Читать книгу A los herederos de mi memoria - Dora Goniadzky De Hudy - Страница 10
IV PEQUEÑOS HÉROES
ОглавлениеDesde el momento en el cual la población judía quedó aislada de la sociedad polaca, se inició una incontrolable desintegración económica y social. El deterioro de las condiciones de vida detrás de los muros del ghetto dio lugar a un alto grado de mortalidad asociado fundamentalmente a la falta de alimentos.
La ración oficial para los judíos apenas llegaba a 184 calorías diarias por persona, mientras que a los polacos no judíos les correspondían 1.800 y a los alemanes 2.400. El Judenrat8 (Consejo Judío) estaba a cargo de la administración del ghetto. Algunos de sus miembros intentaron complementar las raciones comprando provisiones en el mercado negro de la zona aria para alimentar a los más necesitados.
Se estableció una red de contrabando con el objetivo de lograr la supervivencia diaria. Aquellos que aún conservaban bienes para vender, lograban obtener alimentos extras por este medio.
Muchos niños, en la desesperación por ayudar a sus familias, comenzaron a escaparse del ghetto para traer provisiones del exterior. El temor de que el hambre hiciera estragos irreversibles entre sus seres queridos era el motor que los impulsaba a arriesgar sus vidas diariamente. Si tuviera que definir a estos niños, el apelativo «pequeños héroes anónimos» sería quizás el más indicado.
TAN SOLO ÉRAMOS ADULTOS INEXPERTOS
Mi madre comenzó a trabajar en cantinas creadas por el Judenrat, preparando sopa para la población que se encontraba en condiciones de extrema pobreza. Esa sopa, que en realidad parecía un poco de agua sucia caliente, era la única alimentación de casi dos tercios de las personas recluidas en el ghetto.
Los comedores públicos fueron desapareciendo paulatinamente y el hambre se reflejaba de forma alarmante en todos los rincones. Las imágenes de niños cubiertos de harapos, llorando por un pedazo de pan, me han perseguido como sombras durante toda mi vida.
En la noche se escuchaban los gemidos de dolor de aquellos que yacían moribundos en la calles. Cada mañana nos encontrábamos con cadáveres de adultos y niños, algunos cubiertos por sucios periódicos, que luego eran trasladados en pequeños carros al cementerio para ser enterrados en fosas comunes.
El hedor de los muertos se mezclaba con el de la basura acumulada en las calles. La falta de higiene existente llevaba a la propagación de todo tipo de enfermedades, en especial el tifus9. Cientos de personas morían a diario. La epidemia de tifus se extendió rápidamente, resultando inútiles todos los esfuerzos que se realizaban para controlarla.
Era un espectáculo escalofriante al cual, inexplicablemente, nos fuimos acostumbrando. Recuerdo que cuando caminaba junto a mi madre por las calles del ghetto, evitaba mirar a los niños hambrientos que en sus miradas absortas reflejaban la sombra de la muerte.
Hoy, nos preguntamos cómo podíamos soportar todo el horror que nos rodeaba. No hay una única respuesta. Quizás la explicación más acertada es que, en ese terrible proceso de deshumanización implantado por el nazismo, cada uno de nosotros se fue desintegrando física y moralmente hasta convertirnos en seres que no veían más allá de su propia aflicción.
La necesidad de ayudar a mi familia me impulsó a tomar la determinación de escaparme del ghetto, junto con otros niños, para llevar a cabo el contrabando ilegal de comida. Es incomprensible —para quién no ha vivido la miseria a la que fuimos condenados— entender cómo una niña pequeña puede arriesgar su vida por un pedazo de pan. Gracias a nuestro tamaño, podíamos escabullirnos a través de las sucias alcantarillas y salir por el Cementerio Judío hasta quedar fuera del ghetto.
Mi cabello rubio y mis ojos azules me permitían confundirme entre las personas que caminaban por la calle. No parecía judía. Mi aspecto era como el de cualquier otra niña polaca de mi edad.
Nos dirigíamos generalmente a los puestos de los mercados para robar lo que podíamos ocultar en nuestras ropas. No recuerdo haber tenido miedo. El único sentimiento que me dominaba era la ansiedad de poder encontrar algo de comida para llevar a mi familia. Ver el rostro de alegría de mi hermano Salek por las papas o el pan que había logrado conseguir era una recompensa suficiente para mí.
De alguna manera, esos niños y yo nos habíamos transformado en héroes para nuestras familias. Si me descubrían, mi destino habría sido la muerte. Pero si dejábamos de hacerlo, el resultado hubiera sido igual: desnutrición, enfermedad y muerte. En poco tiempo, nuestra infancia desapareció y nos transformamos en adultos inexpertos inmersos en una terrible lucha diaria por sobrevivir.
Al despertar cada mañana, no había sueños bonitos ni un desayuno familiar para compartir, solamente una gran incertidumbre. Nuestras horas transcurrían planeando cómo conseguir algo de comida para poder llegar a ver la luz del día siguiente.