin embargo, trece años más tarde, los conceptos e ideales de la revolución americana comenzaron (y terminaron) vilipendiados y traicionados en lo más profundo. El problema fue que hubo poderosas fuerzas elitistas, sobre todo entre los grandes comerciantes y agricultores de EE. UU., que deseaban mantener el sistema restrictivo “mercantilista” inglés de altos impuestos, controles y privilegios monopólicos otorgados por el gobierno en su propio beneficio. Estos grupos deseaban un gobierno central fuerte e incluso imperial, en resumen, querían el sistema británico sin Gran Bretaña. Estas fuerzas conservadoras y reaccionarias aparecieron por primera vez durante la revolución y más tarde formaron el partido y la administración federalistas en la década de 1790.
Este conservadurismo nació como una reacción al liberalismo radical de la revolución permanente y el “deber ser”. Este conservadurismo luchó contra los cambios radicales y la esperanza de libertad del liberalismo original, y sobre todo luchó a capa y espada para restaurar la jerarquía, el estatismo, la teocracia, la servidumbre y la explotación de clase del viejo orden. En Francia, en tiempos de revolución (1789), este conservadurismo, que era vocero del viejo régimen, se ubicó sentado en la extrema derecha de la asamblea. Por el contrario, el liberalismo, partidario del abandono del viejo régimen y de los cambios radicales, se sentó a la izquierda.
La dialéctica y la oposición entre liberalismo y el nuevo conservadurismo es total. El nuevo conservadurismo estaba a favor del proteccionismo, el imperio, las proezas militares y los gobiernos grandes en lugar de los gobiernos mínimos. El nuevo conservadurismo, que se había modernizado con respecto al viejo conservadurismo, pasó a estar a favor del industrialismo y de un nivel de vida más alto, pero sostenía que para alcanzar esos fines hacía falta regular la industria en procura del bienestar público y sustituir la rapacidad del mercado libre y competitivo por la cooperación organizada.
Así fue como, a fines del siglo XIX, se volvió al estatismo y al gobierno grande, pero exhibiendo ahora una cara favorable a la industrialización y al bienestar general. Los beneficiarios ya no eran la nobleza, los terratenientes feudales y los comerciantes privilegiados, sino más bien el ejército, la burocracia y los fabricantes privilegiados. Estos fenómenos, con diferente intensidad y dependiendo su fuerza de lo acontecido en cada país, tuvieron lugar en ambas márgenes del océano Atlántico, tanto en EE. UU. como en Europa. Von Bismarck en Prusia fue el ejemplo máximo de conservadurismo.
Estos neoconservadores entendieron que el éxito de sus ideas y la prolongación de su dominio en el tiempo, así como el aumento de su poder, tanto político como económico, dependían de hacer que la gente creyera en su doctrina. Los neoconservadores comprendieron que era clave intentar convencer, y no imponer sus ideas a las personas. Y así fue como los neoconservadores avanzaron sobre la educación, quitándoles a los padres el derecho de educar a sus hijos y obligándolos a concurrir a la escuela pública obligatoria. Estos nuevos conservadores, que hicieron una alianza entre intelectuales y Estado, tomaron el control de la educación y comenzaron a enseñar las virtudes del Estado y a ser obediente al Estado. Comenzó una ingeniería social que nunca paró de crecer en los últimos ciento cincuenta años. Muy hábilmente, los nuevos conservadores dieron vuelta las “cosas” y se autoproclamaron liberales y progresistas; y denominaron “hombres de Neandertal y reaccionarios” a los partidarios del laissez-faire.
En este contexto, los liberales actuaron de la peor forma traicionando su esencia. Los liberales abandonaron su radicalismo, su obstinada insistencia por el “deber ser” en detrimento de “lo que se puede”, y así terminaron dejando de lado su lucha (hasta la victoria final) contra el estatismo conservador. Los liberales clásicos empezaron a perder su fervor por el cambio y la pureza de principios. Dejaron de ser un movimiento radical para convertirse en un movimiento “conservador”, en el sentido de estar conformes con la preservación del statu quo. Los liberales terminaron adoptando una legislación cada vez más coercitiva, mientras que los conservadores nunca la abandonaron. A fines del siglo XIX, el liberalismo se conformó con cederle al Estado el dominio sobre todas las palancas de poder en la sociedad: el poder bélico, el poder educativo, el poder sobre el dinero y los bancos, así como sobre las rutas y gran parte de los recursos naturales, aunque con algunas diferencias entre países. Liberales y conservadores terminaron siendo lo mismo.
