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ARABIA

Al carecer de salida, North Richmond Street era una calle tranquila, salvo a la hora en la que dejaban salir a los niños de la Christian Brothers’ School[1]. Al fondo, en una parcela cuadrada separada de sus vecinas, había una casa deshabitada de dos pisos. Las otras casas de la calle, conscientes de las vidas decentes en su interior, se miraban unas a otras con imperturbables rostros marrones[2].

El anterior inquilino de nuestra casa, un sacerdote, había fallecido en el salón interior. En todas las habitaciones, el aire, de tanto tiempo encerrado, estaba enrarecido, y la despensa de detrás de la cocina estaba llena de viejos periódicos que no servían para nada. Entre ellos encontré unos pocos libros en rústica cuyas páginas estaban húmedas y alabeadas: El abad de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq[3]. Me gustaba el último porque sus páginas eran amarillas. El agreste jardín de la parte trasera tenía un manzano central y algunas matas desordenadas bajo una de las cuales encontré la oxidada bomba de bicicleta del anterior inquilino[4]. Había sido un sacerdote muy caritativo; en su testamento había dejado todo su dinero a instituciones y los muebles de su casa a su hermana.

Al llegar los cortos días del invierno la tarde caía bastante antes de que hubiéramos cenado. Cuando nos reuníamos en la calle las casas se habían ensombrecido. El trozo de cielo sobre nosotros tenía un siempre fluctuante color violeta y las farolas de la calle alzaban hacia él sus débiles lámparas. El aire frío nos escocía y jugábamos hasta que nuestros cuerpos se ponían al rojo vivo. Nuestros gritos resonaban en la silenciosa calle. El curso de nuestro juego nos llevaba a través de los oscuros callejones embarrados de detrás de las viviendas, en donde sufríamos el acoso de las pandillas de las casas bajas[5], hasta las puertas traseras de los oscuros y encharcados jardines, donde subían los efluvios de las cenizas, hasta los olorosos establos, donde un cochero cepillaba y peinaba el caballo o hacía tintinear música con las hebillas del arnés. Cuando volvíamos a la calle la luz de las ventanas de las cocinas había iluminado la entrada de los semisótanos. Si veíamos a mi tío girar la esquina, nos escondíamos en las sombras hasta que comprobábamos que había entrado en casa sin novedad. O si la hermana de Mangan[6] salía a la puerta a llamar a su hermano para que tomara el té, la observábamos desde las sombras mirar arriba y abajo de la calle. Esperábamos para ver si iba a quedarse allí o iba a entrar, y si se quedaba, abandonábamos las sombras y resignadamente nos acercábamos a las escaleras de la casa de Mangan. Ella se quedaba esperándonos, su silueta definida por la luz de la puerta a medio abrir. Su hermano siempre la hacía rabiar antes de obedecer y yo me quedaba junto a la verja mirándola. Su vestido oscilaba cuando ella movía el cuerpo y su suave cabellera se bamboleaba de lado a lado.

Todas las mañanas me tumbaba en el suelo del salón exterior mirando su puerta. La persiana la dejaba bajada hasta una pulgada del marco para que no pudieran verme. Cuando salía al umbral me daba un salto el corazón. Iba corriendo hasta el vestíbulo, cogía mis libros y la seguía. No perdía nunca de vista su silueta marrón, y cuando llegábamos al punto en el que nuestros caminos divergían, apresuraba el paso y la adelantaba. Esto sucedía una mañana tras otra. Nunca había hablado con ella, a excepción de unas pocas palabras ocasionales, y aun así su nombre era como un reclamo para toda mi entera sangre necia.

Su imagen me acompañaba incluso en los lugares más menos propicios al romance. Los sábados por la tarde, cuando mi tía iba de compras yo tenía que acompañarla para llevar paquetes. Pasábamos por las deslumbrantes calles, importunados por hombres borrachos y por vendedoras, entre los juramentos de los obreros, las estridentes letanías de los mancebos que hacían guardia junto a los barriles de morros de cerdo[7], los nasales cánticos de los cantantes callejeros que entonaban una balada sobre O’Donovan Rossa[8], o una canción sobre los problemas de nuestra tierra natal. Estos ruidos convergían para mí en una única sensación de vida: imaginaba llevar a salvo mi cáliz a través de una muchedumbre de enemigos. Había momentos en los que el nombre de ella me venía a los labios en extrañas plegarias y alabanzas que ni yo mismo entendía. Los ojos se me llenaban frecuentemente de lágrimas (no sabía por qué) y a veces parecía que un torrente del corazón se me vertía en el pecho. Apenas pensaba en el futuro. No sabía si alguna vez llegaría a hablarla, y si es que la hablaba, cómo podría expresarle mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era como un harpa[9] y sus palabras y sus gestos eran como dedos que recorrieran las cuerdas.

