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PRÓLOGO. CAMINO A LA REVOLUCIÓN

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Le propongo un breve ejercicio imaginativo. Recuerde su vida previa a la implementación del confinamiento masivo. Sitúese hace tan solo dos años, o tal vez menos. Fines de 2019. No estamos hablando de tiempos remotos, ¿verdad?

Tan solo se requiere una pizca de retrospección para visitarse a usted mismo antes de que la peste del autoritarismo sanitario liquide nuestros derechos y garantías fundamentales. Imagine. Imagínese entablando un diálogo entre su versión del 2019 y quien hoy es usted, cargando ya sobre su espalda la fatídica experiencia de los últimos meses. ¿Creería su alter ego del pasado que bastó un abrir y cerrar de ojos para encerrar, de punta a punta del planeta, a las miles de millones de almas que lo habitan? Simultáneamente, desde Nueva York hasta Pekín, pasando por Caracas y Santiago de Chile, París y Teherán, desde la más cosmopolita de las urbes hasta la más modesta aldea campesina.

Sin importar la presunta forma asumida por cada gobierno, sea una monarquía constitucional, una república democrática o una dictadura de partido único, con escasos matices todos los Estados se pusieron de acuerdo en abolir, de facto y de jure, las libertades elementales e indispensables que recogen y teóricamente protegían la virtual totalidad de tratados internacionales, constituciones, códigos civiles y demás cuerpos jurídicos, que se revelaron como lo que realmente son: una sucesión interminable de fojas y fojas de papel pintado. Sin más.

Entre otros tópicos, este libro aborda el derecho positivo y su máscara demagógica (“leyes votadas por nuestros representantes”), una estafa perpetrada para encubrir la cruenta verdad. No hemos dejado de ser esclavos de nuestros amos, quienes, con mayor o menor benevolencia y de acuerdo con la cambiante coyuntura, deciden permitirnos una menguante cuota de autonomía personal. En palabras del autor, el crecimiento de la legislación positiva empodera a la casta política y alimenta la injusticia.

Giacomini ahonda sobre la génesis teórica y práctica del fracaso constitucionalista, ofreciendo una explicación insuperable a esta situación que aqueja a muchos de nuestros contemporáneos, a quienes les resulta un enigma deprimente puesto que adoraban con fervor mitológico a Alberdi, ignorando simultáneamente el descomunal aporte jurídico de Lysander Spooner, citado en más de treinta pasajes de este libro.

En la actualidad la libertad de tránsito es una costumbre extinta, porque oportunamente usted puede ser arrestado por el temerario acto de rebeldía consistente en atravesar la puerta de su hogar. En países tan cercanos como Perú, difícilmente equiparables hasta ahora con los paisajes de una guerra civil africana, el gobierno de Martín Vizcarra avaló el fusilamiento policial, la ejecución sumaria, de todo aquel que ose incumplir la cuarentena.

Sin llegar a explicitar semejante barbarie, el grupo de bandidos autodenominado Gobierno de la República Argentina hizo lo suyo terminando con la vida de 411 civiles entre marzo y noviembre de 2020, muchos de los cuales murieron pura y exclusivamente por esa misma razón, pisar la calle que pavimentaron con sus impuestos. Así da cuenta el último reporte sobre muertos a manos de las fuerzas represivas elaborado por CORREPI.

A su vez, nuestra cotidianidad se rige por un léxico propio de planes quinquenales estalinistas: “fases”. Ya en “fases” de aislamiento menos estrictas, los vuelos en avión comercial permanecen severamente restringidos y circular trayectos ínfimos dentro del territorio que supuestamente yace bajo una misma soberanía nacional precisa del permiso especial del Estado, salvoconducto que los jerarcas comunistas de antaño le reservaban a quien avalaran para atravesar la cortina de hierro. Con el “permiso para circular” puede trazarse otra analogía histórica: la autorización que debía verbalizar el señor feudal a aquel siervo que quisiera moverse de un sitio a otro sin arriesgar su vida y la de sus seres queridos.

