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ОглавлениеUN ENCUENTRO
Fue Joe Dillon el que nos enseñó lo que era el Salvaje Oeste. Tenía una pequeña biblioteca compuesta por viejos números de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel[1]. Cada tarde después del colegio nos juntábamos en el jardín de detrás de su casa y organizábamos batallas de indios. Él y el gordo de su hermano pequeño, Leo el Ocioso, defendían el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de conquistarlo al asalto; o nos enfrentábamos en una reñida batalla en el césped. Pero por muy bien que lucháramos, nunca vencíamos ni asedio ni batalla y todos nuestros combates concluían con la danza guerrera de la victoria de Joe Dillon. Sus padres iban todas las mañanas a misa de ocho en Gardiner Street[2] y el pacífico aroma de la señora Dillon solía prevalecer en el vestíbulo de la casa. Pero él jugaba con demasiada saña para nosotros, más jóvenes y tímidos. Parecía un indio cuando corría y brincaba por el jardín, un viejo cubreteteras en la cabeza, dándole a una lata con el puño y chillando:
—¡Ya! ¡Yaka, yaka, yaka!
Cuando dijeron que tenía vocación sacerdotal nadie lo creyó. Sin embargo era cierto.
Un indisciplinado espíritu se propagó entre nosotros y, bajo su influencia, las diferencias de cultura y constitución se dejaron de lado. Formamos una pandilla, algunos resueltamente, algunos en broma y algunos casi con miedo: y entre los de este último grupo, el de los indios renuentes que temían parecer estudiosos o faltos de vigor, yo era uno. Aunque las aventuras narradas en las historias del Salvaje Oeste resultaban ajenas a mi naturaleza, al menos abrían puertas de escape. A mí me gustaban más unas historias americanas de detectives que de cuando en cuando eran surcadas por feroces y desaliñadas chicas guapas. Aunque en estas historias no había nada malo y aunque su intención era literaria a veces, circulaban en secreto por el colegio. Un día mientras el padre Butler estaba escuchando las cuatro páginas de historia de Roma, al patoso de Leo Dillon le pillaron con un ejemplar de The Halfpenny Marvel.
—¿Esta página o esta página? ¿Esta página? ¡A ver, Dillon, en pie! Apenas había el día... ¡Continúa! ¿Qué día? Apenas había el día amanecido...[3]. ¿Lo has estudiado? ¿Qué tienes ahí en el bolsillo?
Los corazones de todos palpitaron cuando Leo Dillon entregó el cuadernillo y pusimos todos gesto inocente. El padre Butler pasó las páginas, frunciendo el ceño.
—¿Qué es esta basura? –dijo–. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que lees en lugar de estudiar la historia de Roma? Que no vuelva a encontrar ni uno más de estos desdichados productos en esta escuela. El que lo escribió fue, supongo, algún desgraciado escritorzuelo que escribe estas cosas para costearse la bebida. Me sorprende de muchachos como vosotros, educados, que leáis semejantes cosas. Podría entenderlo si fuerais... chicos del colegio público[4]. Bien, Dillon, te lo advierto seriamente, aplícate a tus tareas o...
Esta reprimenda en mitad de las severas horas de colegio hizo que para mí palideciera gran parte de la gloria del Salvaje Oeste, y la fofa y confusa cara de Leo Dillon despertó una de mis conciencias[5]. Pero en cuanto la restrictiva influencia del colegio quedaba lejos, de nuevo comenzaba a apetecer sensaciones fuertes por la vía de escape que únicamente esas crónicas de desorden parecían ofrecerme. Al final la fingida guerra de la tarde se me hizo tan tediosa como el colegio de la mañana, pues quería que me sucedieran verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensaba, no le ocurren a la gente que se queda en casa: hay que buscarlas fuera.
Las vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina cuando me decidí a romper con el tedio de la vida escolar durante un día al menos. Con Leo Dillon y un chaval llamado Mahony planeé hacer novillos un día. Cada uno ahorró seis peniques. Nos íbamos a encontrar a las seis de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony iba a escribirle una excusa y Leo Dillon iba a pedirle a su hermano que dijera que estaba enfermo. Quedamos en subir por Wharf Road hasta llegar a los barcos, cruzar luego en el ferri e ir andando a ver Pigeon House[6]. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o alguien de la escuela; pero Mahony, con toda la razón, preguntó qué iba a estar haciendo el padre Butler en Pigeon House. Quedamos convencidos: y yo puse fin a la primera etapa del complot recolectando los seis peniques de los otros dos, mostrándoles a la vez los míos. Cuando hacíamos los últimos preparativos, en la víspera, todos estábamos algo nerviosos. Chocamos la mano, riendo, y Mahony dijo:
—Hasta mañana, compañeros.
