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III NIÑOS, OBJETO DE CRUELDAD

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Era una práctica muy común en Europa iniciar a los niños, desde muy temprana edad, en la educación de artes tales como la música o la pintura.

En hogares tranquilos, donde una pareja evolucionaba de modo natural, trayendo al mundo a sus hijos, el enfoque primordial era la alimentación para asegurar un desarrollo físico saludable.

Más tarde, a medida que los niños crecían, incentivaban su formación intelectual con objetos que a veces provenían de pequeños sacrificios. Un piano o un violín despertaban su deleite por la música. Las pinturas estimulaban su anhelo infantil de plasmar el colorido que apreciaban en su entorno.

Eran regalos que provenían del esfuerzo de sus padres y llegaban a convertirse en verdaderos tesoros para los pequeños. Era una crueldad arrebatárselos, sin justificación ninguna, con el único propósito de atormentar aquellas mentes infantiles.

EL PIANO

Poco tiempo después de la invasión alemana, soldados nazis, acompañados por polacos, comenzaron a registrar todas las casas judías. Cuando llegaron a mi casa, hicieron varias preguntas a mis padres mientras observaban detenidamente cada rincón del apartamento. Finalmente, se fueron.

Luego de ese incidente, mamá y papá no hablaban frente a nosotros de lo ocurrido, pero la tensión que existía dentro de nuestro hogar se transformó en una sensación de miedo continuo. Cualquier ruido era motivo de sobresaltos. Los paseos al parque finalizaron. Mi madre solo salía al mercado y pasábamos todo el tiempo en casa esperando lo inevitable. Salek y yo no teníamos idea de qué iba a suceder, pero sabíamos que cualquier evento sería motivo de angustia y tristeza para todos. En realidad, ni mis padres imaginaban el horror que nos aguardaba junto a todas las familias judías de Polonia.

A fines de 1940, varios soldados alemanes y polacos llegaron nuevamente a nuestra casa. Esta vez no hicieron preguntas. Solamente gritaban dando órdenes. Los dos idiomas se mezclaban de tal forma que yo no entendía lo que decían. Mientras mis padres preparaban unas maletas con rapidez, yo observaba atónita y sin moverme a esos hombres que se llevaban nuestros objetos más preciados: candelabros, cubiertos, adornos de plata y las joyas de mi madre.

De pronto, comenzaron a mover mi piano. El temor que estaba paralizando todo mi cuerpo desapareció. Me invadió una sensación de odio y furia descontrolada. Comencé a gritar, tratando de impedir que se llevaran mi hermoso piano. Uno de los soldados alemanes me dio un golpe tan fuerte en la cabeza que inmediatamente sentí cómo la sangre se deslizaba por mi cabello.

Mi madre intentó tranquilizarme, pero yo había perdido el control. Una fuerza inexplicable me invadió y agarré una de las patas de mi piano con tanta firmeza que, mientras los soldados llevaban el piano por las escaleras, yo me arrastraba por las mismas tratando de evitar que se lo llevasen. No me importaba el dolor que todo mi cuerpo sentía ni la sangre que seguía brotando de mi cabeza, solo quería recuperar mi amado piano.

Todo mi esfuerzo fue en vano. Mi madre me levantó del suelo y me consoló diciéndome que algún día volvería a tener un piano. Yo no puedo explicar por qué esa pérdida material fue tan intensa para mí. Quizás porque era la última ilusión de una infancia que terminaba en ese instante, con tan solo seis años.

Ese día dejamos para siempre nuestro hogar para dirigirnos hacia el ghetto7. En ese lugar comenzó una larga pesadilla de hambre, enfermedades y muerte; una pesadilla de la cual pensé que nunca despertaría.

El ghetto de Varsovia llegó a tener una población de más de cuatrocientas mil personas en una extensión muy pequeña de la ciudad. Estaba rodeado por un muro alto, vigilado permanentemente por guardias alemanes que no dudarían un instante en disparar a matar si alguien intentaba escapar.

Muchas veces me preguntaba cómo el resto de los habitantes de Varsovia no sentían compasión por nosotros. ¿Por qué vivíamos hacinados en un espacio donde el aire estaba enrarecido por la falta de higiene?¿Por qué estábamos rodeados de los cuerpos inertes de aquellos que yacían en las calles por la falta de alimentos? No comprendíamos cuál era nuestra culpa. ¿Por qué había niños fuera de esos muros que podían seguir jugando felices y libres, mientras nosotros éramos prisioneros?

En aquellos momentos, nadie me explicaba lo que significaba el odio irracional hacia los judíos y aunque alguien lo hubiera hecho, creo que tampoco lo habría entendido. La judeofobia fue un concepto que aprendí mucho más tarde. El racismo, la intolerancia y el desprecio por otras culturas y religiones eran las bases sobre las cuales se edificó el nefasto movimiento nacionalsocialista de Hitler que se extendió rápidamente por Europa.

En esa época, mis conocimientos de política eran nulos, solo sentía que éramos diferentes y debíamos marcar esa diferencia usando un brazalete con la estrella de David. El hecho de ser judíos nos llevaba a una vida signada por las humillaciones y la carencia de lo mínimo indispensable para ser considerados seres humanos.

En una habitación pequeña vivíamos diez personas. Compartíamos ese miserable espacio con Munish y Malka, quienes tenían dos hijos: Fradel y Zvi. Estaba también una pareja joven cuyos nombres no recuerdo. Solo había tres camas para los adultos. Los niños dormíamos en ese piso que era húmedo y frío durante el invierno e insoportablemente caliente en el verano, pero la falta de comodidades no era lo que nos llevaba a la desesperación. La escasez de comida era una constante entre todos nosotros. Lo poco que mi madre había logrado traer de nuestra casa ya se había vendido a través del mercado negro que existía en el ghetto y no tenía recursos para conseguir un poco más de alimentos. Nuestras raciones diarias no alcanzaban para aliviar el hambre que sentíamos a todas horas.

A los herederos de mi memoria

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