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LAS HERMANAS[1]

Esta vez no hubo esperanza para él: fue el tercer ataque. Noche tras noche había yo pasado delante de la casa (era época de vacaciones) y escrutado el rectángulo iluminado de la ventana: y noche tras noche lo había encontrado alumbrado de igual modo, leve y uniformemente. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería un reflejo de velas en la persiana cerrada, pues sabía que en la cabecera de un muerto había que colocar dos velas. «No me queda mucho en este mundo», me había dicho él muchas veces: y yo había considerado ociosas sus palabras. Ahora sabía que eran ciertas. Cada noche, al observar la ventana me susurraba a mí mismo la palabra parálisis[2]. Siempre había sonado extraña en mis oídos, como la palabra gnomon en Euclides y la palabra simonía en el catecismo[3]. Pero ahora me sonaba como el nombre de un maléfico y pecaminoso ser. Me daba muchísimo miedo, y sin embargo anhelaba acercarme más y observar su mortífera obra.

Cuando bajé a cenar el viejo Cotter[4] estaba sentado junto al fuego, fumando. Mientras mi tía me servía el stirabout[5], dijo como si volviera a un comentario suyo previo:

—No, yo no diría que fuera exactamente... pero había algo raro... había algo turbio en él. Les diré mi opinión...

Se puso a fumar su pipa, sin duda ordenando mentalmente su opinión. ¡Necio viejo cargante! Al principio, al conocerle, cuando hablaba de flemas y de culebras[6], solía resultar bastante interesante; pero pronto me cansé de él y de sus inacabables historias sobre la destilería.

—Tengo mi propia teoría –dijo–. Creo que era uno de esos... casos pecu­l­iares... Aunque es difícil decirlo...

Volvió a darle bocanadas a la pipa sin exponernos su teoría. Mi tío vio que yo me había quedado mirando y dijo:

—Bueno, lo vas a sentir, pero tu anciano amigo nos ha dejado.

—¿Quién? –dije yo.

—El padre Flynn.

—¿Ha muerto?

—Aquí el señor Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba junto a la casa.

Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si las noticias no me interesasen. Mi tío le explicó al viejo Cotter:

—El chaval y él eran grandes amigos. El buen hombre le enseñó muchas cosas, no se crea; y dicen que le tenía en gran estima.

—Dios tenga piedad de su alma –dijo devotamente mi tía.

El viejo Cotter me miró un rato. Sentí que sus negros y relucientes ojillos me examinaban, pero no le iba a dar el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y finalmente escupió groseramente en la chimenea.

—No me gustaría que mis hijos –dijo– tuvieran mucho trato con un hombre como ese.

—¿Qué quiere decir, señor Cotter? –preguntó mi tía.

—Lo que quiero decir –dijo el viejo Cotter– es que es malo para los niños. A mí me parece que hay que dejar que un chaval juegue y corretee con chavales de su misma edad, y no que esté... ¿Tengo razón, Jack?

—Esos también son mis principios –dijo mi tío–. Que aprenda a defender su rincón. Eso es lo que estoy diciéndole siempre a ese rosacruz de ahí[7]: haz ejercicio. Vaya, cuando yo era un crío, todas y cada una de las mañanas me daba un baño frío, fuera invierno o verano. Y eso es lo que ahora me mantiene. La educación está muy bien y es muy espléndida... Al señor Cotter le gustaría probar esa pierna de añojo –añadió dirigiéndose a mi tía.

—No, no, no para mí –dijo el viejo Cotter.

Mi tía trajo el plato de la fresquera y lo puso en la mesa.

—¿Pero por qué piensa que no es bueno para los niños, señor Cotter? –preguntó.

—Es malo para los niños –dijo el viejo Cotter– por lo impresionables que son sus mentes. Cuando los niños ven cosas como esas, pues, produce un efecto...

Me llené la boca de stirabout por temor a expresar mi rabia. ¡Cargante viejo imbécil de nariz colorada!