Una tarde fui a la sala de estar interior en la que había muerto el sacerdote. Era una oscura tarde de lluvia y no había ruido alguno en la casa. A través de uno de los cristales rotos escuchaba la lluvia caer sobre la tierra, las delgadas agujas de agua jugando incesantemente en los encharcados bancales. Una distante farola o ventana iluminada brillaba debajo de donde yo estaba. Me sentía afortunado de que se pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían desear velarse, y sintiendo que estaba a punto de escurrirme de ellos, presioné las palmas de las manos una contra la otra hasta que temblaron, murmurando: ¡Amor! ¡Amor! muchas veces.

Finalmente ella me habló. Cuando me dirigió las primeras palabras estaba tan confuso que no supe qué responder. Me preguntó si iba a ir a Arabia. No recuerdo si contesté sí o no. Iba a ser un bazar espléndido, dijo[10]; a ella le encantaría ir.

—¿Y por qué no puedes? –pregunté.

Al hablar, ella le daba vueltas y vueltas a un brazalete de plata alrededor de la muñeca. No podía ir, dijo, porque esa semana habría un retiro en su colegio[11]. Su hermano y otros dos chavales estaban peleándose por sus gorras y yo estaba solo en la verja. Ella sujetaba una de las puntas de lanza, inclinando la cabeza hacia mí. La luz de la farola enfrente de nuestra puerta iluminaba la blanca curva de su cuello, iluminaba el pelo que allí reposaba, y descendiendo, iluminaba la mano sobre la verja. Caía sobre un lado del vestido y alcanzaba el borde blanco de una enagua, visible apenas en la postura relajada que ella adoptaba.

—Bien por ti –dijo.

—Si voy –dije yo–, te traeré algo.

¡Qué de innumerables fantasías asolaron mis despiertos y dormidos pensamientos tras aquella tarde! Deseaba aniquilar los tediosos días entre medias. Me irritaban las tareas del colegio. Por la noche en mi dormitorio y por el día en el aula la imagen de ella se interponía entre mí y la página que me esforzaba en leer. A través del silencio en que mi alma se deleitaba se me decían las sílabas de la palabra Arabia, y sobre mí proyectaban un conjuro oriental. Pedí permiso para ir al bazar el sábado por la noche. Mi tía se sorprendió y confió en que no se tratara de un asunto de masones[12]. En clase contesté pocas preguntas. Vi el rostro de mi maestro pasar de la amabilidad a la severidad; esperaba que yo no estuviera empezando a vaguear. Yo era incapaz de agrupar mis erráticas reflexiones. Apenas me quedaba paciencia para las tareas serias de la vida, que ahora que se interponían entre mí y mi deseo, me parecían juegos de niños, feos y monótonos juegos de niños.

El sábado por la mañana le recordé a mi tío que por la tarde quería ir al bazar. Estaba hurgando en el aparador del vestíbulo, buscando el cepillo de los sombreros, y me contestó secamente:

—Sí, muchacho, lo sé.

Como él estaba en el vestíbulo no pude ir al salón exterior y tumbarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y fui andando lentamente hacia el colegio. El aire cortaba sin piedad y el corazón ya me recelaba.

Cuando llegué a casa a cenar mi tío aún no había llegado. Todavía era temprano. Me senté mirando el reloj un rato, y cuando su tictac empezó a molestarme, salí de la habitación. Subí la escalera y accedí a la parte alta de la casa. Las altas estancias, vacías, frías, desoladas, me redimieron, y fui cantando de habitación en habitación. Desde la ventana de la calle vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaban debilitados e indefinidos y, apoyando la frente en el frío cristal, miré hacia la oscura casa en la que ella vivía. Puede que me estuviera allí una hora, no viendo nada salvo la figura vestida de marrón proyectada por mi fantasía, a la que la farola alumbraba discretamente el curvilíneo cuello, la mano sobre la verja y el orillo bajo el vestido.

Cuando volví a bajar encontré a la señora Mercer sentada frente al fuego. Era una vieja charlatana, viuda de un prestamista, que recogía sellos de correos para algún piadoso propósito. Tuve que soportar el cotilleo del té. La merienda se prolongó más de una hora y mi tío aún no llegaba. La señora Mercer se levantó para marcharse: sentía no poder esperar más, pero eran las ocho pasadas y no le gustaba salir tarde, pues el aire de la noche le hacía mal. Cuando se marchó me puse a andar de un lado al otro de la habitación apretando los puños. Mi tía dijo:

—Me temo que vas a tener que anular tu bazar por esta noche del Señor.

