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VII ENTRE LA LUZ Y LAS SOMBRAS

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En Polonia había aproximadamente un millón de niños judíos al comenzar la Segunda Guerra Mundial. Al terminar el conflicto bélico, solo unos pocos lograron sobrevivir. La mayoría de estos niños vivieron en la clandestinidad. Cambiando sus identidades, los ocultaban generalmente del mundo exterior. Enfrentaban día a día miedos, dilemas y peligros. Sus vidas estaban entre las sombras. Cualquier comentario o denuncia de vecinos podría descubrirlos y llevarlos a la muerte.

Mania y Salek tenían nueve y siete años respectivamente, cuando su madre los ocultó en la casa de una amiga cristiana, la señora Szwiderska, en la zona rural de Zareby Koscielne. Era muy difícil para dos niños comprender la decisión de su madre.

En la confusión y tragedia de sus vidas, la figura materna había sido el vínculo que les permitía resistir las adversidades. Ella era la esperanza de volver algún día a la normalidad. Sin embargo, a pesar de que esa presencia había desaparecido, Mania y su hermano encontraron en esa casa un refugio donde el amor de la señora Szwiderska compensaba parcialmente el ahogado dolor del abandono.

BONDAD Y TEMERIDAD

La vida en la granja se limitaba a la casa. No teníamos permitido salir por temor a ser vistos por soldados alemanes que siempre estaban por la zona. Los vecinos, si bien vivían en casas muy alejadas unas de otras, podrían ser otro peligro. La señora Szwiderska (así la llamé siempre) nos decía que no confiaba en nadie. Nos explicó que los vecinos se traicionaban unos a otros por conseguir beneficios de los nazis. Si nos veían e informaban a las autoridades, todos en la casa correríamos el peligro de ser deportados o, peor aún, perder nuestras vidas.

Nosotros obedecíamos a la señora Szwiderska sin causarle ningún problema. Establecimos una relación de amor y respeto. Ella se preocupaba de que nos alimentáramos bien y le encantaba leernos cuentos en polaco. Yo disfrutaba esas lecturas porque me permitían hacer volar mi imaginación y transportarme a un mundo de magia y fantasía. Nada era más importante en esa demente realidad que el poder evadirse al mundo irreal de los cuentos.

Yo la ayudaba en algunas de las tareas domésticas para mantenerme siempre ocupada y no tener mucho tiempo para pensar. Evitaba hablar de mis padres. Ese tema me producía un dolor agudo y punzante en el pecho. Nuestras charlas consistían en las cosas cotidianas y en inventar juegos para entretener a mi hermano que se aburría con facilidad.

El esposo de la señora Szwiderska no nos aceptó en un comienzo. Dijo que no quería correr el riesgo de esconder niños judíos.

—Si te atreves a denunciar a estos niños yo diré que soy judía y tu castigo por haberte casado conmigo será aún peor —le dijo un día cansada de escuchar sus quejas. Tras esas palabras, él comprendió que tendría que aceptar nuestra presencia en la casa.

Sin embargo, en esa rutina en la cual cada uno de nosotros reafirmaba lazos de convivencia pacífica, existía siempre el miedo de que los alemanes entraran en la casa a revisar. Ya les había sucedido dos veces previamente a nuestra llegada. Si nos descubrían sería el fin para todos.

La señora Szwiderska me mostró la entrada a un sótano que se encontraba oculta bajo una alfombra en la sala. Practicábamos con Salek bajar rápidamente por la angosta escalera y nos sentábamos en ese pequeño recinto oscuro y húmedo por unos pocos minutos porque ese lugar nos traía los recuerdos más tristes del ghetto. Subíamos velozmente a la sala para refugiarnos en los brazos de la señora Szwiderska, con la ilusión de que era solo una práctica.

Desafortunadamente, las ilusiones no tenían cabida en esa época. En varias ocasiones, soldados nazis llegaron a la casa. Como se encontraba en el medio del campo, era posible ver a la distancia quién se acercaba. Así fue como cada vez que los veíamos, Salek y yo nos ocultábamos de prisa en el sótano.

No escuchábamos lo que decían cuando entraban en la casa, pero sí podíamos sentir los pasos de las pesadas botas militares. Parecían como golpes secos contra el piso de madera. Cuando los escuchábamos cerca de la entrada al sótano, Salek y yo nos abrazábamos muy fuerte para que el miedo que sentíamos no nos hiciera gritar.

A veces, se quedaban un tiempo muy corto, pero en otras ocasiones querían comer y permanecían en la casa por horas. Estar en ese lugar tan húmedo me producía una sensación de ahogo y me resultaba difícil respirar. La oscuridad no era total y veía figuras fantasmales moviéndose en ese espacio pequeño. Al estar entre las sombras, todos mis miedos me envolvían y cientos de preguntas me atormentaban. No podíamos hablar. Debíamos permanecer en un silencio total que se hacía interminable hasta que la señora Szwiderska abría la puerta del sótano. Luego, nos dolía todo el cuerpo por estar acurrucados uno junto al otro y yo comenzaba a toser cuando mis pulmones se llenaban completamente de aire.

En ese entorno, con días que parecían a veces hasta felices a pesar de no poder salir de la casa, y con otros donde el terror se hacía presa de todos mis sentidos, transcurrieron los meses hasta mediados del otoño de 1944. Aún no sabíamos que el destino nos llevaría a enfrentarnos con la brutalidad a la que había llegado el ejército alemán para conseguir la máxima degradación física y espiritual de sus víctimas.

A los herederos de mi memoria

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