Sorprende, ¿verdad? En pleno siglo XXI, cumbre del progreso tecnológico y cima de la civilización según algunos exégetas entusiastas del statu quo, nos toca revivir postales de la rutina gris que caracterizó al totalitarismo soviético o la agobiante oscuridad de esa larga noche trágica que cubrió a Europa de peste, miseria obligatoria y sumisión resignada durante el milenio medieval. Sin embargo, el vasto recorrido de nuestra especie también ofrece escenas alentadoras, desconocidas por la gran mayoría del público. Por citar solo un ejemplo, la inmensa capacidad autogestiva de la sociedad inglesa antes de que el Estado conquiste, no sin dificultad, sus numerosos espacios de libertad pura. Aprenderemos de este libro que la seguridad privada no es una mera utopía anarcocapitalista, sino que fue lo normal para este pueblo hasta muy avanzada la edad moderna.

Volviendo al presente, carecemos, ahora más que nunca, de dosis mínimas de libertad de expresión. Se han avanzado causas judiciales de diversa índole contra médicos y pacientes que afirmaron que hospitales supuestamente repletos, según la información oficial, estaban en realidad vacíos. También merecen mención los oligopolios de las big tech, encabezadas por Alphabet (Google, Android, YouTube), Microsoft, Facebook (con WhatsApp e Instagram), Apple y Amazon, que han avanzado un paso en la ominosa sinergia con sus aliados y delegados de la política, que, a través de privilegios fiscales, subsidios y leyes a medida, garantizan la posición de privilegio.

Estos nuevos sóviets californianos, ministerios de la verdad orwelliana cuyo alcance excede los más excitados delirios megalómanos de cualquier tirano anterior, resolvieron entregar sus usuarios a distintas policías y organismos sanitarios toda vez que detectaran, vía geolocalización, que salieron de sus hogares o realizaron búsquedas relativas a los síntomas del covid-19. Así mismo y como si se tratase de una sola corporación monopólica, el conjunto de las big tech prohibió explícitamente discutir las directrices sanitarias gubernamentales, aun si se hace a partir de evidencias epidemiológicas y fuentes científicas de la jerarquía de Science o Nature.

Como periodista, y siendo uno de los comunicadores más influyentes de YouTube en lengua castellana, he de admitir que jamás imaginé que los “medios de comunicación alternativos” terminarían ejerciendo sobre nuestro trabajo una presión tanto más superior que la de los viejos editores de los grandes periódicos impresos o los productores de platós televisivos, por donde también pasé.

Este libro reflota la trágica decepción de Thomas Paine, un héroe que arriesga la vida por un ideal fallido, la democracia liberal, y que su propio ejercicio de libertad de conciencia lo obliga a abandonar las dos repúblicas que construyó con sus propias manos: Estados Unidos y Francia. Salvando las enormes distancias, reafirmo que abundan en esta época los desconcertados ante la desintegración de su optimismo. Las big techs ya no obedecen a la presión de anunciantes, ejecutan automáticamente los mandatos de gobiernos amigos, a los que también, sorprendentemente, imparten órdenes. Son las mismas compañías que hace una década desenmascararon a un objetor de conciencia, Edward Snowden, y a un verdadero revolucionario liberal, Julian Assange.

Nos mostraron, con documentos oficiales en la mano, que cada conversación, cada like, cada lectura, cada actividad realizada en cualquiera de estas plataformas es registrada y conservada a perpetuidad por los servidores de una lista creciente de instituciones estatales, en flagrante violación de los términos contractuales establecidos con los usuarios. Han vuelto Torquemada y la Inquisición y, en otra muestra de doble pensar, gusanos intrascendentes que osan llamarse a sí mismos “liberales” los defienden en nombre de una propiedad privada que no es tal, puesto que nadie con dos dedos de frente puede omitir que los tentáculos de estas compañías se extendieron por y para las necesidades espurias de sus socios gubernamentales. Porque a fin de cuentas, todo el mal del que son capaces las corporaciones puede resumirse en una sola palabra: Estado.