Era tarde cuando me dormí. Aunque estaba resentido con el viejo Cotter por referirse a mí como a un niño, le daba vueltas a la cabeza para sacarle significado a sus frases inacabadas. En la oscuridad de mi habitación me imaginaba que volvía a ver el grave rostro gris del paralítico. Me tapé la cabeza con las sábanas y traté de pensar en la Navidad. Pero el rostro gris aún me seguía. Murmuraba; y comprendí que deseaba confesar algo. Sentí mi alma retirarse a una región grata y licenciosa; y allí de nuevo lo encontré esperándome. Comenzó a confesárseme en un murmullo y yo me preguntaba por qué sonreía sin cesar y por qué los labios estaban tan húmedos de baba. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo también sonreía levemente, como para absolver lo simoníaco de su pecado.

A la mañana siguiente después de desayunar fui a ver la casita de Great Britain Street[8]. Era una tienda sin pretensiones registrada bajo el impreciso nombre de Pañería. La pañería consistía principalmente en patucos y paraguas; y en días normales solía haber un cartel colgado en el escaparate que decía: Se retelan paraguas. Ahora no se veía cartel alguno, pues los cierres estaban echados. Un ramo de pésame estaba atado al llamador con una cinta. Dos mujeres humildes y un repartidor de telegramas estaban leyendo la tarjeta sujeta al ramo. Yo también me acerqué y leí:

1.º de julio de 1895[9]

El reverendo James Flynn (antes de la iglesia de Santa Catalina,

en Meath Street), a la edad de sesenta y cinco años.

R.I.P.

La lectura de la tarjeta me convenció de que estaba muerto y sentirme desorientado me inquietó. De no haber estado muerto, yo habría ido a verle a la pequeña habitación oscura detrás de la tienda sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado con su gabán. Es posible que mi tía me hubiera dado un paquete de High Toast[10] para él y que este obsequio le hu­biera espabilado de su aturdido letargo. Siempre era yo el que vaciaba el paquete en su caja negra de rapé, pues sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin derramar la mitad por el suelo. Incluso al llevarse la gran mano temblorosa a la nariz, pequeñas nubecillas del tabaco se escurrían entre sus dedos sobre la pechera del gabán. Puede que fueran estas constantes duchas de rapé las que conferían a su antigua vestimenta eclesiástica el aspecto verdoso que tenía, pues el pañuelo rojo[11] con el que trataba de cepillar las partículas caídas, ennegrecido como siempre lo estaba por las manchas de rapé de una semana, resultaba bastante ineficaz.

Deseaba entrar y verlo, pero no tuve valor para llamar. Me alejé lentamente por la acera del sol, leyéndome todos los carteles de teatro de los escaparates según iba. Me resultaba extraño que ni yo ni el día pareciéramos estar de luto, e incluso me sentí molesto al descubrir en mí mismo una sensación de libertad, como si su muerte me hubiera liberado de algo. Esto me chocaba, pues como había dicho la noche anterior mi tío, él me había enseñado mucho. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me había enseñado a pronunciar el latín correctamente[12]. Me había contado historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte[13], y me había explicado el significado de las distintas ceremonias de la misa y de las distintas prendas que viste el sacerdote. A veces se había entretenido planteándome preguntas difíciles, preguntándome lo que se debía hacer en ciertas circunstancias o si tal o tal pecado era mortal o venial o sólo una falta. Sus preguntas me mostraron lo complejos y misteriosos que eran ciertos ritos sacramentales de la Iglesia que yo siempre había considerado actos de lo más simple. Las obligaciones del sacerdote respecto a la eucaristía y al secreto del confesionario me parecían tan graves que me asombraba que alguien hubiera llegado a reunir en sí el valor para aceptarlas; y no me sorprendió que me contara que los padres de la Iglesia habían escrito libros, tan gruesos como la guía de teléfonos, y con una letra tan apretada como la de las reseñas judiciales del periódico, en los que se elucidaban todas estas intrincadas cuestiones. A menudo, cuando pensaba en ello no encontraba contestación o sólo una muy inocente y titubeante ante la cual él solía sonreír y asentir dos o tres veces con la cabeza. A veces me repasaba las respuestas de la misa que me había hecho aprender de memoria; y mientras yo contestaba como un rezo, solía sonreír pensativamente y asentir con la cabeza, metiéndose de vez en cuando enormes pulgaradas de rapé alternativamente en uno y otro de los orificios nasales. Cuando sonreía solía descubrir sus grandes dientes descoloridos y dejar la lengua sobre el labio inferior[14], un hábito que había hecho que me sintiera incómodo al inicio de nuestra relación antes de que le conociera bien.