En pocas palabras, los liberales terminaron aliándose con los conservadores para disfrutar de las mieles de su asociación con el poder y sus negocios con el Estado. Solo pasaron a preocuparse por el libre comercio, dejando de lado el resto del pensamiento filosófico y filosófico político de las ideas de la libertad. Es más, pasaron a sostener el libre mercado tanto en lo productivo como en lo comercial siempre y cuando no afectara sus negocios. Por el contrario, cuando sus negocios crecían de la mano del Estado, nunca dudaron en defender los subsidios, las cuotas, las trabas y los aranceles de importación, haciendo gala del capitalismo más prebendario. Y así fue como el nuevo conservadurismo, como bien marcó Herbert Spencer,(31) pasó a ser el régimen del Estado, de la cooperación forzosa y de la desigualdad de clases.
Esta alianza entre liberales y conservadores no fue gratis y tuvo el peor de los costos. La desaparición del liberalismo como partido del cambio radical y de la esperanza dejó el campo abierto para que el socialismo se convirtiera en el partido de la esperanza y del radicalismo. Permitió que los corporativistas aparecieran como “liberales” y “progresistas”, también como los principales rivales de la extrema derecha conservadora. De hecho, la alianza entre liberales y conservadores fue la que le entregó la victoria en bandeja de plata, tanto intelectual como moral y en forma equivocada, a los socialistas.
El problema es que el socialismo jamás puede conducir al progreso y al desarrollo de la civilización, ya que es movimiento híbrido condenado a fracasar, porque intenta alcanzar los objetivos del liberalismo, es decir, la libertad, la paz, el desarrollo industrial, el crecimiento económico y la prosperidad humana por medio del camino equivocado, o sea, imponiendo los antiguos medios conservadores del estatismo, el colectivismo, los mandamientos coactivos, medios políticos y el privilegio jerárquico. El socialismo pretende utilizar medios equivocados para alcanzar fines buenos, lo cual conduce inexorablemente a malos resultados y a no alcanzar nada de lo pretendido, pero sí logra todo lo opuesto. A los fines a los que pretende acceder el socialismo solo se llega a través de los medios opuestos del socialismo. Se necesita libertad, máximo de acción humana, medios económicos y función empresarial, nada de medios políticos y el gobierno más pequeño posible.
El problema es que el socialismo y su Estado, a través de la fatal arrogancia y el creciente avance de sus normas positivas, terminan destruyendo la igualdad de los hombres frente a ley en nombre de monstruosos y quiméricos objetivos de igualdad o uniformidad de resultados, que no solo conducen al abandono del derecho natural y por ende a la injusticia, sino que divide a la sociedad en dos clases de personas frente a la normativa. Por un lado, aparecen los ciudadanos de primera, que son los burócratas del Estado, que ostentan los medios políticos y son la nueva casta privilegiada. Y, por el otro, están los hombres y mujeres del pueblo, que pasan a tener solo los derechos que los burócratas les conceden. Así, todos los socialistas que detentaron el poder durante el siglo XX y XXI terminaron abandonando el objetivo original de eliminar el Estado, meta que coincidía con los viejos ideales de la revolución libertaria. Por el contrario, los socialistas se convirtieron en conservadores acomodados, defensores de la idea del Estado presente, protectores del statu quo y sostenedores a ultranza de todo el entramado neomercantilista y del capitalismo monopolista de Estado, así como del belicismo y el imperialismo.