Acierta una vez más este libro en sentenciarlo como nuestro único enemigo real. Cito: “La más aceitada maquinaria diseñada para violentar en forma permanente, sistemática y organizada al derecho natural, avasallando la esencia del ser humano, es decir, su libertad”. Esta crisis mundial planificada no solo se explica a través del deseo de exacerbar a una velocidad increíble el poder de la clase política y sus aliados sobre la gran mayoría de sus víctimas, los que vivimos de los medios privados. También se trata de encubrir el colosal desastre económico que previamente han generado las políticas monetarias de emisión salvaje y gasto público desmesurado. El autor, uno de los mejores economistas en nuestra lengua y tiempo, lo explica con lujo de detalles y sin abundar en tecnicismos, fiel a la tradición del pensamiento austríaco y a la fluidez del estilo narrativo de sus precursores intelectuales.

No conforme con ello nos recuerda, datos mediante, que la inflación es el arma confiscatoria por antonomasia, y la moneda prostituida es vector de las peores guerras y catástrofes humanitarias. Y esta no es la excepción a la norma. El caso es que buena parte de la sociedad global decidió trocar una vez más libertad por comodidad, hacer la vista gorda y entregarse voluntariamente a la vejación, la indignidad, el sometimiento absoluto, tal y como Étienne de La Boétie retrató en su tratado más célebre cinco siglos atrás.

Sigamos el racconto sobre la vulneración de la propiedad privada, último y principal reducto de la individualidad humana. Durante meses la mayor parte de las empresas privadas y competitivas del orbe han sido forzadas a cerrar sus puertas. Una conjura planificada por los herederos de la elite bancaria que perpetró el crimen de la FED y la consiguiente expansión de la industria de la guerra (magistralmente ilustrada por Giacomini) contra los verdaderos hombres y mujeres de negocios que cumplen su rol de benefactores de la sociedad. Realizadores prosaicos de la vida comunitaria. Como no podía ser de otra forma, las consecuencias nefastas de esta intervención estatal no tardaron en llegar.

La ONU, proyecto de gobierno mundial que desempeña un papel protagónico en este drama genocida, cifró su magnitud en 300 mil muertes diarias por inanición. La Gran Hambruna que sobrevino a la Revolución rusa luce hasta amigable si se la compara con este exterminio, idénticamente generado por una minoría de iluminados que se arrogan el poder de decidir por el destino del prójimo y concretan su dislate a través de la violencia estatal pura y dura.

Comerciantes que han visto desmoronarse el esfuerzo de toda una vida e inclusive el de anteriores generaciones, desempleados que se suicidan ante la imposibilidad de ofrecerles a sus hijos pequeños un plato de comida y masas de ancianos desesperados, los más propensos a enfermarse, agolpándose en filas interminables bajo el sol ardiente, con el único fin de constatar si el leviatán aún puede pagarles su pensión de miseria.

Quienes sobrevivimos a la hecatombe trabajamos, obligados, desde casa. Digitalizados más que nunca y, repito, por la fuerza. Enriqueciendo a los magnates de las big tech, que levitan entre la autoría y la complicidad directa en este impiadoso experimento social, el más ambicioso del que se tenga conocimiento. Incluso el mundillo de la gran empresa es hoy dominado por enemigos del libre mercado y de la competencia, repito, los nuevos Morgan, Rockefeller, Rothschilds y otras tantas dinastías de cabilderos cuya naturaleza despótica expuso Rothbard, una faceta suya convenientemente oculta por los círculos endogámicos del liberalismo de canapé, pero reivindicada en páginas posteriores.

Al fin y al cabo, es mucho más fácil concentrar capital mediante subsidios, patentes, licencias monopólicas, aranceles, contratos leoninos con los políticos, mercados cautivos, impuestos regresivos y regulaciones que fundan a la competencia. A los empresarios prebendarios, a los lobistas, la idea del laissez faire se les antoja obsoleta, peligrosa, una amenaza natural a su situación dominante. Y en esto último tienen toda la razón. Uno de estos magnates confesamente devotos del socialismo, el “filántropo” Bill Gates, se posiciona como el financista número uno de la OMS y uno de los ideólogos de la primera cuarentena para sanos de la historia universal.

Para llamar “pandemia” a este virus de ínfima letalidad se tornó menester modificar la propia definición del estatuto oficial de las OMS, y para callar a la disidencia científica se desplegó el aparato de censura y propaganda terrorista descrito anteriormente. El sanitarismo no es otra cosa que el arcaico discurso utilitarista de Bentham reducido a su nivel más primitivo: “Si sales de tu casa, morirás o matarás con el virus a tus seres queridos”.