Mientras caminaba bajo el sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de acordarme de lo que había ocurrido después en el sueño. Recordé que había visto largas cortinas de terciopelo y una lámpara de techo de estilo antiguo. Sentía que había estado muy lejos, en alguna tierra de costumbres extrañas; en Persia, pensé...[15]. Pero no pude recordar el final del sueño.

Por la tarde mi tía me llevó con ella a visitar la casa del duelo. Ya se había puesto el sol; pero los cristales de las ventanas de las casas que daban a poniente reflejaban el cobrizo oro de un gran banco de nubes. Nannie nos recibió en el hall; y como hubiera resultado impropio haberla gritado, mi tía la estrechó la mano sin más. La vieja señaló interrogativamente hacia arriba, y ante el asentimiento de mi tía, procedió a remontar delante de nosotros la estrecha escalera; su cabeza reclinada apenas sobrepasaba el pasamanos. En el primer descansillo se detuvo y animosamente nos hizo señas de que avanzáramos hacia la puerta abierta del cuarto mortuorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo dudaba si entrar, comenzó a indicármelo de nuevo repetidamente con la mano.

Entré de puntillas. A través del borde de encaje del estor la habitación estaba bañada en una luz de oro viejo en la que las velas parecían llamas pálidas y delgadas. Le habían puesto en el ataúd. Nannie marcó la pauta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar pero no pude concentrarme, pues los murmullos de la vieja me distraían. Me fijé en la torpe manera con la que estaba abrochada su falda por detrás, y en que los tacones de sus botas de paño estaban completamente desgastados por un lado. Me vino la idea de que el viejo sacerdote sonreía ahí tumbado en su ataúd.

Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera de la cama vi que no estaba sonriendo. Allí yacía, opulento y solemne, arreglado para el altar, un cáliz retenido sin fuerza entre sus grandes manos[16]. Su rostro era muy imponente, gris y truculento, con negros y cavernosos orificios nasales y rodeado de un ralo pelaje blanco. Había un fuerte aroma en la habitación... las flores.

Nos santiguamos y salimos. En la habitación pequeña del piso de abajo encontramos a Eliza sentada en el sillón de él, muy dueña de sí. Avancé inseguro hacia mi silla habitual en la esquina mientras Nannie iba al aparador y sacaba un decantador de jerez y unas copas. Colocó todo esto en la mesa y nos invitó a tomar un vasito de vino. Después, a petición de su hermana, sirvió el jerez en las copas y nos las pasó. A mí me insistió también que cogiera unas crackers[17], pero las rechacé porque pensé que al comerlas haría demasiado ruido. Pareció algo decepcionada por mi negativa y fue silenciosamente hasta el sofá, en el que se sentó junto a su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos la chimenea vacía.

Mi tía esperó a que Eliza suspirara, y entonces dijo:

—Bueno, se ha ido a un mundo mejor.

Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía pasó los dedos por el vástago de la copa antes de dar un pequeño sorbo.

—¿Se... en paz? –preguntó.

—Oh, sí, en paz, señora –dijo Eliza–. No podría decirse cuándo le abandonó el aliento. Tuvo una muerte maravillosa[18], alabado sea Dios.

—¿Y todo...?

—El padre O’Rourke estuvo con él un martes y le ungió y le preparó y todo.

—¿Sabía, entonces?

—Estaba completamente resignado.

—Parece completamente resignado –dijo mi tía.

—Eso es lo que dijo la mujer que vino a lavarle. Dijo que parecía como si estuviera dormido; tanto así parecía estar en paz y resignación. Nadie hubiera creído que fuera a resultar un cadáver tan hermoso.

—Así es –dijo mi tía.

Dio otro pequeño sorbo a la copa y dijo:

—Bueno, señora Flynn, de cualquier modo debe ser para usted un gran alivio saber que hizo por él todo lo que pudo. He de decir que las dos fueron muy buenas con él.

Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.

—¡Ah, pobre James! –dijo–. Sabe Dios que hicimos todo lo que pudimos, a pesar de lo humildes que somos... no íbamos a dejar que algo le faltara mientras estuviera entre nosotros.