En definitiva, al aliarse con el conservadurismo en la segunda parte del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el liberalismo abandonó la filosofía de los derechos naturales y la reemplazó por el utilitarismo tecnocrático. El problema es que el utilitarismo solo puede existir en la esfera individual, ya que es en el último campo en el cual se conocen las preferencias, los gustos y las necesidades. En consecuencia, solo en el plano individual se puede construir una función de bienestar a maximizar sujeta a restricciones. Pero toda esta información está ausente en la esfera colectiva, de ahí que no se pueda construir una función objetiva de bienestar social a maximizar. El utilitarismo social está condenado a fracasar y a conducir a más y más intervención, haciendo crecer al Estado por sobre los individuos. Así, al abrazarse al utilitarismo, el liberalismo del siglo XIX y XX toleró y aceptó de buen grado la acumulación de poder por parte del Ejecutivo y de una cantidad de empleados del Estado afianzados en la oligarquía y en la burocracia. A fin de cuentas, el utilitarismo social termina siendo un seguro de no cambio y un alimento para los problemas más graves. Es más, si al utilitarismo social se le suma el darwinismo social, que sostiene que la ingeniería social solo da resultados en una evolución de largo plazo, entendemos por qué murió el liberalismo radical.
Nosotros pensamos que es imprescindible volver al liberalismo radical. Estamos convencidos de que el liberalismo debe ser optimista y pensar en el largo plazo: los cambios deben ser de fondo y se van a lograr. Coincidiendo con Jorge Luis Borges, nosotros no somos optimistas para el corto y mediano plazo, pero sí lo somos cuando ponemos el foco en el largo plazo. En este sentido, pensamos que en el futuro de corto y mediano plazo el Estado seguirá creciendo y avasallando nuestros derechos individuales. El Estado seguirá avanzando en el corto y mediano plazo. Sin embargo, visualizamos un futuro de largo plazo sin Estado. Sin embargo, este futuro no se dará solo, ni mágicamente. Hay que construirlo. Ninguna casta dominante ha entregado jamás voluntariamente el poder. Tampoco lo hará en el futuro.
La sociedad sin Estado surgirá en el largo plazo solo como resultado de nuestro accionar. No caerá de un árbol. Será un cambio que tendremos que provocar y será posible solo con una revolución, que a su vez será fruto de una evolución; y puede ser pacífica y sin violencia. Primero y ante todo, hay que deslegitimar el sistema imperante. En este sentido, la historia ilustra que los procesos de cambio se iniciaron con un grupo de intelectuales que comenzaron a deslegitimar intelectualmente tanto los fundamentos como el funcionamiento del sistema a cambiar. Al comienzo, fueron unos pocos intelectuales que criticaban el sistema de organización social, político y económico imperante, poniendo en evidencia no solo su falta de ética con los derechos naturales del ser humano, sino también la injusticia de los medios políticos para con la mayoría de las personas que viven de los medios económicos. Obviamente, esta deslegitimación intelectual siempre terminó convirtiéndose en un ataque a los burócratas del Estado y al propio Estado, lo cual nunca fue gratis para dichos intelectuales. Por el contrario, en la mayoría de los casos tuvo altos costos, ya que la respuesta del Estado, de los burócratas y de los cortesanos nunca tardó en aparecer. Generalmente, la contraofensiva de los medios políticos nunca se centró en argumentos sólidos, ya que no los poseían, sino que se focalizaba en ataques personales. En todas las ocasiones fueron acusados de locos, delirantes y, en el mejor de los casos, de utópicos, pero la realidad era que solo se pretendía esconder lo que los intelectuales mostraban, que no era sino lo que los burócratas en poder de los medios políticos y sus cortesanos inmoralmente asociados paralelamente pretendían esconder. Es más, la lógica de los burócratas del Estado y de sus cortesanos inmoralmente asociados solía y suele ser errada. Por ejemplo, en el siglo XVII y en el siglo XVIII a los primeros liberales —hombres que comenzaban a deslegitimar tanto la monarquía como la monarquía absolutista y la esclavitud y que en su lugar proponían una democracia universal y representativa con todos hombres libres y eligiendo su gobierno por medio del voto universal— se les decía: “Eso es imposible, todos los países desarrollados del mundo tienen monarquía y un sistema de producción basado en la esclavitud. Decime dónde hay un país cuyo gobierno sea elegido por medio del voto por todos sus habitantes y que el voto de todos valga uno”. Suena conocido, ¿no? De hecho, no tiene ninguna diferencia con la frase “es imposible un mundo sin Estado, todos los países tienen Estado. Decime dónde hay un país sin Estado y que viva en el caos de la anarquía”.
