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INTRODUCCIÓN

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Este segundo discurso sobre la Fortuna ha concitado algunos debates sobre su autenticidad. Von Arnim la pone en duda por su monotonía y el poco cuidado del autor en evitar el hiato. La monotonía, para el sabio alemán, es impropia de la gracia habitual en los escritos de Dión. Los descuidos en el hiato son, en los autores de la época, un criterio que ayuda a distinguir lo auténtico de lo espurio. Lamar Crosby, en su edición de la Biblioteca Loeb, añade el prurito de erudición de que hace gala el autor.

Sin embargo, hemos de reconocer que en este discurso se dan las constantes de la obra de Dión; su mirada al pasado, sus múltiples referencias a Homero, sus ejemplos que le sirven para ilustrar los temas tratados. Es verdad que multiplica los detalles de erudición. Hasta sesenta y cuatro personajes distintos, sin contar a los dioses, son una abundancia considerable de testimonios. Pero con ello consigue, a mi parecer, demostrar la tesis de todo el discurso: que la Fortuna es, en definitiva, la que determina la suerte o desgracia de los hombres. Lo prueban todos esos personajes que experimentaron en sus propias carnes los caprichos de esta diosa.

La Fortuna es el blanco de muchas iras y de muchas quejas (§ 1). Es no solamente la que impone el peso en la balanza de los dioses. Es, dice Dión, el todo que marca y fija los destinos (§ 23). Y en un pasaje que nos recuerda el Gran Teatro del Mundo de Calderón, a partir de una cita de la Ilíada, se nos dice que en el umbral de Zeus hay dos toneles. Uno está lleno de bienes; otro, de males. Los toneles están en el palacio del Padre de los Dioses, pero la que administra esos tesoros es la Fortuna (§ 26).

De ahí, la insensatez de los hombres que actúan y deciden siguiendo opiniones y criterios, cuando todo depende de ese divino azar que es la diosa de moda.

A quién iba destinado el discurso, no es fácil descubrirlo. Sus variadas referencias a las relaciones de Atenas con Eubea podrían hacer pensar en alguna de las ciudades de la isla. Pero Dión distingue Eubea, tierra áspera, de la otra en la que parece hablar: «aquí» (§ 13), «esta tierra» (§ 15), «sois griegos» (§ 17), los oyentes han experimentado un cambio notable, de pobres se han hecho ricos. Por todo, se ha pensado en que Dión podía haber dirigido el discurso a un grupo selecto de napolitanos, oriundos del Ática. Ellos podían sentirse orgullosos, como Sócrates, por ser atenienses. Estrabón (V 246) nos informa de que, una vez fundada Nápoles por los habitantes de Cumas, acudieron atenienses a establecerse en la «ciudad nueva», una ciudad que no es áspera como Eubea, pero sí criadora de jóvenes (§ 15).

Otro detalle que merece la pena subrayar es la forma abrupta con que termina el discurso. El autor inicia una interesante comparación —la vida del hombre es como una procesión— que deja sin el desarrollo correspondiente. No es la única vez que esto ocurre en los discursos de Dión. La pieza podía haber quedado inacabada en espera de un último y definitivo remate.


Discursos LXI-LXXX

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