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EVELINE

Estaba sentada a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Había reclinado la cabeza contra las cortinas y a la nariz le llegaba olor a cretona polvorienta. Estaba cansada.

Pasaba poca gente. El vecino de la última casa pasó camino hacia ella; escuchó taconear sus pasos en el pavimento de cemento y luego crujir sobre el sendero de escoria ante las nuevas casas rojas. En otra época había habido allí un descampado al que todas las tardes iban a jugar con los niños de otras familias. Luego un tipo de Belfast compró el terreno y construyó casas; no como sus pequeñas casas marrones, sino casas grandes de ladrillo con relucientes tejados. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño Keogh el Tullido, ella misma y sus hermanos y sus hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba; era demasiado mayor. A menudo su padre les echaba del descampando con su bastón de endrino[1]. Pero generalmente el pequeño Keogh se quedaba de vigía y avisaba en cuanto veía venir a su padre. Aun así entonces parecían haber sido bastante felices. Su padre no era tan malo entonces; y además, su madre estaba viva. De aquello hacía mucho tiempo; ella y sus hermanos y sus hermanas se habían hecho adultos; su madre estaba muerta. Tizzie Dunn también estaba muerta, y los Water habían regresado a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se iba a marchar como los demás, se iba a marchar de su hogar.

¡El hogar! Miró alrededor de la habitación, volviendo a ver todos los objetos familiares cuyo polvo había limpiado una vez por semana durante tantos años, preguntándose de dónde demonios venía todo ese polvo. Puede que nunca volviera a ver esos objetos familiares de los que jamás se le había pasado por la imaginación separarse. Y aun así durante todos esos años nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya amarillenta fotografía colgaba de la pared sobre el averiado armonio, junto a la estampa coloreada de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque[2]. Había sido un amigo de colegio de su padre. Siempre que mostraba la foto a una visita solía comentar de pasada:

—Ahora vive en Melbourne.

Ella había consentido marcharse, dejar su hogar. ¿Era sensato hacerlo? Trató de sopesar los pros y los contras de la decisión. En su casa al menos tenía refugio y comida; a su alrededor estaban aquellos con los que había convivido toda su vida. Desde luego, tenía que trabajar duro tanto en la casa como en el comercio. ¿Qué dirían de ella en los almacenes cuando se enteraran de que se había fugado con un hombre? Dirían que era una tonta, quizá; y ocuparían su puesto mediante un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre se había mostrado altiva con ella, en especial cuando había gente escuchando.

—Señorita Hill, ¿no ve que estas señoras están esperando?

—Muéstrese animada, señorita Hill, por favor.

No iba a verter muchas lágrimas por dejar los almacenes.

Pero en su nuevo hogar, en un lejano y desconocido país, no sería así. Para entonces estaría casada... ella, Eveline. La gente la respetaría. A ella no la iban a tratar como habían tratado a su madre. Incluso ahora, aunque ya había cumplido diecinueve años, a veces se sentía amenazada por el comportamiento violento de su padre. Sabía que eso era lo que le había provocado las palpitaciones. Mientras crecían nunca había ido a por ella como solía ir a por Harry y Ernest; porque ella era una niña; pero últimamente había empezado a amenazarla y a decir lo que le haría de no ser por respeto a su difunta madre. Y ahora no tenía a nadie que la protegiera. Ernest estaba muerto y Harry, que se dedicaba al negocio de la decoración de iglesias[3], estaba casi siempre perdido en algún rincón del país. Por otro lado, la invariable riña por dinero de los sábados por la noche había empezado a hastiarle hasta lo indecible. Ella siempre ponía todo su sueldo –siete chelines– y Harry siempre mandaba lo que podía, pero el problema era conseguir algo de dinero de su padre. Decía que ella despilfarraba el dinero, que no tenía cabeza, que no iba a darle lo que tanto le había costado ganar para que lo tirara por ahí, y muchas cosas más, pues los sábados solía estar bastante mal. Al final le daba el dinero y le preguntaba si tenía alguna intención de comprar la cena del domingo. Entonces ella tenía que salir todo lo deprisa que podía y hacer la compra, sujetando en la mano con fuerza su bolso de cuero negro mientras se abría paso entre la gente y volviendo tarde a casa cargada con las provisiones. Le costaba mucho trabajo mantener la casa en pie y ocuparse de que los dos niños que le habían dejado a su cargo fueran a la escuela y comieran con regularidad. Era mucho trabajo –una vida dura–, pero ahora que estaba a punto de dejarla, no le parecía una vida enteramente indeseable.