Nannie había reclinado la cabeza contra el cojín y parecía dormirse.

—Ahí tienen a la pobre Nannie –dijo Eliza, mirándola–, está agotada. El trabajo que nos ha costado, a ella y a mí, traer a la mujer para que lo lavara y luego mortajarlo y luego el ataúd y luego organizar la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O’Rourke no tengo ni idea de lo que podríamos haber hecho. Fue él el que nos trajo todas esas flores y esos candelabros de la capilla y el que redactó la esquela para el Freeman’s General[19], y se hizo cargo de todos los papeles para el cementerio y el seguro del pobre James.

—Fue muy generoso por su parte –dijo mi tía.

Eliza cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.

—Ay, no hay amigos como los amigos de siempre –dijo– cuando se presenta el momento, amigos en quien poder confiar[20].

—Qué gran verdad –dijo mi tía–. Y ahora que ha ido a recibir su recompensa eterna, estoy segura de que no se olvidará de vosotras y de todas vuestras atenciones.

—¡Ay, pobre James! –dijo Eliza–. No nos daba mucho que hacer. En la casa no se le oía más que ahora. Aun así, sé que se ha ido y sólo por eso...

—Es cuando todo se ha acabado cuando le echas de menos –dijo mi tía.

—Ya lo sé –dijo Eliza–. Ya no le volveré a traer su taza de caldo, ni usted, señora, le enviará su rapé. ¡Ay, pobre James!

Se detuvo, como si comulgara con su pasado, y entonces dijo sagazmente:

—Fíjese, me di cuenta de que últimamente algo extraño le estaba sucediendo. Siempre que le traía la taza de caldo, allí le encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado en la silla con la boca abierta.

Se llevó un dedo a la nariz y frunció el ceño; entonces continuó:

—Pero aun y todo seguía diciendo que antes de que se acabara el verano, cuando hiciera un día bueno, daría una vuelta para ver otra vez la casa antigua en la que nacimos todos allá en Irishtown[21], y que nos llevaría a Nannie y a mí con él. Bastaba con que cogiéramos uno de esos nuevos carruajes de moda de los que le había hablado el padre O’Rourke... esos de las ruedas reumáticas...[22] económicos de alquiler por días, dijo, allí arriba en donde Johnny Rush, y que una tarde de domingo iríamos los tres. No se le iba de la cabeza... ¡Pobre James!

—¡Dios tenga piedad de su alma! –dijo mi tía.

Eliza sacó el pañuelo y se enjugó los ojos con él. Después lo volvió a meter en el bolsillo y se quedó un momento mirando la chimenea vacía sin hablar.

—Siempre fue demasiado escrupuloso[23] –dijo–. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y es por eso que su vida fue, podría decirse, contravenida.

—Sí –dijo mi tía–. Era un hombre desilusionado. Podía verse.

Un silencio se apoderó de la pequeña estancia y a su abrigo me acerqué a la mesa, probé el jerez y volví silenciosamente a mi silla en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo ensimismamiento. Esperamos respetuosamente a que interrumpiera el silencio: y tras una larga pausa dijo lentamente:

—Fue ese cáliz que rompió... Ahí fue cuando empezó. Desde luego, dicen que no hubo nada malo, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso... ¡Dios tenga piedad de él!

—¿Y fue eso? –dijo mi tía–. Escuché algo...

Eliza asintió.

—Aquello le afectó la mente –dijo–. Después de aquello empezó a enfrascarse en sí mismo, sin hablar con nadie y yendo de un lado a otro él solo. Una noche le requirieron para que atendiera un aviso y no le pudieron encontrar por ninguna parte. Miraron arriba y abajo; y seguían sin poder encontrar rastro de él en ningún sitio. Así que entonces el clérigo sugirió que miraran en la iglesia. Entonces cogieron las llaves y abrieron la iglesia y el clérigo y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba allí trajeron una candela para buscarle... Y qué creen, allí estaba, sentado él solo en la oscuridad, dentro de su confesionario, totalmente despierto, y en apariencia riéndose quedamente para sí mismo.