La pluma de Giacomini sitúa la decadencia del movimiento liberal concretamente cuando resultó consumido por el utilitarismo tecnocrático. A la luz de los acontecimientos, podría decirse que este principio se extiende incluso a la decadencia de nuestra especie.

Como es lógico, durante el encierro avanzó la bancarización tan elogiada por tecnócratas conservadores que se disfrazan de liberales. Y con ella prosperan la fiscalización y la conquista de la mafia política sobre los últimos espacios de libertad económica real: el mercado negro y el mercado gris, oasis de mercado en suelo latinoamericano. Sobre esto último se explaya el autor de esta obra, quien defiende con argumentos inmejorables el ejercicio de la contraeconomía como límite verídico y constatable al poder político.

Mientras escribo estas líneas el Foro Económico Mundial viste a Xi Jinping como estadista modelo en Davos. Su fundador, el empedernido millonario socialdemócrata Klaus Schwab, nos dice sin ruborizarse que en nombre de la salud y del medioambiente debemos acostumbrarnos a vivir con menos. Él, para variar, codo a codo con Gates, China y la OMS, se encargó de abrir las puertas de este infierno. Más Estado, menos propiedad. Más colectivismo, menos individuo. Más socialismo, menos libertad.

Vemos aquí un contraste nítido. Por un lado, la fuerza expoliadora que causa todos nuestros males, el estatismo, asumido por izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, magnates y piqueteros, prensa y academia. Por el otro, la acción humana, el comercio, la desobediencia, la revolución del sentido común, la tesis abrazada por el autor.

Unos nos plantean como única salida aparente al confinamiento la vacunación compulsiva de la población mundial con inyecciones cuya falta de estándares mínimos de bioseguridad invita al pobre Louis Pasteur a revolcarse en su tumba. El último paso del totalitarismo, luego de haber confiscado o destruido la propiedad, y haber domado o silenciado su espíritu, es transgredir los sagrados límites de su piel y despojarlo de su posesión más elemental: el propio cuerpo.

Por el otro lado, Giacomini nos propone vacunarnos filosóficamente contra el verdadero virus al que debemos sentir pánico: la esclavitud mental.

Me atrevo a adivinar, estimado lector, que su yo del pasado lo tomaría por loco a la hora de narrarle esta serie de acontecimientos funestos y, al presentarle evidencia, caería en la más absoluta perplejidad. ¿Cómo demonios llegamos a esto? ¿Qué hicimos para concretar y padecer las pesadillas distópicas dibujadas por novelistas de ficción como Huxley, Orwell, Bradbury, Papini o Asimov? Y lo cierto es que ante tan complejo escenario hay una sola respuesta certera: obediencia.

Si bien el avance de la tecnología, tan elogiable en cierto sentido, se ha revelado nefasto a la hora de multiplicar la asimetría de poder entre gobernantes y gobernados, lo que hoy sucede no se diferencia esencialmente de otros capítulos cerrados de la evolución humana, que como advirtió Spencer antes que Darwin, no es lineal y está poblada de altibajos.

El sustento de todo totalitarismo ha sido, es y será en todo momento y en todo lugar el engaño. La más estúpida mentira, repetida mil veces, impregnada hasta el último recoveco de la sociedad y refrendada por el paso de generación a generación se convierte en la verdad orwelliana, en una alienación suicida que adormila nuestro instinto de supervivencia y conduce el rebaño anestesiado al matadero.

