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ОглавлениеDESPUÉS DE LA CARRERA
Los coches venían raudos hacia Dublín, corriendo parejos como bolitas por el surco de la carretera de Naas[1]. En la cima de la colina de Inchicore se habían reunido grupos de espectadores para ver cómo los coches pasaban a toda velocidad hacia su destino[2], y a lo largo de este canal de pobreza e inactividad promovía el continente su riqueza y su industria. De cuando en cuando los grupos de gentes alzaban los vítores propios de los agradecidamente oprimidos. Sus simpatías, no obstante, eran para los coches azules... los coches de sus amigos, los franceses[3].
Los franceses eran además vencedores de hecho. Su equipo había terminado sólidamente; se habían situado en segundo y tercer lugar, y se decía que el conductor del coche alemán ganador era belga. Cada uno de los coches azules recibía por tanto una doble ración de aplausos al llegar a lo alto de la colina, y los que iban en el coche agradecían cada vítor de bienvenida mediante sonrisas y gestos de asentimiento. En uno de estos coches de estilizado diseño había un grupo de cuatro jóvenes cuyo ánimo parecía estar de momento muy por encima del nivel de triunfante galicismo: de hecho, estos cuatro jóvenes casi reventaban a reír. Eran Charles Ségouin, el dueño del coche; André Rivière, un joven electricista, canadiense de nacimiento; un enorme húngaro llamado Villona, y un finamente acicalado joven llamado Doyle. Ségouin estaba de buen humor porque había recibido inesperadamente algunos pedidos anticipados (iba a inaugurar un establecimiento de vehículos de motor en París) y Rivière estaba de buen humor porque le iban a nombrar gerente del establecimiento; estos dos jóvenes (que eran primos) también estaban de buen humor por el éxito de los coches franceses. Villona estaba de buen humor porque había almorzado muy satisfactoriamente; y además porque era optimista por naturaleza. El cuarto miembro del grupo, sin embargo, estaba demasiado entusiasmado para ser verdaderamente feliz.
Tenía casi veintiséis años de edad, un dócil bigote marrón claro y ojos grises de mirada inocente. Su padre, que al principio de su vida inicialmente había sido nacionalista convencido[4], pronto había modificado sus opiniones. Su capital lo había hecho como carnicero en Kingstown[5], y al abrir tiendas en Dublín y en los suburbios lo había multiplicado muchas veces. También había tenido la suerte de garantizarse algunos de los contratos de la policía[6], y al final se había hecho suficientemente rico como para que en los periódicos de Dublín aludieran a él como un príncipe del comercio. Había enviado a su hijo a Inglaterra a educarse en un ilustre colegio católico y después le había enviado a la universidad de Dublín a estudiar derecho. Jimmy no estudió con mucha seriedad y durante una época fue por el mal camino[7]. Tenía dinero y era apreciado; y repartía su tiempo entre los círculos musicales y los del motor. Entonces le enviaron durante un curso a Cambridge para que viera algo de vida[8]. Su padre, quejoso, pero ocultamente orgulloso de los excesos, había pagado las facturas y le había traído a casa. En Cambridge había sido donde había conocido a Ségouin. Apenas eran aún algo más que conocidos, pero Jimmy disfrutaba mucho en compañía de alguien que había visto tanto mundo y del que se decía era propietario de algunos de los mayores hoteles de Francia. Merecía la pena conocer a una persona así (su padre asentía), incluso aunque no hubiera sido tan encantador compañero como era. Villona también era divertido –un pianista brillante– pero, desafortunadamente, muy pobre.
El coche avanzaba rauda y alegremente con su cargamento de festivos jóvenes. Los dos primos ocupaban los asientos delanteros; Jimmy y su amigo húngaro se sentaban detrás. Definitivamente Villona estaba de excelente humor; llevaba millas de carretera emitiendo un profundo y grave runrún melódico. Los franceses soltaban sus risas y sus banales palabras por encima del hombro y muchas veces Jimmy tenía que hacer un esfuerzo e inclinarse hacia delante para captar la agudeza. Aquello no le resultaba demasiado agradable, ya que casi siempre tenía que hacer una perspicaz suposición del significado y gritar una respuesta adecuada encarando un fuerte viento. Además, el canturreo de Villona confundía a cualquiera; el ruido del coche también.
