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LXII

SOBRE LA REALEZA Y LA TIRANÍA


INTRODUCCIÓN

El discurso LXII ofrece algunas aporías acerca de su carácter de discurso. La forma de empezar sugiere una referencia a fragmentos anteriores. Y el final deja pendiente una larga pregunta múltiple a la que no se da la respuesta consiguiente. Además, el título promete un trato de los dos temas, la realeza y la tiranía, cuando no se dice nada prácticamente de la segunda. Ya sabemos que Dión tiene una clara mentalidad demócrata de estilo griego. Amigo de la libertad, tiene la osadía de recomendar al emperador que se la conceda generosamente a sus súbditos.

De todos modos, el tema es recurrente en la obra de Dión, que ya dedicó a su estudio los cuatro primeros discursos de su colección. Para él, las figuras del buen rey y del tirano son diametralmente antagónicas. Como lo son las realidades positivas y su eventual corrupción. En este breve alegato, que bien pudiera ser desgajado de otro conjunto más extenso e importante, Dión juega a la antítesis y a la paradoja. Nunca podrá ser un buen rey, capaz de gobernar multitudes lejanas quien no sabe gobernarse a sí mismo, el más íntimo y cercano. Es como el que pretende ver el cielo y las estrellas cuando es incapaz de ver lo que pisan sus pies.

Pero todo lo que exige Dión del rey puede resumirse en la moderación y el dominio de sí mismo que lo conducen a un sentimiento innato de libertad. No debe dejarse dominar por los placeres, sino dominarlos y administrarlos. Ni debe dejarse arrastrar por resentimientos ni por ambiciones, aunque tenga que arrostrar gastos para cimentar su poder de mandar y salvar.

El rey, en suma, debe poseer esas cuatro virtudes que el catecismo denomina cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, porque tienen algo de los puntos de apoyo fundamentales de la existencia humana. Las virtudes de las que careció, y de qué manera, el Sardanápalo que quedó en la memoria y en la tradición de los griegos. Pero el mal rey es como un ciego que ejerce de guía, como una regla torcida, como un león con corazón de ciervo, como un hierro más blando que la cera.


SOBRE LA REALEZA Y LA TIRANÍA

En verdad, si alguien no es capaz de gobernar a un solo [1] hombre, aunque sea el más cercano a él, con el que realmente convive 1 , ni lo es siquiera de dirigir a una sola alma, la suya propia, ¿cómo podría reinar sobre incontables miríadas dispersas por todas partes, como haces tú 2 , y sobre muchos que habitan los confines de la tierra, a la mayoría de los cuales ni los ha visto ni los podría ver jamás, y cuya lengua ni siquiera entendería? Pues sería lo mismo que si alguien dijera que uno, tan impedido de la vista que no puede ver ni siquiera lo que tiene a los pies sino que necesita un lazarillo, llega con su vista hasta los objetos más alejados, como los que desde el mar ven a lo lejos las montañas y las islas; o como si uno que no puede hablar a los que están a su lado fuera capaz de hablar y hacerse entender de pueblos enteros y de ejércitos. Pues el entendimiento tiene algo similar [2] a la vista. Cuando ésta se encuentra estropeada, no puede ver ni siquiera lo que está más cerca, pero cuando está sana alcanza hasta el cielo y las estrellas. Esto mismo pasa con la inteligencia del hombre sensato, que es capaz de gobernar a todos los hombres, mientras que la del insensato no puede custodiar ni siquiera a una sola persona ni a una sola casa.

Pues la mayoría de los que están instalados en el poder, como les está permitido recibirlo todo, lo desean todo; como la justicia reposa sobre ellos, por eso son injustos; como no temen las leyes, creen que ni siquiera existen; como no están obligados a trabajar, nunca cesan de vivir en el lujo; como nadie se defiende cuando es ultrajado, nunca dejan de ultrajar; como no carecen de ningún placer, nunca se hartan de placeres; como nadie los censura en público, no se privan en absoluto de injustas habladurías; como nadie los quiere disgustar, por ello se enfadan con todos; como a los que están irritados se les permite hacer todo, por eso se irritan [3] continuamente. En cambio, el buen gobernante, como tú, adopta una actitud contraria. Nada ambiciona porque piensa que lo tiene todo; es parco en el uso de los placeres porque no se vería privado de ninguno que le apeteciera; es más justo que los demás dado que administra justicia para todos; disfruta con el trabajo, porque trabaja con gusto; ama las leyes porque no las teme.