Esa noche no dormí bien. Por la mañana fui el primero en llegar al puente, pues era el que vivía más cerca. Escondí los libros entre la hierba crecida cerca del pozo de la ceniza[7] al final del jardín, donde no iba nadie nunca, y me fui aprisa por la orilla del canal. Era una mañana soleada y templada de la primera semana de junio. Me senté en la barandilla del puente admirando mis ligeras zapatillas de paño, que había diligentemente blanqueado por la noche, y observando los dóciles caballos que tiraban colina arriba de un tranvía cargado de comerciantes y oficinistas. Las ramas de los grandes árboles que bordeaban la alameda mostraban alegres pequeñas hojas de color verde claro y el sol pasaba sesgado a su través hasta el agua. La piedra de granito del puente empezaba a estar templada y me puse a darle con las palmas al compás de una melodía que tenía en la cabeza. Era muy feliz.
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi acercarse el traje gris de Mahony. Venía de la colina, sonriendo, y se encaramó junto a mí en el puente. Mientras esperábamos sacó el tirador que abultaba en su bolsillo interior y me explicó algunas mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me dijo que lo había traído para chotearse con los pájaros. Mahony usaba expresiones vulgares con soltura y al padre Butler le llamaba Mechero Bunsen[8]. Esperamos durante un cuarto de hora más pero seguía sin haber rastro de Leo Dillon. Finalmente Mahony bajó de un salto y dijo:
—Vamos. Ya sabía yo que el gordinflón se echaría atrás.
—¿Y sus seis peniques...? –dije.
—En prenda –dijo Mahony–. Mejor para nosotros. Un chelín y medio en vez de un chelín[9]. Fuimos por North Strand Road hasta que llegamos a la fábrica de vitriolo y después giramos a la derecha por Wharf Road. Mahony empezó a jugar a los indios tan pronto como nos alejamos de la vista de la gente. Persiguió a un grupo de rústicas[10] blandiendo su tirador sin cargar, y cuando dos rústicos empezaron, en gesto de caballerosidad, a tirarnos piedras, propuso que cargáramos contra ellos. Objeté que los chavales eran muy pequeños, así que seguimos andando; la panda de rústicos nos gritaba: ¡Pañaleros! ¡Pañaleros![11], pensando que éramos protestantes porque Mahony, que era de moreno de tez[12], llevaba la insignia de plata de un club de cricket[13] en la gorra. Al llegar al Smoothing Iron[14] planeamos un asedio; pero fue un fracaso porque hay que ser al menos tres. Nos vengamos de Leo Dillon manifestando lo rajado que era e imaginándonos cuántas le caerían del señor Ryan a las tres.
Nos acercamos después al río. Estuvimos mucho rato dando vueltas por las ruidosas calles flanqueadas de altas paredes de piedra, viendo las grúas trabajar, y los conductores de los chirriantes carros nos gritaron muchas veces por habernos quedado parados. Era mediodía cuando llegamos a los muelles, y como todos los trabajadores parecían estar almorzando, compramos dos currant buns[15] grandes y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos entretuvimos con el espectáculo de la actividad comercial de Dublín... las barcazas señalizadas allá lejos por sus rizos de algodonoso humo, la flota pesquera marrón más allá de Ringsend[16], el gran buque de vela blanco que estaban descargando en el muelle opuesto. Mahony dijo que sería fenomenal escaparse al mar en uno de esos grandes barcos, e incluso yo, al mirar los grandes mástiles, vi o imaginé que la escasa dosis de geografía que me habían enseñado en el colegio adquiría sustancia ante mis ojos. El colegio y nuestra casa parecían alejarse y parecía desvanecerse la influencia que ejercían en nosotros.