A las nueve escuché la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le escuché hablar consigo mismo y escuché tambalearse el aparador cuando recibió el peso de su abrigo. Sabía interpretar esos signos. Cuando estaba a mitad de la cena le pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Se había olvidado.

—La gente ya está en la cama, dormida y bien dormida –dijo.

No sonreí. Mi tía le dijo con énfasis:

—¿No puedes darle el dinero y dejarle que vaya? Bastante le has retrasado ya.

Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que creía en el viejo refrán: Sólo trabajo, sin juego, soso el niño sale luego. Me preguntó dónde iba y cuando se lo dije por segunda vez me preguntó si conocía El adiós del árabe a su corcel[13]. Cuando salí de la cocina estaba a punto de recitarle a mi tía las primeras líneas del poema.

Sujetaba el florín[14] con fuerza en la mano cuando bajaba por Bucking­ham Street hacia la estación. Ver las calles brillantes del gas y repletas de gente de compras me recordó el propósito de mi salida. Me senté en un vagón de tercera clase de un tren desierto[15]. Tras un retraso intolerable el tren salió lentamente de la estación. Avanzó con parsimonia entre casas ruinosas y sobre el centelleante río. En la estación de Westland Row un montón de gente se apiñó a las puertas del vagón; pero los mozos los hicieron retroceder diciendo que era un tren especial para el bazar. Continué solo en el despoblado vagón. A los pocos minutos el tren se situó junto a una improvisada plataforma de madera. Salí a la calle y en la esfera iluminada de un reloj vi que eran las diez menos diez. Frente a mí había un gran edificio en el que estaba desplegado el mágico nombre.

No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques, y temiendo que cerraran el bazar, pasé rápidamente por un torno dándole un chelín a un hombre de aspecto cansado. Me encontré en una gran sala rodeada por una galería a mitad de la altura del techo. Casi todos los puestos estaban cerrados y la mayor parte de la sala estaba a oscuras. En el silencio reconocí el que inunda una iglesia después de los servicios. Fui tímidamente hasta el centro de la feria. Unas pocas personas se agrupaban cerca de los puestos que aún estaban abiertos. Ante una cortina sobre la que habían escrito Café Chantant[16] con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero en una bandeja. Escuché el caer de las monedas.

Recordando con dificultad para qué había venido me dirigí a uno de los puestos y examiné vasos de porcelana y floridos juegos de té[17]. En la puerta del puesto había una chica hablando y riendo con dos jóvenes. Me fijé en su acento inglés[18] y escuché vagamente su conversación.

—¡Yo nunca dije eso!

—¡Sí lo dijiste!

—¡No señor!

—A que sí lo dijo.

—Sí. Yo se lo oí.

—Vaya... ¡menudo embustero!

Al verme, la joven se acercó y me preguntó si deseaba comprar algo. Su tono de voz no animaba; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Yo miré humildemente a los grandes jarrones que estaban plantados como guardias orientales a ambos lados de la oscura entrada al puesto, y murmuré:

—No, gracias.

La joven cambió la posición de uno de los jarrones y volvió con los dos jóvenes. Volvieron a hablar del mismo tema. En un par de ocasiones la joven echó una ojeada hacia mí por encima del hombro. Aunque sabía que quedarme allí era inútil, permanecí ante su puesto, por hacer que mi interés en su mercancía pareciera más auténtico. Entonces me di la vuelta lentamente y fui andando hasta el centro del bazar. En el bolsillo dejaba caer los dos peniques sobre la moneda de seis peniques[19]. Escuché una voz que desde un extremo de la galería avisaba de que se había apagado la luz. La parte alta de la sala estaba ahora completamente a oscuras.

Mirando arriba a la oscuridad me vi como una criatura a la que la vanidad manipulaba y ridiculizaba; y me ardieron los ojos de ira y angustia.

[1] Christian Brothers’ School. Una escuela exclusivamente para varones católicos situada efectivamente en North Richmond Street, al noreste de Dublín, en un barrio modesto pero no pobre. Los Hermanos Cristianos eran una hermandad católica laica constituida para difundir la enseñanza específicamente católica en la época en la que esta estaba prohibida en Irlanda. Véase nota 4 de «El día de la hiedra en la sala del comité».