Hay que deslegitimar el sistema actual. Después, hay que dejar de creer en el Estado. Hay que comprender que el Estado no existe ontológicamente, sino que son un grupo (creciente) de personas de carne y hueso muy bien organizadas, que se coordinan entre sí para extraernos sistemática y permanentemente nuestra riqueza. Si entendemos que el Estado vive de los medios políticos, entendemos que son burócratas que viven de coaccionarnos, violentarnos y agredirnos. De ahí, y siguiendo a Hobbes, vamos a comprender que las agresiones tienen lugar en ámbitos de lucha por el poder de los medios políticos. Ergo, nos daremos cuenta de que la única forma de que la violencia, la coacción y la agresión tiendan a minimizarse es que desaparezca la organización con base en los medios políticos, o sea, suprimir el Estado.
Ahora bien, una sociedad organizada sin medios políticos y sin Estado no es otra cosa que una sociedad organizada en torno a la anarquía. No hay que tenerle miedo a esta palabra. La anarquía no es caos, como se enseña en la educación pública (una mentira más de la casta política, que está, siempre y en todos los lugares, interesada en esparcir el miedo funcional a la expansión de su poder: si la gente piensa y cree que la anarquía es caos y terror, la gente entrega el poder a los medios políticos y a los burócratas del Estado para que la cuiden). La sociedad se puede organizar en anarquía, es decir, sin organización de medios políticos, sin coacción, ni violencia institucional sistematizada. La anarquía no quiere decir que no haya gobernantes, sino que la organización gubernamental es por medio de los medios económicos, no de los medios políticos. Hay anarquía cuando no hay poder real, cuando no hay medios políticos dentro de la organización. O sea, en anarquía, hay gobierno, hay una organización que este coordinada y organizada por el mutuo interés y la conveniencia, por ideas, dinero, filosofía, códigos de honor, etc.
En este marco, la anarquía de libre mercado es la única forma de anarquía posible, porque, al organizarse en torno al libre mercado, tiene sistema de ordenamiento social. Las personas deben comprar su dinero en el mercado para, con él, adquirir los bienes y servicios destinados a satisfacer sus necesidades y placeres. Y ese dinero lo podrán comprar solo si subrogan su comportamiento a las necesidades de su prójimo, que solo les comprará los bienes y servicios que producen si estos sirven para satisfacer sus necesidades. La anarquía de libre mercado es posible porque tiene un sistema de ordenamiento social mediante la cooperación. Por el contrario, la anarquía que no cree en el libre mercado se queda sin sistema de ordenamiento social y cae en una inconsistencia y una contradicción cuando debe recurrir a la violencia estatal para ordenar el entramado socioeconómico.
Además, la teoría económica ya ha demostrado que el Estado no puede funcionar, y la realidad también ya ha ilustrado que el Estado genera muerte, violencia, genocidio y guerras. Por ende, no hay nada que temer, ni perder, yendo hacia la anarquía. A lo sumo, lo peor que puede pasar es que la situación evolucione a una sociedad como la que tenemos ahora.
En pocas palabras, la anarquía de libre mercado es el futuro a largo plazo. Es la opción que se encuentra más alineada con la esencia del ser humano, convirtiéndose en el mejor sistema para ordenar la sociedad, propulsar el progreso e incentivar el desarrollo de la población. La praxeología demuestra que la anarquía de libre mercado no es caos, ni utopía: esto es una mentira construida por los políticos persiguiendo su propio interés. De hecho, la anarquía está en todos lados y no solo funciona, sino que ha funcionado en todo tiempo. El punto es que los políticos están interesados en que no veamos ni internalicemos esto. No la quieren ver. Las coaliciones políticas son anárquicas en esencia. Sus jugadores entran y salen cuando quieren y se encuentran coordinados por medios económicos. De hecho, la corrupción coordina la casta política sin utilizar la violencia, es decir, anárquicamente. No hay Estado dentro del Estado. Los bandidos que crearon los primeros Estados estaban articulados y organizados por convenciones entre ellos. Estaban en anarquía. Es más, los Estados son anárquicos entre sí dentro del contexto internacional. No hay una coacción violenta supranacional. A nivel de la vida de todos los días entre los privados, una empresa está organizada en anarquía, ya que un trabajador puede dejar de ir cuando quiera o lo decida, y nadie puede hacer que vaya por la fuerza. Del otro lado, una banda de delincuentes es anarquía. Hay que entender que la anarquía es cooperación y una coordinación espontánea que no necesita, ni usa, la fuerza, la coacción.