Cruzamos el Liffey en el ferri, abonando el peaje para que nos transportaran junto a dos trabajadores y un pequeño judío con una maleta. Estuvimos serios hasta de solemnidad, aunque durante el corto trayecto hubo un momento en que cruzamos la mirada y nos reímos. Cuando desembarcamos nos quedamos viendo la descarga del buque de tres palos que habíamos observado desde el otro muelle. Uno que estaba allí mirando dijo que era un buque noruego. Yo fui a la popa y traté de descifrar el letrero que había, pero como no lo logré, volví y me puse a examinar a los marineros extranjeros para ver si alguno de ellos tenía los ojos verdes[17], pues tenía cierta confusa idea... Los ojos de los marineros eran azules y grises e incluso negros. El único marinero cuyos ojos habría podido decirse que eran verdes era un tipo alto que entretenía a la gente que había en el muelle gritando alegremente cada vez que las planchas caían:
—¡Vale! ¡Vale!
Cuando nos cansamos de este espectáculo fuimos internándonos lentamente hacia Ringsend. El día se había puesto bochornoso, y en los escaparates de las tiendas de comestibles había galletas revenidas amarilleándose. Compramos chocolate y unas galletas que nos comimos diligentemente mientras andábamos por las míseras calles donde viven las familias de los pescadores. No pudimos encontrar una lechería[18], así que fuimos a un colmado y compramos una botella de zumo de frambuesa cada uno. Reanimados así, Mahony persiguió a un gato por un callejón, pero el gato escapó a un descampado. Los dos estábamos bastante cansados y cuando llegamos al descampado fuimos inmediatamente a un terraplén desde cuya cresta podíamos ver el Dodder[19].
Era demasiado tarde y estábamos demasiado cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de acercarnos a Pigeon House. Si no estábamos en casa antes de las cuatro nuestra aventura se descubriría. Mahony miraba con pesar su tirador y para que recuperara algo la alegría tuve que proponer que fuéramos a casa en tren[20]. El sol se escondió tras unas nubes y nos dejó con nuestros hastiados pensamientos y las migas de nuestras provisiones.
No había nadie salvo nosotros en el descampado. Tras permanecer un rato tumbados en el terraplén sin hablar, vi a un tipo que se acercaba desde la parte más lejana del descampado. Le observé perezosamente a la vez que chupaba uno de esos tallos verdes con los que las chicas dicen la fortuna[21]. Venía con lentitud junto al terraplén. Caminaba con una mano en la cadera y en la otra sostenía un bastón con el que tocaba levemente la hierba. Iba desastradamente vestido con un traje negro verdoso y llevaba lo que llamábamos un sombrero jerry de copa alta[22]. Parecía ser bastante viejo, pues su bigote era color gris ceniza. Cuando pasó a nuestros pies alzó rápidamente la mirada hacia nosotros y luego continuó su camino. Le seguimos con la vista y cuando se había alejado unos cincuenta pasos vimos que se daba la vuelta y volvía sobre sus pasos. Siempre golpeando levemente el suelo con el bastón, caminó hacia nosotros muy lentamente, con una lentitud tal que pensé que estaba buscando algo entre la hierba.
Cuando llegó a nuestra altura se detuvo y nos dio los buenos días. Le contestamos y se sentó junto a nosotros en la pendiente con lentitud y extremando el cuidado. Empezó a hablar del tiempo, dijo que haría un verano muy cálido y añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde que él era chaval... hacía ya mucho tiempo. Dijo que la época mejor de la vida de uno era sin duda la época de colegial y que daría todo por volver a ser joven. Mientras expresaba estos sentimientos que nos aburrían un poco estuvimos callados. Entonces se puso a hablar del colegio y de libros. Nos preguntó si habíamos leído la poesía de Thomas Moore o las obras de sir Walter Scott y lord Lytton[23]. Yo fingí haber leído todos los libros que mencionó de modo que finalmente dijo:
—Ah, veo que eres un ratón de biblioteca, como yo. Pero –añadió señalando a Mahony, que nos observaba con los ojos muy abiertos– él es diferente; a él lo que le van son los juegos.
Dijo que en su casa tenía todas las obras de sir Walter Scott y todas las obras de lord Lytton y que nunca se cansaba de leerlas. Había, desde luego, dijo, algunas obras de lord Lytton que los chicos no podían leer. Mahony preguntó por qué los chicos no podían leerlas... una pregunta que me incomodó y me apesadumbró, pues temí que el hombre pensara que yo era tan estúpido como Mahony. Sin embargo, el hombre se limitó a sonreír. Vi que tenía grandes huecos en la boca entre los amarillos dientes. Entonces nos preguntó cuál de los dos tenía más novias. Mahony mencionó sin darle importancia que él tenía tres ninfas[24]. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Contesté que no tenía ninguna. No me creyó y dijo que estaba seguro de que tenía que tener una. Yo me quedé callado.