El desplazamiento rápido a través del espacio le entusiasma a uno; lo mismo hace la notoriedad; lo mismo la posesión de dinero. Eran estos tres buenos motivos para el entusiasmo de Jimmy. Muchos amigos suyos le habían visto aquel día en compañía de estos extranjeros continentales. Ségouin le había presentado en el control a uno de los franceses participantes, y en respuesta a su confuso murmullo de cumplido, el moreno rostro del conductor había desvelado una línea de brillantes dientes blancos. Resultó agradable regresar tras este honor entre codazos y miradas cómplices al profano mundo de los espectadores. Además, respecto al dinero... realmente controlaba una gran suma. Quizá Ségouin no pensara que fuera una gran suma, pero Jimmy, que a pesar de errores transitorios en el fondo había heredado unos sólidos instintos, conocía bien la dificultad con la que había sido reunida. Saberlo había hecho que hasta el momento mantuviera sus facturas dentro de los límites de la despreocupación razonable, y si en tal modo había sido consciente del trabajo latente en el dinero cuando sólo se había tratado de una cuestión del antojo del superior intelecto, ¡cuánto más ahora que estaba a punto de jugarse la mayor parte de su sustancia! Para él era algo serio.
La inversión era, desde luego, una buena inversión, y Ségouin se las había arreglado para hacer que pareciera que incluir en el capital de la compañía la minucia del dinero irlandés era un favor de amistad. Jimmy respetaba la sagacidad de su padre en asuntos de negocios, y su padre había sido en este caso el primero en sugerir esa inversión; había dinero en el negocio del motor, montones de dinero. Además Ségouin poseía la apariencia inconfundible de la riqueza. Jimmy se puso a traducir a jornadas laborales ese coche señorial en el que estaba sentado. Con qué suavidad marchaba. ¡Con qué estilo habían recorrido a toda velocidad las carreteras comarcales! El viaje había posado un mágico dedo sobre el genuino pulso de la vida, y la maquinaria de nervios humanos se esforzaba galantemente en responder a las saltarinas andanzas del veloz animal azul.
Bajaron por Dame Street. La calle estaba animada por un denso tráfico inusual en ella, ruidosa por las bocinas de los automovilistas y las campanas de los impacientes conductores de los tranvías. Cerca del banco Ségouin se detuvo y Jimmy y su amigo descendieron. Un puñado de gente se reunió en la acera para rendir homenaje al resoplante motor. Los del grupo iban a cenar juntos esa noche en el hotel de Ségouin, y entretanto, Jimmy y su amigo, que se alojaba con él, iban a casa de Jimmy a vestirse. El coche se dirigió lentamente hacia Grafton Street[9] mientras los dos jóvenes se abrían paso entre el puñado de curiosos. Fueron andando hacia el norte con una extraña sensación de decepción en sus movimientos, mientras la ciudad colgaba pálidos globos de luz sobre ellos en la neblina de una tarde de verano.
En la casa de Jimmy esta cena había sido calificada de ocasión. Un cierto orgullo se mezclaba con la agitación de los padres, un cierto entusiasmo, también, por mostrarse displicente, pues los nombres de las grandes ciudades del extranjero tienen al menos esta virtud. Además Jimmy tenía muy buen aspecto una vez vestido, y cuando estaba en el vestíbulo dándole un último toque de igualdad a los lazos de su pajarita, el padre puede que se sintiera incluso comercialmente satisfecho por haberle proporcionado al hijo cualidades que no siempre se pueden comprar. En consecuencia, su padre estuvo inusualmente amigable con Villona, y su comportamiento expresó un auténtico respeto hacia logros ajenos: aunque esta sutileza de su anfitrión probablemente le pasó desapercibida al húngaro, que estaba empezando a sentir unas punzantes ganas de cenar.