Pero no todo es desazón y pesimismo. Al contrario. Como he dicho, de aquellos polvos estos lodos y siempre que llovió, paró. La humanidad ya se impuso a constantes transes agónicos causados por el mismo dirigismo fatalmente arrogante que pretende dominarnos en la actualidad. La pugna entre la pulsión de libertad y el falaz deseo de seguridad es ancestral; no obstante, creo, como Spinoza, que la libertad, nuestro divino tesoro quijotesco, finalmente prevalecerá sobre sus enemigos. La ignominia feudal, aparentemente perpetua, pereció a manos de la burguesía, una fuerza transformadora emanada por un grupo de hombres dispuestos a arriesgar su vida con tal de renunciar a la condición de siervos de la gleba. Ellos, los desobedientes, talaron los árboles que los señores dejaron crecer en medio de los antiguos caminos romanos. Y volvieron a transitarlos, contra órdenes de captura y muerte y excomuniones que amenazaban con el fuego eterno. Las olvidadas urbes renacieron en forma de burgos. El comercio, sistema circulatorio de la civilización, renació y, con él, la humanidad se despertó del letargo, del odio a la existencia carnal y material, de la negación de sí misma.

Del mismo modo, cuatro siglos más tarde perecieron las monarquías absolutas, que, al igual que los Estados democráticos modernos, se proponían como única forma posible de orden social. Desapareció del mapa la Inquisición y el Index librorum prohibitorum pasó de ser ley a un vulgar boletín de sugerencias dominicales. Sucumbió el Imperio español y trastabilló el británico, al tiempo que el ser humano se despidió de una vez por todas de su mayor pecado: la esclavitud. Nada de esto fue resultado del azar. TODO se lo debemos a los movimientos revolucionarios y a los cambios culturales paulatinos que derivaron de una sola filosofía: el liberalismo.

El siglo XIX tuvo como best sellers y líderes editoriales indiscutidos primero a Thomas Paine, luego a Frederic Bastiat y finalmente a Herbert Spencer en materia filosófica. Sin nada que se le parezca a la World Wide Web, el periódico bostoniano Liberty unió las almas y las plumas de sus discípulos: el belga Gustave de Molinari, el británico Auberon Herbert y el norteamericano Spooner, que coincidieron en declarar obsoleta la farsa de la división de poderes, puesto que la experiencia empírica ya había refutado dicha ensoñación, la de un Estado que se limita a sí mismo contra su propio interés. Todos ellos proclamaron que el nuevo desafío consistía en vencer a la tiranía de los parlamentos, cuya deshonestidad suprema convierte a muchas de sus víctimas, los votantes, en cómplices de sus cadenas. Pueden elegir cada cierto tiempo a su carceleros, pero jamás se les permite definir si serán realmente soberanos de sí mismos. Destutt de Tracy lo llamó ideología social; Marx, superestructura; Gramsci, hegemonía. Las ideas que prevalecen sobre los pueblos determinan su destino.

El autor de este libro desmiembra magistralmente distintos conceptos que resultaron imprescindibles para abolir la efervescencia libertaria de aquellos años e inaugurar el siglo de la muerte, el siglo XX, que Antony Sutton llamó con razón el siglo de los tres socialismos: el soviético, el nacional/fascista y el corporativo, que termino por imponerse por su condición pragmática y su eficiencia superior a los anteriores, convirtiéndose en hegemonía del nuevo milenio y caldo de cultivo de la dictadura sanitaria.

Desde la democracia hasta la educación pública, pasando por el dinero fiduciario, Diego Giacomini replica la formidable destreza argumentativa que caracterizó a los padres fundadores del liberalismo. Y, armado de la ventaja de ser nuestro contemporáneo, alerta sobre cada uno de los ardides que cimientan la cárcel estatal. No conforme con ello, redobla la apuesta destrozando los cantos de sirena de impostores que usurpan el buen nombre del liberalismo y hace más de cien años alimentan el sistema liberticida en busca del privilegio personal, tal y como advirtió Spencer en El hombre contra el Estado y confirmó Buchanan con su public choice theory.

El presente trabajo, que revitaliza lo mejor del pensamiento liberal clásico, de su inevitable evolución anarquista y de la mirada prexeológica austríaca, no se limita a la crítica de lo existente, sino que postula una posible escapatoria, realista y acorde a la naturaleza humana. Sin mesías ni atajos facilistas.

Los invito, sin más, a beber de este vaso de agua en el desierto, a cometer el acto subversivo de pensar y cuestionarlo todo y a motivarse para emprender el necesario esfuerzo de poner nuestro grano de arena por la revolución de la libertad.

Nicolás Morás

Montevideo, marzo de 2021

La revolución de la libertad

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