—Díganos –le dijo Mahony con descaro– cuántas tiene usted.
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él tenía nuestra edad tenía montones de novias.
—Todo muchacho –dijo– tiene una novieta.
Su actitud sobre este punto me chocó, me pareció extrañamente liberal para un hombre de su edad. En mi interior pensé que lo que decía de los muchachos y las novias era razonable. Pero no me gustaban las palabras en su boca y me pregunté por qué se había estremecido una o dos veces como si temiera algo o hubiera sentido un frío repentino. Cuando continuó noté que tenía buen acento[25]. Empezó a hablarnos de chicas, diciéndonos lo bonito y suave que tenían el pelo y lo suaves que eran sus manos y que, aunque no se supiera, no todas las chicas eran tan buenas como parecían ser. No había nada, dijo, que le gustara más que mirar a una guapa jovencita, a sus bonitas manos blancas y a su bonito pelo suave. Me daba la impresión de estar repitiendo algo aprendido de memoria o de que, hipnotizada por algunas de las palabras de su propio discurso, su mente diera vueltas lentamente una y otra vez alrededor en una misma órbita. A veces hablaba como si simplemente estuviera aludiendo a un hecho que todos conocieran, y a veces bajaba la voz y hablaba misteriosamente como si nos estuviera diciendo algo secreto que no quisiera que otros escucharan. Repetía las frases una y otra vez, variándolas y rodeándolas con su monótona voz. Yo seguía mirando la parte inferior de la pendiente, escuchándole.
Tras un buen rato su monólogo se cesó. Se levantó lentamente y dijo que tenía que dejarnos un minuto más o menos, unos minutos, y sin cambiar mi vista de dirección le vi alejarse andando despacio hacia el extremo más cercano del descampado. Cuando se marchó nos quedamos callados. Tras un silencio de unos minutos escuché a Mahony exclamar:
—¡Vaya! ¡Mira lo que está haciendo!
Como yo ni contestaba ni alzaba los ojos, Mahony volvió a exclamar:
—Vaya... ¡Es un viejo lila![26].
—En caso de que nos pregunte los nombres –dije yo–, tú eres Murphy y yo Smith.
No nos dijimos nada más. Todavía estaba sopesando si irme o quedarme cuando el tipo volvió y se sentó de nuevo entre nosotros. Apenas se había sentado cuando Mahony, al ver el gato que se le había escapado, se levantó y le persiguió campo a través. El hombre y yo observamos la persecución. El gato volvió a escaparse y Mahony empezó a tirar piedras a la pared a la que el gato había trepado. Dejando aquello, empezó a ir de un lado a otro sin rumbo fijo en la parte más alejada del descampado.
Tras una pausa el tipo me habló. Dijo que mi amigo era un chaval muy rudo y preguntó si le azotaban a menudo en el colegio. Yo iba a contestar indignado que nosotros no éramos chicos de colegio público a los que azotaban, como él decía; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre el tema del castigo a los niños. Su mente, como hipnotizada otra vez por su discurso, parecía moverse en círculos lentamente una y otra vez alrededor de su nuevo centro. Dijo que cuando los chicos eran de esa clase debían ser azotados y bien azotados. Cuando un muchacho era rudo y rebelde nada le venía bien salvo unos buenos y sanos azotes. Un golpe en la mano o un cachete no servían de nada: lo que necesitaba era unos buenos azotes en caliente. Esta opinión me sorprendió e involuntariamente alcé la vista hacia su rostro. Al hacerlo me topé con la mirada de un par de ojos color verde botella que me observaban por debajo de una frente fruncida. Volví a apartar los ojos.
El tipo continuó su monólogo. Parecía haber olvidado su reciente liberalismo. Dijo que si alguna vez encontraba a un chaval que hablara con chicas o que tuviera novia le azotaría y le azotaría; y que eso le enseñaría a no ir hablando con chicas. Y si un chaval tenía novia y mentía al respecto, entonces le daría una azotaina como la que ningún chaval jamás hubiera recibido en este mundo. Dijo que en este mundo nada le gustaría tanto como hacer eso. Me describió la forma en la que azotaría a ese chaval como si me estuviera descubriendo un complicado misterio. Aquello le encantaría, dijo, más que nada en este mundo; y su voz, mientras me guiaba monótonamente a través del misterio, se hizo casi afectiva y pareció rogarme que le entendiera.