La cena fue excelente, exquisita. Ségouin, concluyó Jimmy, tenía un gusto muy refinado. El grupo se vio incrementado por un joven inglés llamado Routh al que Jimmy había visto con Ségouin en Cambridge. Los jóvenes cenaron en una acogedora estancia iluminada con lámparas eléctricas[10]. Charlaron locuazmente y con poca reserva. A Jimmy, cuya imaginación se iba alumbrando, se le ocurrió que la animada juventud del francés emparejaba elegantemente con el firme armazón del talante inglés. Una feliz imagen de su propia cosecha, pensó, y acertada. Admiraba la destreza con que su anfitrión dirigía la conversación. Los cinco jóvenes tenían gustos diversos y se les había soltado la lengua. Villona, con enorme respeto, se dedicó a descubrirle la belleza de los madrigales ingleses al escasamente asombrado inglés, deplorando la pérdida de los instrumentos antiguos. Rivière, no del todo inocentemente, se dedicó a explicarle a Jimmy los triunfos de los mecánicos franceses. La resonante voz del húngaro iba a imponerse ridiculizando los falsos laúdes de los pintores románticos cuando Ségouin encauzó al grupo hacia la política. Había aquí terreno concurrente para todos. Jimmy, bajo benéficas influencias, sintió despertar en su interior el sepultado entusiasmo de su padre: despabiló por fin al aletargado Routh. La estancia se caldeó doblemente y la tarea de Ségouin se hizo más difícil a cada instante: incluso hubo peligro de animosidad personal. Cuando la oportunidad se presentó, el sagaz anfitrión alzó su copa por la humanidad, y cuando concluyó el brindis, abrió significativamente la ventana.
Aquella noche la ciudad llevaba puesta la máscara de una capital[11]. Los cinco jóvenes pasearon por Stephen’s Green entre una leve nube de aromático humo. Charlaban alegremente en voz alta y sus capas se balanceaban desde sus hombros. La gente les abría paso. En la esquina de Grafton Street un grueso individuo de baja estatura estaba dejando en un coche a dos elegantes señoras a cargo de otro individuo grueso. El coche se alejó y el hombre grueso de baja estatura vio por vez primera al grupo.
—André.
—¡Es Farley![12]
Siguió un torrente de palabras. Farley era americano. Nadie sabía muy bien de qué se hablaba. Villona y Rivière eran los más escandalosos, pero todos estaban entusiasmados. Se montaron en un coche, apretándose todos juntos entre muchas risas. Cruzaron entre la gente, fundida ahora en suaves colores con música de alegres campanillas. En Westland Road[13] cogieron un tren y a los pocos segundos, eso le pareció a Jimmy, estaban saliendo de la estación de Kingstown. El revisor saludó a Jimmy; era un hombre mayor:
—¡Una noche excelente, señor!
Era una serena noche de verano; el puerto descansaba a sus pies como un espejo oscuro. Se dirigieron hacia él con los brazos entrelazados, cantando Cadet Roussel a coro[14], dando una patada en el suelo en cada:
—Ho! Ho! Hohé, vraiment!
Se subieron a una lancha de remos en el malecón y partieron hacia el yate del americano. Iba a haber cena, música, cartas. Villona dijo con convicción:
—¡Es precioso!
El yate tenía piano en la cabina. Villona tocó un vals para Farley y Rivière, Farley hacía de caballero y Rivière de dama. Luego una cuadrilla improvisada, en la que idearon figuras originales. ¡Qué diversión! Jimmy aceptó su papel con entusiasmo; esto era vivir la vida, por fin. Entonces Farley perdió el aliento y gritó ¡Parad! Un individuo trajo una cena ligera, y los jóvenes se sentaron por guardar las formas. Bebieron, no obstante: era bohemio. Bebieron por Irlanda, por Inglaterra, por Francia, por Hungría, por los Estados Unidos de América. Jimmy hizo un discurso, un largo discurso, y Villona decía ¡Escuchad! ¡Escuchad! cada vez que se producía una pausa. Hubo muchas palmas cuando se sentó. Debía haber sido un buen discurso. Farley le dio unas palmadas en la espalda y rio con fuerza. ¡Qué tipos tan joviales! ¡Qué buena compañía eran!
¡Cartas! ¡Cartas! Se despejó la mesa. Villona volvió tranquilamente al piano e improvisó para ellos. Los otros jugaron un juego tras otro, precipitándose temerariamente a la aventura. Bebieron a la salud de la reina de corazones y de la reina de diamantes. Jimmy notó nebulosamente la ausencia de público: el ingenio centelleaba. El juego iba fuerte y empezaron a intercambiarse papel. Jimmy no sabía con exactitud quién ganaba pero sabía que estaba perdiendo. Pero era culpa suya, pues equivocaba las cartas con frecuencia y los otros tenían que calcularle sus pagarés. Estos tipos eran unos auténticos diablos, pero quería que frenaran: se estaba haciendo tarde. Alguien brindó por el yate La bella de Newport y luego alguien propuso un juego a lo grande para acabar.