[2] imperturbables rostros marrones. El sentido de esta frase se comprende comparándola con la descripción que Joyce hace de unas casas similares en Stephen Hero: «de esas casa de ladrillo marrón que parecen la auténtica encarnación de la parálisis irlandesa».

[3] El abad de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq. Tres obras de muy distinto carácter y publicación bastante anterior al momento en que se desarrolla la historia. La primera (1820) es una de las novelas históricas del autor, centrada en la figura de la reina María de Escocia (1542-1587). La segunda (1813) es un oscuro texto devoto de un religioso franciscano llamado Pacificus Baker, que llevaba como subtítulo: O meditaciones y aspiraciones pías para los tres días anteriores y los tres días posteriores a recibir las santa eucaristía. La tercera (1828) es una conocida obra novelesca publicada como unas memorias por François Vidocq, un detective francés que previamente tuvo una larga carrera como delincuente. En estas memorias se presenta como maestro de disfraces y de la escapada, tanto a un lado como al otro de la ley. Como detective fue acusado de fabricar crímenes en su propio beneficio.

[4] la oxidada bomba de bicicleta del anterior inquilino. La sugerente imagen de la bomba de bicicleta abandonada bajo un manzano, que inevitablemente evoca el árbol del Edén, ha suscitado mucha especulación. La relativa novedad de las ruedas neumáticas –mencionada en Las hermanas–, no propias de un viejo sacerdote, complica aún más la cuestión. Inevitablemente se ha señalado una connotación sexual.

[5] las pandillas de las casas bajas. Aún sigue existiendo un pequeño barrio de casas bajas y humildes justo al este de North Richmond Street.

[6] la hermana de Mangan. El nombre evoca el del poeta irlandés James Clarence Mangan (1803-1849), al que Joyce dedicó un artículo en la revista universitaria St Stephen’s. Es característico de este poeta una desmedida fascinación por el Oriente, hasta el punto de que a pesar de no conocer el árabe, pretendía que muchos de sus poemas eran traducciones de originales en esa lengua. (El personaje nombrado en el último verso es Robert Emmet (1778-1803), otro líder nacionalista que en 1803 encabezó una frustrada rebelión contra el gobierno británico. Fue detenido, juzgado por alta traición y ejecutado.)

[7] los barriles de morros de cerdo. En el original: «pigs’ cheeks», una tajada popular en Irlanda, al igual que en la España de la época.

[8] una balada sobre O’Donovan Rossa. En el original: «a come-all-you about O’Donovan Rossa». Come-all-you es un tipo de balada irlandesa. Jeremiah O’Donovan, apodado Rossa por ser oriundo de Ross Carbery, fue un dirigente feniano, miembro destacado de la Hermandad Republicana Irlandesa. Fue detenido en 1858 por actividades revolucionarias. Puesto en libertad un año después, fue nuevamente detenido en 1865, acusado de planear un alzamiento contra el gobierno inglés, y esta vez sentenciado a cadena perpetua. En 1870 le fue conmutada la pena por el exilio a perpetuidad. Desde Nueva York se cree que organizó la primera campaña de atentados con bombas en ciudades inglesas, lo que le ganó el sobrenombre de «Dinamita Rossa». Pudo no obstante regresar a Irlanda en la última década del siglo, pero su relevancia política había por entonces disminuido notablemente. Su fallecimiento en el exilio en 1915 (después, por tanto, de la publicación de Dublineses), fue utilizado propagandísticamente: se repatrió su cadáver y su funeral se convirtió un importante acto de reivindicación independentista. La más conocida de las muchas baladas que le dedicaron se titula El adiós de Rossa a Eire, dos de cuyas estrofas rezan: «Adiós a los amigos de Dublín, / me despido de todos vosotros. / Aún no puedo señalar el día / en el que a vosotros volveré. / Estas líneas las escribo a bordo de un barco, / en donde rugen las olas de la tormenta. / Que Dios bendiga a nuestros fenianos, / hasta que yo regrese otra vez. // Yo me uní a la Hermandad Feniana / en el año sesenta y cuatro, / resuelto a salvar mi patria / o perecer en la costa; / mis amigos y yo acordamos / salvar nuestra patria / y alzar al bandera de la libertad / sobre la cabecera de la tumba de Emmet.» [«Farewell to friends of Dublin Town, / I bid ye all adieu. / I cannot yet appoint the day / That I’ll return to you. / I write these lines on board a ship, / Where the stormy billows roar. / May heaven bless our Fenian men / Till I return once more. // I joined the Fenian Brotherhood / In the year of Sixty-Four, / Resolved to save my native land / Or perish on the shore; / My friends and me we did agree / Our native land to save, / And to raise the flag of freedom / O’er the head of Emmet’s grave».]