Se detuvo de pronto como si se pusiera a escuchar. Yo también agucé el oído; pero no había sonido alguno en la casa: y fui consciente de que el viejo sacerdote estaba tumbado inmóvil en su ataúd tal como le habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con un ocioso cáliz en su pecho.

Eliza prosiguió:

—Completamente despierto y en apariencia riéndose para sí... Así que entonces, desde luego, cuando vieron aquello, aquello les hizo pensar que había algo en él que había fallado...

[1] LAS HERMANAS. Las mujeres que viven con el cura muerto son hermanas entre sí y probablemente también del difunto, aunque el texto no lo diga explícitamente. Al igual que hermana en castellano, el término inglés sister, además de para la relación de parentesco también se emplea para designar a las mujeres que forman parte de las órdenes religiosas católicas.

[2] la palabra parálisis. En una carta de 1906, Joyce afirmaba sobre el libro: «Mi intención fue escribir un capítulo de la historia moral de mi país, y elegí Dublín como escenario porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis». Aunque inicialmente pueda parecer que el texto indica que la parálisis es el resultado de los ataques sufridos por el sacerdote, posteriormente parece indicarse lo contrario, es decir, que los ataques son consecuencia de la parálisis.

[3] la palabra gnomon en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Gnomon, emparentada con gnosis –conocimiento–, designa la varilla o similar cuya sombra señala la hora en un reloj de sol, y por extensión a cualquier indicador, pero en los Elementos (2, 2) de Euclides (s. III a.C.) define al paralelogramo resultante de eliminar de una de sus esquinas un paralelogramo de igual forma y menor tamaño; en este sentido el Diccionario de símbolos de Cirlot lo describe como un rectángulo deteriorado, y le asigna los significados de irregularidad interna y de sufrimiento. Simonía, viene de la oferta de dinero hecha por Simón Magus a san Pedro a cambio de obtener «el don de Dios» (Hch 8, 18-24), y designa por tanto la falta que se comete al negociar con los asuntos espirituales. Joyce, que hacía una traducción laica de los conceptos religiosos, lo interpretaba como corrupción, abuso de la honestidad. Para él era simonía el intercambio de amor por dinero, la traición a la amistad, la explotación humana, el nepotismo, e incluso la concesión artística a los gustos vulgares.

[4] el viejo Cotter. El verbo to cotter significa ‘coagular’ o ‘enmarañar’, y el sustantivo cotter, ‘cuña de fijación’.

[5] stirabout. Es el nombre hiberno-inglés (el dialecto inglés de Irlanda) del porridge inglés, unas gachas de harina de avena.

[6] de flemas y de culebras. Son términos de destilería. La flema es el producto que se obtiene al comienzo de la destilación, que en la fabricación de licores se desecha, y una culebra es un serpentín. En la primera versión del relato ambos términos parecen referirse a los «setters campeones» propiedad del viejo Potter, mencionados inmediatamente antes en esa versión, y desaparecidos en la definitiva.

[7] a ese rosacruz de ahí. Las fraternidades u órdenes rosacruz son sociedades secretas supuestamente fundadas por un tal Christian Rosenkreuz en el siglo XIV y relacionadas con la cábala, la alquimia y otros saberes esotéricos. Florecieron en Europa a partir del siglo XVII, y a mediados del siglo XIX, un poco al abrigo de la francmasonería, experimentaron un nuevo auge. Popularmente sus miembros eran vistos como personas fantasiosas, apartadas de la realidad.

[8] Great Britain Street. En la actualidad Parnell Street. Era en la época una calle comercial de pequeños negocios que cruzaba uno de los barrios más pobres de Dublín.

[9] 1.º de julio de 1895. Es el aniversario de la batalla de Boyne, en la que en 1690 el rey Guillermo de Orange derrotó a las tropas del depuesto Jacobo II. Representa la consolidación del dominio inglés sobre Irlanda y como tal sigue siendo celebrada por las órdenes protestantes irlandesas cada año.

[10] un paquete de High Toast. Se trata de una marca comercial de rapé. La traducción del nombre podría ser brindis solemne, pero cabe señalar que el inglés toast designa, además del acto del brindis, la persona o acontecimiento por el que se brinda, y también la persona que lo propone. En la escena se han señalado alusiones paródicas a la misa. Toast también, parece ser, puede referirse a una persona aficionada al alcohol en exceso.