El piano había callado; Villona debía haber subido a cubierta. Fue un juego terrible. Pararon justo antes de la conclusión para brindar por la suerte. Jimmy se dio cuenta de que el juego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué nervios! Jimmy también estaba nervioso; él perdería, desde luego. ¿Cuánto había firmado en pagarés? Se levantaron para jugar las últimas manos en pie, hablando y gesticulando. Routh ganó. La cabina se estremeció con los gritos de júbilo de los jóvenes y se juntaron las cartas. Empezaron a reunir lo que habían ganado. Farley y Jimmy eran los que más habían perdido.
Sabía que por la mañana se arrepentiría pero en ese momento se alegraba de lo demás, se alegraba por el oscuro sopor que cubría su insensatez. Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos, contando los latidos de sus sienes. La puerta de la cabina se abrió y vio al húngaro en pie en medio de un haz de luz gris:
—¡El amanecer, caballeros!
Westland Row, Dublín, ca. 1912.
[1] el surco de la carretera de Naas. La carretera proveniente del pueblo de Naas, situado a unos treinta kilómetros al oeste de Dublín, entre la cárcel de Kilmainham y el cuartel de Richmond, dos símbolos del sometimiento irlandés.
[2] los coches pasaban a toda velocidad hacia su destino. La carreras de automóviles eran por entonces una gran novedad. La carrera en la que se basa esta historia es una concreta: la cuarta de la Coupe Internationale de l’Automobile, que aunque entonces tipo rally, se considera predecesora de la actual Fórmula 1. Fue durante unos años un verdadero acontecimiento internacional.
[3] los coches de sus amigos, los franceses. Las relaciones del pueblo irlandés con Francia son buenas por contraste con el opresor inglés.
[4] había sido nacionalista convencido. Implícitamente miembro del Partido Parlamentario Irlandés, partidario del líder nacionalista Charles Parnell y del Home Rule.
[5] carnicero en Kingstown. Una pequeña ciudad con un gran puerto artificial a diez kilómetros al sudeste de Dublín.
[6] algunos de los contratos de la policía. Es irónico. El señor Doyle está ahora alimentando a sus antiguos enemigos políticos.
[7] fue por el mal camino. En el original «took to bad courses» hay un juego léxico: course significa ‘carrera en francés’. Además hay quien ha visto un eco de Enrique V de Shakespeare (I, 1): «His addiction was to courses vain; / His companies, unletrered, rude and shallow; / His hours fill’d up with riots, banquets, sports.» [«Era su afición la de empeños vanos; / sus compañeros, ignorantes, toscos, superficiales; / llenaba sus horas con pendencias, banquetes y deportes».]
[8] a Cambridge para que viera algo de vida. La estancia de uno o más cursos en Cambridge sin ánimo de graduarse no era una práctica inusual entre los irlandeses de la época, que buscaban con ello elevar su estatus social y hacer amistades influyentes.
[9] Grafton Street. Es la calle más elegante del Dublín de la época. El coche se ha dirigido directamente al centro desde la carretera de Naas y ha dejado a Jimmy y a Villona frente al Banco de Irlanda, en la esquina de Dame y Grafton.
[10] iluminada con lámparas eléctricas. La luz eléctrica era todavía una novedad y un cierto lujo. La red eléctrica había empezado a funcionar en Dublín en 1881.
[11] la ciudad llevaba puesta la máscara de una capital. Dublín era la capital de un país, pero desde hacía más de un siglo no era la capital de un Estado.
[12] ¡Es Farley! El apellido es muy común en Irlanda, por lo que sugiere que el personaje es americano pero de origen irlandés.
[13] En Westland Road. La actual estación Pearse, punto de partida de los ferrocarriles del sur. El recorrido hasta Kingstown, su destino, duraba alrededor de quince minutos.
[14] cantando Cadet Roussel a coro. Una canción cuartelera francesa que Joyce debió aprender en su estancia en París. La letra consiste en la burla de las excentricidades del cadete del título, y está estructurada de manera que estas puedan improvisarse entre el repetitivo estribillo. La figura del cadete puede interpretarse como personificación de la República, injustamente ridiculizada, pues como el cadete «en verdad es un buen chico»: Ho! Ho! Hohé, vraiment! Cadet Roussel est bon enfant.