De hecho, el Estado es un método de organización social inferior a la anarquía. Si el Estado fuera tan superior, no necesitaría tanta arquitectura para mantenerse en el poder. Por el contrario, el Estado no puede mantener el orden, mucho menos la seguridad. La gente mantiene el orden y vive gastando fortunas en seguridad después de pagar los multimillonarios impuestos para financiar a la ineficiente policía. Las alarmas, las rejas, los seguimientos satelitales, las cámaras de seguridad privada, la policía privada, los alambres de púas y los cercos electrificados privados lo confirman. Esto último es muy fácil de ver con un ejemplo extremo pero simple y potente: el Estado no puede mantener el orden ni en una cárcel pública y una cárcel en Suiza es más ordenada que en Brasil. ¿Por qué? ¿Por qué esos dos Estados son diferentes? No porque la gente en Suiza y Brasil sea diferente.
Además, como dijo Frédéric Bastiat: “Donde entra el comercio no entran las balas”. La división del conocimiento ha crecido exponencialmente en las últimas décadas y siglos, impulsa la división del trabajo y la especialización como nunca, lo cual ha impulsado exponencialmente la producción y el comercio, lo que hace que la esencia del ser humano sea cada vez de mayor orden y paz. Solo el Estado, con su industria armamentista financiada con su monopolio del dinero FIAT, rompe esta creciente paz y armonía esencial del ser humano. De hecho, hay más Estado, hay más muerte. Así lo ilustra la historia del siglo XX, el siglo de las guerras masivas, en el cual hubo 170 millones de muertes por el Estado y 14 millones de muertes privadas. El dinero FIAT, invento estatal del siglo XX, ha brindado financiamiento infinito para la industria armamentista y la creación de armas de destrucción masiva que cambiaron la forma de hacer la guerra. Antes morían mayormente los militares y los soldados en el frente, y los blancos eran puntuales y localizados. Con las armas de destrucción masiva, los blancos dejaron de ser puntuales y pasaron a morir más civiles que militares en el frente.
Además, el Estado tampoco debería proveer la defensa, porque no lo puede hacer eficientemente sin sistema de precios. En este sentido, el punto es que la defensa es un bien subjetivo. Y, sin libre mercado, los ciudadanos jamás podrán revelar cuánta defensa hay que tener, ni mucho menos ponerse de acuerdo en cuánta defensa hay que tener. Es simple, diferentes personas quieren distintos niveles de seguridad. Unas personas quieren defensa, otras no quieren defensa. Algunas quieren riesgo, otras no quieren nada de riesgo. Y la única forma de que este problema tenga solución es con libre mercado de defensa y sistema de precios. Por el contrario, con defensa proveída en forma monopólica por el Estado, sin sistema de precios y dinero infinito para financiar la carrera armamentística, el gobernante decide. A su gusto y a su necesidad. En este escenario, el resultado solo puede ser uno: más violencia, más inseguridad y más muerte. Del otro lado, ya comentamos que el aumento de la producción y del comercio había vuelto a la gente más pacífica, y que esto parecía irreversible. En otras palabras, los Estados han fomentado la violencia cuando la gente es cada vez más pacífica, toda una dialéctica que pone en evidencia que el Estado va contra la esencia del ser humano, mientras que la anarquía es el camino que la enaltece.