Y tiene razón al pensar así. ¿Pues quién tiene necesidad de mayor sensatez que el que delibera sobre temas tan importantes? ¿Quién necesita una justicia más exacta que aquel que es más grande que las leyes? ¿Quién, una prudencia más constante que aquel a quien todo le está permitido? [4] ¿Quién necesita mayor valentía que aquel que es el protector de todo? Más aún, el que ha de gobernar sobre otros muchos, necesita hacer, por una parte, toda clase de gastos, por otra, necesita ejércitos, tanto de infantería como de caballería, y además, murallas, naves y máquinas de guerra, si pretende tener sometidos a sus súbditos, y defenderse de sus enemigos, y si alguien se aparta de su autoridad, reducirlo a su dominio. Pero el dominarse uno a sí mismo es lo menos costoso de todo, lo menos complicado, lo menos arriesgado. Pues la vida del hombre que se domina a sí mismo ni es costosa, ni trabajosa ni inestable. Pero, sin embargo, siendo así, resulta la más difícil de todas.

Cuando aquel famosísimo Sardanápalo 3 poseía Nínive y [5] poseía Babilonia, las ciudades más importantes de las que existieron en la antigüedad, le estaban sometidas todas las gentes que habitaban el segundo continente 4 hasta las partes llamadas desérticas de la tierra. Pero de la realeza no le iba nada, no más que a cualquiera de los cadáveres putrefactos. Porque lo que es deliberar, o juzgar o dirigir el ejército 5 ni quería ni podía. Y cuando estaba en palacio, retirándose al [6] gineceo, permanecía sentado con las piernas encima de un lecho de oro, lo mismo que Adonis cuando es llorado por las mujeres 6 , hablando con voz más aguda que los eunucos, inclinando el cuello, pálido y tembloroso por la ociosidad y la oscuridad, lívido de cuerpo, vueltos los ojos como si se estuviera ahogando; de forma que no era posible distinguirlo de las concubinas. Y sin embargo, retuvo el poder, al parecer, durante algún tiempo, llevado por el azar, como una nave sin timonel, arrastrada muchas veces por el mar sin nadie que la dirija, a la aventura, mientras reina el buen tiempo. Luego, un pequeño movimiento de mar que se levanta, [7] una única ola fácilmente la sumerge. Igualmente es posible ver un carro dando vueltas en la batalla sin que nadie lleve las riendas, el cual no conseguirá posiblemente la victoria, pero siembra la confusión y hasta la destrucción entre la multitud de espectadores que están cerca.

Pues no podrá haber jamás un rey insensato, como no podría un ciego llegar a ser guía del camino; ni un rey injusto, como no podría una regla ser torcida, desigual y necesitada de otra regla; ni cobarde, como no podría haber o un león con espíritu de ciervo o un hierro más blando que la cera o el plomo. En cambio, ¿quién tiene un dominio de sí mismo más estricto que el que vive en medio de los mayores placeres, el que administra los asuntos más importantes, el que disfruta de menos tiempo libre y el que se preocupa de los asuntos más importantes y numerosos?


1 Se supone que se trata del individuo que no sabe gobernarse a sí mismo.

2 Probablemente, Trajano, amigo y admirador de Dión.

3 Sardanápalo, la versión griega de Asurbanipal, el último de los grandes conquistadores asirios (668-625 a. C.), dejó honda huella en el recuerdo de los griegos. Por HERÓDOTO (II 250, 3) sabemos de sus inmensas riquezas. De su molicie y costumbres afeminadas nos llegó la noticia a través de Ctesias, el médico de Artajerjes II, a quien acompañó en la batalla de Cunaxa.

4 Se trata de Asia, considerada por los griegos como «el otro» continente.

5 Tres actividades, propias de un ciudadano de primera línea: presidir el Consejo, administrar justicia y dirigir el ejército.

6 Lo era en las Adonias, fiestas en honor de Adonis, que duraban dos días. En el primero prevalecían los lamentos por la muerte del dios. En el segundo, las mujeres se entregaban a una desenfrenada alegría por su resurrección. Cf. ARISTÓFANES , Lisístrata 389.

Discursos LXI-LXXX

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