A punto estaba de explorar otra vida con Frank. Frank era muy buena persona, varonil, abierto de corazón. Iba a marcharse con él en el barco de la noche para ser su esposa y para vivir con él en Buenos Aires, donde él tenía un hogar esperándola. Con qué claridad recordaba la primera vez que le había visto; estaba de huésped en una casa de la calle principal a la que ella solía ir de visita. Parecía que hubiera sido sólo unas semanas antes. Él estaba en la puerta, su gorra echada hacia atrás en la cabeza y el pelo caído hacia delante sobre un rostro de bronce. Luego se fueron conociendo el uno al otro. Él solía recogerla cada noche a la puerta de los almacenes y la acompañaba a casa. La llevó a ver La chica bohemia[4] y ella se sintió eufórica allí sentada con él en una zona desacostumbrada del teatro. A él le gustaba enormemente la música y cantaba un poco. La gente sabía que se cortejaban, y cuando él cantaba sobre la joven que se enamora de un marinero[5], siempre se sentía gozosamente confusa. Solía llamarla Pop­pens[6] en broma. Para ella al principio había resultado excitante tener un chico y luego le había empezado a gustar. Sabía historias de países lejanos. Había empezado como marinero raso con un sueldo de una libra al mes en un barco de la Allan Line que iba a Canadá. Le decía los nombres de los barcos en los que había estado y los nombres de los distintos servicios. Había cruzado a vela el estrecho de Magallanes y le contaba historias de los terribles patagonios[7]. Había acabado haciendo fortuna en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño sólo de vacaciones. Ni que decir tiene que su padre había descubierto el romance y que le había prohibido que le hablara.

—Ya me conozco yo a esos marineros –decía.

Un día se había peleado con Frank y a partir de aquello ella tuvo que verse en secreto con su amado.

La noche se ahondó en la avenida. La blancura de dos cartas que tenía en su regazo se diluyó. Una era para Harry; la otra era para su padre. Ernest había sido su favorito, pero Harry también le caía bien. Últimamente su padre se estaba haciendo viejo, ella se daba cuenta; la echaría de menos. A veces podía ser muy amable. No hacía mucho, cuando ella había tenido que quedarse un día en cama, le había leído una historia de fantasmas y había hecho una tostada para ella en la chimenea. Otro día, cuando su madre estaba viva, habían ido a hacer picnic a la colina de Howth[8]. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de su madre para hacer reír a los niños.

Se le estaba acabando el tiempo pero continuaba sentada en la ventana, descansando su cabeza sobre la cortina, inhalando el aroma de la polvorienta cretona. A lo lejos en la avenida escuchaba sonar un organillo. Conocía la melodía. Era extraño que tuviera que sonar precisamente esa noche para recordarle la promesa hecha a su madre, su promesa de mantener unido el hogar todo el tiempo que pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo estaba en la oscura habitación cerrada al otro lado del vestíbulo, y fuera escuchaba una melancólica melodía italiana. Le habían dado al organillero seis peniques para que se fuera. Recordaba a su padre pavoneándose al volver a la habitación de la enferma, diciendo:

—¡Malditos italianos! ¡Venir aquí![9].

Mientras cavilaba, la lastimera visión de la vida de su madre hechizó la vitalidad misma de su ser... aquella vida de vulgares sacrificios acabada en demencia terminal. Tembló al volver a escuchar la voz de su madre diciendo constantemente, con estúpida insistencia:

—¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun![10].

Se puso en pie con un repentino impulso de terror. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank la salvaría. Le daría vida, quizá también amor. Ella lo que quería era vivir. ¿Por qué no podía ser feliz? Tenía derecho a la felicidad. Frank la abrazaría, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.

* * *

Estaba en medio del oscilante gentío en la estación en North Wall[11]. Él le cogía la mano y ella sabía que le estaba hablando, diciendo una y otra vez algo sobre la travesía. La estación estaba llena de soldados con petates marrones[12]. Por entre las grandes puertas del cobertizo pudo atisbar la negra masa del barco, amarrado junto al muro del muelle con las portillas iluminadas. No contestó nada. Sintió su mejilla pálida y fría; desde el desconcierto de la desazón le rezó a Dios para que la guiara, para que le mostrara cuál era su deber. El barco hizo sonar larga y lastimeramente su sirena en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar con Frank, navegando a vapor hacia Buenos Aires. Sus pasajes estaban reservados. ¿Podía echarse atrás después de todo lo que él había hecho por ella? Su angustia le provocó en el cuerpo una náusea y siguió moviendo los labios en una silenciosa y ferviente oración.

Una campana sonó sobre su corazón. Sintió que él le cogía la mano.

—¡Ven!

Todos los mares del mundo voltearon alrededor de su corazón. Él la estaba arrastrando a ellos: la ahogaría. Se agarró con ambas manos a la verja de hierro.

—¡Ven!

¡No! ¡No! ¡No! Era imposible. Sus manos aferraron el hierro frenéticamente. ¡Entre los mares ella lanzó un grito de angustia!

—¡Eveline! ¡Evvy!