En este marco, y a partir de todo lo que hemos explicado en este capítulo, está más que claro que el Estado es nuestro único enemigo, porque es nuestro amo esclavista, y un esclavo tiene un solo enemigo: su amo. Y ese esclavo no será libre mientras esté bajo el yugo de su amo. En otras palabras, las personas no tendremos libertad mientras suframos la esclavitud estatal. Y, por ende, la única forma de dejar de ser esclavos es eliminar a nuestro amo. Hoy en día, el hombre actual gasta la mitad o más de su energía, de su fuerza de trabajo y de su tiempo enfrentando, ocupándose, defendiéndose, pagando, resistiendo o sirviendo al Estado, sus impuestos, leyes, normas y regulaciones. Más de la mitad de nuestras acciones, que no son sino la combinación de tiempo y energía, están signadas por el Estado. En otras palabras, más de la mitad de nuestra energía está focalizada en servir y satisfacer las necesidades de un tercero, pero no las nuestras; y para peor, ese tercero tiene el monopolio de la ley, de la fuerza y de la justicia. Ese tercero (Estado) escribe las leyes estableciendo de forma unilateral qué nueva parte de nuestra energía y de nuestro esfuerzo le tenemos que entregar. No tenemos ninguna defensa frente a su violenta esquila. Este amo es el que legisla. “Hasta ayer esto lo gastabas en lo que vos querías, pero a partir de mañana no lo gastarás más en vos, me lo darás a mí, que lo gastaré en lo que yo quiera y no tendré por qué rendirte cuentas”. Es el amo Estado el que escribe las leyes en su favor y en nuestra contra y además es el Estado el que tiene la legitimidad de actuar sobre y contra nosotros, sirviendo sus propios intereses y objetivos a través el monopolio de la fuerza y la justicia. Si no cumplimos con la batería de órdenes que nos impone, tiene la legitimidad del derecho positivo para cazarnos y hacernos cumplir sus vicios. Y no solo eso, después de traernos encadenados y encapuchados diciéndonos “tiene derecho a guardar silencio”, nos cobrará y confiscará parte de nuestro ingreso o riqueza para ser actor y juez en su juicio en contra nuestra, llenándose la boca como administrador de justica, que en realidad es injusticia, debajo de una estatua de una señora con los ojos vendados y la balanza equilibrada. Nunca ha habido un amo esclavista tan tirano y poderoso como el Estado. Tenemos que organizarnos y ser los John Brown contra el Estado, pero no moriremos en nuestra emancipación.(32)
En este marco, la pregunta que debemos responder es la siguiente: ¿qué acciones concretas debemos tomar para ir paulatinamente socavando el Estado hasta herirlo de muerte y eliminarlo?, ¿qué tenemos que hacer para pasar de este sistema sociopolítico y económico actual hacia otro nuevo, sin Estado y con plena libertad para los individuos, en el cual todos estemos organizados solo por medios económicos y sin medios políticos, coordinándonos en forma espontánea y con acuerdos mutuos bajo la justicia del derecho natural, derecho consuetudinario y un esquema legal basado en la reciprocidad?
Todo lo que hagamos para erosionar y eliminar el Estado debe partir de la ética y la moral de las ideas de la libertad, y debe ser plenamente consistente con ellas. Nuestra forma de actuar debe ser consistente y nada contradictoria con respecto a la ética y la moral de la libertad, respetando el principio de no agresión, de libre asociación, la propiedad privada y los derechos naturales. Como sostenía Samuel Edward Konkin III: “El principio básico que lleva a un libertario desde el estatismo a una sociedad libre es el mismo que los fundadores del libertarismo usaron para descubrir la teoría en sí. Ese principio es la coherencia. Por lo tanto, una aplicación coherente de la teoría del libertarismo a cada acción realizada por un individuo libertario termina creando la sociedad libertaria”.(33) Es decir, coherencia entre fines y medios. ¿Más claro? Otra vez Samuel Edward Konkin III: “Si la coherencia fracasa, todo pierde su significado”.(34)
Lo segundo que tenemos que saber concierne al terreno de la acción. Para esto, nunca tenemos que perder de vista qué es el Estado y cuáles son sus consecuencias. Cuando vemos que el Estado nos cobra impuestos para brindarnos bienes y servicios públicos, tenemos que recordar que lo primero es un robo y una confiscación y que lo segundo es proveído sin sistema de precios y, por ende, sin revelación de preferencia de parte del consumidor. Ergo, el Estado no sabe qué, cuánto, de qué calidad y en dónde ofrecer lo que ofrece. En el extremo, el Estado lo provee sin saber si el consumidor quiere ese bien o en realidad le gustaría consumir otro. Teniendo en claro todo esto y considerando tanto el plano (primero) ético y moral como (segundo) el plano utilitarista, nos damos cuenta de que uno de los carriles del camino es dejar de pagar impuestos para que nos dejen de robar (ético y moral), y el Estado se quede sin financiamiento (utilitarista) para gastar en estos bienes y servicios. Este accionar se llama agorismo.