Esperé a que el monólogo cesara otra vez. Entonces me levanté bruscamente. Para evitar que se me notara mi agitación me demoré unos instantes haciendo como que me ajustaba el zapato y entonces, diciendo que tenía que marcharme, le deseé buenos días. Subí por la pendiente con calma, pero el corazón me latía con rapidez del temor a que me cogiera por los tobillos. Cuando llegué arriba de la pendiente me di la vuelta y, sin mirarle, llamé con fuerza campo a través:
—¡Murphy!
Mi voz tenía un acento de forzada valentía y me avergoncé de mi mezquina estratagema. Tuve que gritar el nombre de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera mi grito. ¡Cómo me latía el corazón cuando vino hacía mí por el descampado! Corría como si viniera a socorrerme. Y yo estaba arrepentido; pues en el fondo siempre le había menospreciado un poco.
[1] The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Tres revistas populares para niños publicadas en Inglaterra por Alfred C. Harmsworth, propietario también de The Times. Se anunciaban como publicaciones que en lugar del sensacionalismo de los Penny Dreadfuls (novelas baratas) ofrecían historias instructivas de aventuras de marineros, soldados, bomberos, exploradores, detectives, etcétera.
[2] a misa de ocho en Gardiner Street. La asistencia diaria a misa no era algo excepcional en el Dublín de finales del siglo XIX. La iglesia es la jesuítica de San Francisco Javier, lo cual indica que la familia era de clase media-alta, lo mismo que el colegio, también jesuita, al que enviaban a sus hijos.
[3] Apenas había el día amanecido... La oración parece ser el inicio de un pasaje de De Bello Gallico de Julio César, el texto estándar para el nivel intermedio de aprendizaje del latín.
[4] chicos del colegio público. La escuela pública irlandesa –National School–, teóricamente destinada tanto a hijos de católicos como de protestantes, tenía un plan de estudios diseñado desde la perspectiva inglesa y protestante, y muchos irlandeses la consideraban parte de la estrategia británica para controlar Irlanda. Por el contrario, la escuela a la que asiste el narrador es aparentemente un colegio de educación católica, regido por jesuitas, como lo fueron los dos en los que estudió Joyce.
[5] una de mis conciencias. Nadie que yo sepa ha explicado la peculiaridad de un narrador que posee varias conciencias.
[6] Pigeon House. No es un palomar (el nombre parece provenir de un tal John Pigeon o John Pidgeon, que fue asesinado allí en el siglo XVIII), sino un edificio que inicialmente fue un cuartel, luego una estación eléctrica y finalmente una posada. El recorrido planeado es un rodeo para mantenerse, como el narrador dice más adelante, «lejos de la vista de la gente». Les lleva desde el puente de Newcomen (Canal Bridge es el nombre popular), dando un rodeo por el malecón de East Wall Road (Wharf Road es también nombre popular), cruzando el Liffey en una de las barcas que lo cruzaban entonces, para seguir la orilla de la bahía hasta Pigeon House.
[7] pozo de la ceniza. Un hoyo en el que se arrojaban los restos de la chimenea y el fogón. En 1906 Joyce escribió a su editor Grant Richards: «No es culpa mía que el olor del pozo de la ceniza, y de los hierbajos y de los restos, ronde por mis historias».
[8] le llamaba Mechero Bunsen. Conocido quemador muy utilizado en laboratorios para calentar o esterilizar, ideado por Robert Bunsen en 1857.
[9] Un chelín y medio en vez de un chelín. Cada uno había puesto seis peniques, de donde se puede fácilmente deducir que cada chelín se dividía en doce peniques. En el original el personaje emplea términos más populares y locales: bob, para chelín, y tanner para medio chelín.
[10] un grupo de rústicas. Se trata de chicas que acuden a una de las oficial y un tanto despectivamente llamadas Ragged Schools, que eran gratuitas y atendían a la población más pobre de Irlanda, incluso repartiendo ropa y comida. Rústico es una acepción bastante amable de ragged, que más comunmente podría traducirse como ‘basto’ o ‘andrajoso’.