[9] mi cuerpo era como un harpa. El harpa es un ancestral símbolo de Irlanda (la cerveza Guinness lo había adoptado como suyo en 1862).

[10] un bazar espléndido, dijo. Del 14 al 19 de mayo de 1894 se celebró en Dublín un mercado o bazar de caridad bajo el nombre de Araby, en favor del Hospital de las Hermanas de la Caridad de Jarvis Street.

[11] un retiro en su colegio. Los retiros o ejercicios espirituales eran frecuentes en el Dublín de la época y juegan un importante papel en la sociedad católica irlandesa. Véase nota 21 de «Gracia».

[12] confió en que no se tratara de un asunto de masones. El catolicismo considera a los masones enemigos acérrimos de la Iglesia de Roma, y consecuentemente en Irlanda la masonería siempre estuvo asociada a la sociedad protestante. La tía del narrador ignora que se trata de un evento caritativo en favor de un hospital católico y seguramente recuerda otro bazar celebrado en Dublín dos años antes: la Exposición y Bazar del Centenario Masónico en Auxilio de la Escuela Femenina de Huérfanas Masónicas, al que el arzobispo católico de Dublín prohibió asistir bajo pena de excomunión.

[13] El adiós del árabe a su corcel. Se trata de un popular poema de Caroline Norton (1808-1877), una autora inglesa hoy no muy recordada que militó en los inicios del movimiento feminista, logrando que se aprobaran significativos cambios legales en favor de las mujeres. Del poema citado el lector se puede hacer una idea mediante la primera y última de las trece estrofas de que se compone: «¡Mi hermoso, mi hermoso!, que dócilmente esperáis / con vuestro lustroso cuello orgullosamente arqueado y vuestros ardientes, oscuros ojos. / No temáis ya surcar el desierto con la máxima alada celeridad que poseéis. / ¡No os volveré a montar! ¡Habéis sido vendido, corcel árabe mío! / ... // ¿Quién dijo que había renunciado a vos? ¿Quién dijo que habíais sido vendido? / ¡Es falso, es falso, corcel árabe mío! ¡Les devuelvo y les arrojo su oro! / ¡Así... así salto a vuestro lomo, y doy una batida por las distantes llanuras! / ¡Lejos! El que nos adelante ahora, te responsabilizará de sus sufrimientos». [«My beautiful! My beautiful! that standeth meekly by, / With thy proudly-arched and glossy neck, and dark and fiery eye! / Fret not to roam the desert now with all thy winged speed; / I may not mount thee again! thou’rt sold, my Arab steed! / ... // Who said that I had given you up? Who said that thou wert sold? / ‘T is false! ‘t is false! my Arab steed! I fling them back their gold! / Thus–thus, I leap upon thy back, and scour the distant plains! / Away! who overtakes us now shall claim thee for his pains».]

[14] Sujetaba el florín. Un florín es una moneda de dos chelines, es decir, la décima parte de una libra. En la época, la cantidad normal que se entregaba a un niño cuando pedía dinero para salir era de entre tres y seis peniques, es decir, como mucho la cuarta parte de lo que su tío da al narrador.

[15] un vagón de tercera clase de un tren desierto. Se trata de un tren especial que lleva a las instalaciones de la Royal Dublín Society de Ballsbridge, al sur del río Liffey: un pabellón ferial en el que además de distintos «bazares», se celebraban otros eventos, como por ejemplo, la feria anual del caballo de Dublín. El recorrido sigue la línea que une la actual estación Connolly, que da servicio a las líneas de ferrocarril del norte, a la actual estación Pearse –antes Westland Road, donde no se detiene–, que da servicio a las líneas del sur. El trayecto duraba unos diez minutos.

[16] Café Chantant. En el catálogo del bazar este café-cantante anunciaba canciones francesas, alemanas, italianas, españolas, inglesas e irlandesas, solos de violín y piano, y «cánticos de Orfeo».

[17] examiné vasos de porcelana y floridos juegos de té. Cerámica típicamente inglesa. Nada del exotismo prometido.

[18] Me fijé en su acento inglés. No necesariamente acento de Inglaterra, sino más probablemente acento dublinés protestante.

[19] dejaba caer los dos peniques sobre la moneda de seis peniques. De los dos chelines –veinticuatro peniques– iniciales sólo le quedan ocho peniques. Se ha gastado un chelín en la entrada y cuatro peniques en el viaje.

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