[11] el pañuelo rojo. El pañuelo rojo era accesorio indispensable del consumidor de rapé, ya que el color disimulaba las inevitables manchas marrones.

[12] pronunciar el latín correctamente. Probablemente según el método romano, una compleja reconstrucción de la pronunciación del latín de época de Cicerón, elaborada en el siglo XIX, que se oponía polémicamente al método continental, considerado por muchos herencia sagrada de la Edad Media, y al método inglés, en el que se pronunciaban las palabras latinas como si fueran inglesas, y que era el enseñado en las escuelas.

[13] sobre Napoleón Bonaparte. Para justificar esta curiosa mención de Napoleón se han sugerido dos asuntos de su biografía como posibles temas de las historias del padre Flynn. El primero es apócrifo y se centra en una cita que se repetía en todas las ceremonias de primera comunión de la época: en su mayor momento de gloria, un día, estando rodeado de su corte y sus generales, le preguntaron cuál había sido el día más feliz de su vida, y el emperador, en lugar de mencionar una victoria o una ceremonia señalada, había contestado: «Caballeros, el día más feliz de mi vida fue el día en que hice mi primera santa comunión»; en el silencio que se produjo ante la inesperada respuesta se escuchó a Napoleón decir para sí: «Entonces era un niño inocente». El segundo es la clausura del Colegio irlandés de Roma, al que el emperador francés obligó a cerrar sus puertas en 1798.

[14] dejar la lengua sobre el labio inferior. La postura adoptada para recibir la hostia en el ritual católico.

[15] en Persia, pensé... Sinécdoque del Oriente, objeto de atracción e interés del romanticismo y la fantasía popular, fabuloso ámbito de placeres, aventuras y misterios, además de cuna de importantes corrientes religiosas.

[16] un cáliz retenido sin fuerza entre sus grandes manos. En cada una de las versiones de la narración, el cuerpo del padre Flynn tiene algo distinto en las manos. En la primera que se conserva es un rosario y una cruz en la segunda. El cáliz de la versión definitiva refuerza las reminiscencias de la eucaristía en toda la escena del cuarto mortuorio.

[17] que cogiera unas crackers. En toda la visita se puede ver una alusión a la ceremonia de la misa: los participantes se arrodillan, se persignan, se sirve vino y hay la posibilidad de comer galletas. En el original estas son cream crackers, un invento irlandés, en concreto de la empresa William B. Jacob. En Ulises (Circe) se sustituye el dominus vobiscum de la misa por un paródico Jacobs vobiscuits.

[18] una muerte maravillosa. En el original: «a beautiful death». Lo mismo que el «cadáver tan hermoso» (a beautiful corpse) de unas líneas más adelante, aunque parezcan chocantes, son expresiones comunes en Irlanda.

[19] el Freeman’s General. La hermana comete un solecismo al nombrar el periódico irlandés de mayor tirada en la época, el Freeman’s Journal and National Press. Aunque defensor del Home Rule, se le acusaba de doblegarse ante el gobierno británico.

[20] amigos en quien poder confiar. En el original: «no friends that a body can trust». Hay un juego léxico oculto –a los que Joyce era muy aficionado–, pues también puede interpretarse como «no hay amigos en los que un cadáver pueda confiar». «Qué gran verdad», remacha el texto a continuación.

[21] Irishtown. Barrio periférico de Dublín al sur del río Liffey. El curioso nombre proviene de la época en la que los irlandeses autóctonos tenían prohibida la residencia en la ciudad. Era una zona muy humilde, la mayor parte de sus habitantes vivían de trabajos ocasionales en el puerto, y en la década de 1830, cuando la familia Flynn habría vivido allí, sufrió una epidemia de cólera.

[22] esos de las ruedas reumáticas... Nuevo solecismo de la señora Flynn. Las ruedas neumáticas fueron inventadas en 1887 por el irlandés John Boyd Dunlop para que su hijo no sufriera los baches de las calles de Belfast al recorrerlas con su triciclo. El establecimiento de alquiler mencionado inmediatamente después existía en realidad.

[23] demasiado escrupuloso. Joyce era sin duda conocedor del significado teológico del término: persona que confunde actos moralmente indiferentes con pecados.

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