[11] ¡Pañaleros! ¡Pañaleros! Término despectivo para designar a los protestantes en general, y a los metodistas en particular, basado en el apodo dado a John Cennick, uno de los fundadores de esa secta, tras su vehemente afirmación: «Blasfemo y maldigo a todos los dioses del cielo salvo al niño que reposa en el seno de María, el niño que reposa en pañales...».
[12] moreno de tez. Hay al menos otra asociación en el libro entre la complexión oscura y el protestantismo, la del señor Browne en Los muertos. Nadie que yo sepa ha explicado la razón.
[13] la insignia de plata de un club de cricket. El cricket era en esta época en Irlanda un deporte protestante, propio de los colegios de categoría social más elevada.
[14] Al llegar al Smoothing Iron. Literalmente «la plancha». Una zona para el baño así llamada por la forma de una roca usada como con trampolín, construida alrededor de 1800 y hace mucho derruida.
[15] dos currant buns. Literalmente «panecillos de pasas». Un bollo de leche y mantequilla con pasas.
[16] más allá de Ringsend. El lugar de embarque del puerto de Dublín. Su nombre evoca a la vez circularidad y destino.
[17] para ver si alguno de ellos tenía los ojos verdes. Los ojos verdes son considerados, entre otras cosas, característicos del joven aventurero. Según la tradición medieval, Ulises los tenía de ese color.
[18] No pudimos encontrar una lechería. En Dublín, como en todas las ciudades europeas en aquella época, había múltiples lecherías o vaquerías, en las que se despachaba leche y otros productos lácteos obtenidos de las vacas que se mantenían en el propio local. Aunque los colegiales no logran encontrarla, se sabe que en el barrio había más de una.
[19] podíamos ver el Dodder. Un río que desemboca en el Liffey muy cerca de la desembocadura de este, al oeste de Ringsend.
[20] a casa en tren. Indica que los colegiales están cerca de la estación de Lansdowne Road. Se han ido por tanto alejando de los muelles de Ringsend y se han internado en el humilde barrio de Irishtown, que el lector recordará era el lugar de origen de la familia Flynn de «Las hermanas».
[21] uno de esos tallos verdes con los que las chicas dicen la fortuna. Hace alusión a la común adivinanza sobre el futuro marido mediante una espiga de centeno silvestre, a la que las chicas iban quitando los granos a la vez que recitaban: tinker, taylor, soldier, sailor, rich man, poor man, thief (buhonero, sastre, soldado, marinero, rico, pobre, ladrón).
[22] un sombrero jerry de copa alta. Sombrero redondo y rígido muy popular a mediados del siglo XIX. Su denominación completa era Tom and Jerry Hat, y la tomaba de los personajes de la exitosa comedia Life in London (1821) de Pierce Egan. Curiosamente, los personajes de los conocidos dibujos animados, ni siquiera en sus nombres, parecen derivarse de esta.
[23] la poesía de Thomas Moore o las obras de sir Walter Scott y lord Lytton. Moore (1779-1852) fue un poeta irlandés enormemente popular, conocido sobre todo por la publicación de Melodías irlandesas, una larga serie de melancólicos poemas adaptados a canciones tradicionales, cuyos volúmenes se podían encontrar en casi todos los hogares de Irlanda. También es recordado por la desgraciada decisión de quemar unas memorias de lord Byron, que este le había entregado en Venecia para que conservara y publicara a su muerte. Walter Scott (1771-1832) era en aquella época aún más popular que en la actualidad como escritor de aventuras, y es de señalar que Joyce, según señala su hermano Stanislaus, «no podía soportarlo». Edward Bulwer-Lytton (1803-1873) fue en la época un novelista tan famoso y prolífico como Scott o Dickens, su obra es extraordinariamente diversa, y algunos de sus libros, como Los últimos días de Pompeya o Eugene Aram (que trata sobre un supervisor de un colegio que comete un asesinato), no eran considerados apropiados para jóvenes.
[24] él tenía tres ninfas. El término empleado por Joyce, tottie, es jerga de la época y los diccionarios lo definen como término cariñoso para una «prostituta de clase alta».
[25] noté que tenía buen acento. En el Dublín de la época los acentos eran importantes como signo de distinción social, y como tales se mencionan en otras de las historias del libro.
[26] ¡Es un viejo lila! En el original: «He’s a queer old josser». Por raro que pueda parecer, dado el contexto, queer no tenía en la época la acepción de «homosexual» que tiene en nuestros días, y sólo significaba «extraño». Josser es argot popular y designa una persona de escasas luces.