Él pasó apresuradamente más allá de la barrera y la llamó para que le siguiera. Le gritaron que avanzara y él seguía llamándola. Ella le presentó su blanco rostro, pasivo, como un animal desvalido. Los ojos de ella no le dieron señal alguna de amor, de despedida, o de agradecimiento.

[1] con su bastón de endrino. El bastón de endrino parece ser o haber sido el arma de la imagen tópica del irlandés. El endrino es el árbol de la magia negra en la mitología celta, y en el folclor irlandés se consideraba un árbol de la mala suerte. Con su madera se fabricaban las porras de los policías. También son sus ramas las que se utilizaron para tejer la corona de espinas de Jesucristo.

[2] la beata Margaret Mary Alacoque. Margarite Marie Alacoque fue una monja francesa que dijo haber tenido una serie de revelaciones en las que Jesucristo le había instruido sobre la devoción a su sagrado corazón, el cual no sólo le había mostrado, sino que incluso en una ocasión, había permitido que la monja posara su mano sobre el propio órgano. Tras iniciales reticencias, la Iglesia de Roma la beatificó en 1864 (posteriormente la canonizó). La devoción católica del Sagrado Corazón es una de las más extendidas, y toma el corazón físico de Jesucristo como representación de su amor por la humanidad. Consiste en una serie de ritos a cambio de los cuales quien los practique recibirá doce bendiciones, entre las que se incluyen: paz para su familia, consuelo en sus tribulaciones, bendiciones para sus empeños, y «la fuente e infinito océano de la piedad» para los pecadores.

[3] se dedicaba al negocio de la decoración de iglesias. Por extraño que pueda parecer, en la época era un negocio próspero, lo mismo que la propia construcción de los templos.

[4] La llevó a ver La chica bohemia. Una ópera ligera estrenada en 1843 con libreto de Alfred Bunn (1796-1860) y música de uno de los compositores favoritos de Joyce, Michael Balfe (1808-1870), nativo de Dublín. El argumento narra las aventuras de una niña noble raptada por gitanos, que finalmente vuelve a la vida aristocrática. En Barro se cita la canción más famosa de esta ópera y se menciona al compositor.

[5] cuando él cantaba sobre la joven que se enamora de un marinero. Se trata de una canción de principios del siglo XIX así titulada –The lass that loves a sailor– compuesta por Charles Dibdin: «En el océano la luna fue perturbada por una onda / regalando un quebrado deleite. / Los alegres marineros pasaron la voz para un trago / y un brindis, pues era la noche del sábado. / A alguna novia o esposa que amaban como a su vida, / cada uno brindó y poder llamar deseó; / pero el brindis que más gustó, / fue «El viento que sopla, / el barco que surca, / y la joven que se enamora de un marinero.» [«The moon on the ocean was dimmed by a ripple, / Affording a chequered delight, / The gay jolly tars passed the word for a tipple, / And the toast, for ‘twas Saturday night. / Some sweetheart or wife he loved as his life, / Each drank and wished he could hail her; / But the standing toast that pleased the most / Was ‘The wind that blows, / The ship that goes, / And the lass that loves a sailor’».]

[6] Solía llamarla Poppens. Es diminutivo de popped, un apodo familiar ya obsoleto en la época, aplicado cariñosamente a personas pequeñas.

[7] los terribles patagonios. El mito de una raza de gigantes que habitaba la región del Estrecho de Magallanes se originó con Description d’un voyage autour du monde (1771), las influyentes crónicas del viaje de circunnavegación de Louis-Antoine de Bougainville (1729-1811). En el momento en que sucede la acción cualquier persona medianamente instruida conocía la falsedad del mito.

[8] la colina de Howth. Es un promontorio situado en la peninsula de Howth, al norte de Dublín, popular lugar para excursiones campestres.

[9] ¡Malditos italianos! ¡Venir aquí! No existía en Irlanda una significativa inmigración italiana en la época, lo que ha llevado a sugerir la idea de una alusión al papel de la Iglesia católica en la sociedad irlandesa.

[10] ¡Deveraun Seraun! No se sabe qué significan estas palabras, que se han convertido en una especie de acertijo o código secreto entre los aficionados a Joyce. Entre las distintas interpretaciones, las más sensatas parecen ser las que ven en ellas palabras del gaélico mal pronunciadas, aunque las interpretaciones son enormemente diversas: desde «la muerte está muy cerca» o «el final del placer es el dolor», o «pequeña mía, coge mi mano», hasta «el único final son los gusanos» o incluso «había una onza de pan».

[11] North Wall. El punto de embarque del barco de Dublín a Liverpool, desde donde partían los barcos transatlánticos de la Allan Line en la que Frank había trabajado.

[12] soldados con petates marrones. El tráfico marítimo con Inglaterra estaba siempre plagado de soldados ingleses destinados a Irlanda.

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