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VIII BERGEN-BELSEN

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Uno de los tantos legados maravillosos que me dejó mi padre fue su amor por la lectura. A pesar de mi apretada agenda, siempre intentaba encontrar ese tiempo tan personal para leer. A altas horas de la noche, solía leer material conectado con mi profesión, novelas de ficción y, en especial, libros acerca de la historia de la humanidad en distintas épocas. Me fascinaba aprender sobre los héroes y antihéroes que habían manipulado la vida de los hombres por siglos. La Segunda Guerra Mundial era un período de la historia que iba más allá de mi comprensión.

Ninguna guerra es justificada. El objetivo de todas las batallas a las que se enfrentan los seres humanos es siempre el mismo: el poder de una minoría. Las consecuencias trágicas son para las víctimas pertenecientes a cualquiera de los bandos antagónicos. Estas personas inocentes, producto de las confrontaciones irracionales entre naciones, son las que terminan siendo aniquiladas.

Cada vez que finalizaba alguna lectura concerniente al Holocausto, me sentía presa de una ira incontrolable por la falta de humanidad de todos los países que sabían lo que estaba ocurriendo, pero que permanecieron silenciosos por razones que, aún hoy, son imperdonables. Al leer sobre los campos de concentración nazis, aprendí que el hombre puede ser despojado de sus características humanas hasta convertirse en un objeto. No obstante, en sí mismo no llegaba a ser un objeto. Conservaba en su interior fibras muy frágiles de espiritualidad que le permitirían recobrar su humanidad.

Todos los campos de concentración fueron devastadores. Las autoridades nazis estaban sumergidas en una demoníaca rigidez ideológica. Legitimaron las torturas más infames y el exterminio de un pueblo con total impunidad. Bergen-Belsen, sin ser un campo de exterminio como tal, se transformó en el campo que representó el grado máximo de perversidad nazi.

Auschwitz era un campo de genocidio mecanizado. Bergen-Belsen era un campo de exterminación masiva por negligencia. La ausencia de instalaciones sanitarias, el hacinamiento, la falta de comida y las epidemias de tifus y tuberculosis, permitieron la aniquilación sistemática de 50.000 seres humanos durante el tiempo en el cual Bergen-Belsen, destinado en un comienzo a ser un lugar para prisioneros políticos, se convirtió en un campo de concentración.

Cuando los británicos liberaron el campo, el 15 de abril de 1945, filmaron todo lo que vieron al entrar en Bergen-Belsen. Esas grabaciones mostraban miles de cuerpos esparcidos por el campo sin ser enterrados, sobrevivientes que apenas se movían, caminando o arrastrándose como fantasmas entre los cadáveres, enfermos de tifus y disentería, que solo esperaban la muerte. Bergen-Belsen era el reflejo de la crueldad y el salvajismo de la Alemania Nazi.

¿Cómo era posible estar en un lugar donde no existen suficientes palabras para describir el horror? En ese abismo de torturas, hambre, enfermedades y muerte, Mania y Salek vivieron los últimos meses de la guerra.

DEPORTADOS EN «FAMILIA»

Siempre había evitado la mentira. Pero en el mundo que me tocaba vivir, la mentira era una parte fundamental del juego de la supervivencia. Ahora, comenzaba un cambio de roles para Salek y para mí. Debíamos adoptar una nueva identidad, guardando celosamente el recuerdo de nuestros padres y nuestra fe judía.

La señora Szwiderska nos contó que había rumores de deportación de polacos por motivos políticos. Ella temía que esa fuera su suerte en un futuro próximo. Para evitar dejarnos desamparados, tenía un plan. No estaba segura de si sería efectivo, pero era el único que ella creía que nos ayudaría a mantenernos juntos.

Tal era nuestra desesperación por no ser abandonados otra vez, que estábamos dispuestos a hacer lo necesario para seguir junto a ella. La señora Szwiderska nos dijo que debíamos fingir ser una familia. En primer lugar, debíamos llamarlos mamá y papá. Esa tarea no iba a ser fácil pero, sin duda, no imposible, en particular llamar «mamá» a la señora Szwiderska. Pero ¿a su esposo «papá»? Eso ya era muy difícil. En realidad, era tan escasas las conversaciones que teníamos con él, que no recuerdo haber usado ese apelativo ni una sola vez.

Para evitar la separación, era conveniente que Salek usara ropas de niña todo el tiempo. Ya se sabía que separaban a los hombres de las mujeres. Ella no podía confiar el cuidado de Salek a su esposo. Conocía perfectamente sus sentimientos de rechazo a nuestra presencia en la casa. Ella había hecho la promesa a mi madre de cuidarnos como si fuéramos suyos y tenía toda la intención de cumplirla, no solo por la amistad que la unía a mi madre, sino también por el amor que sentía por nosotros.

Era conveniente inventar una historia familiar y las razones por las cuales no teníamos identificación. Aprendimos algunos rezos católicos y ciertas costumbres que desconocíamos. Salek y yo resultamos buenos actores y fingíamos con gran naturalidad ser parte de una nueva familia. En nuestra ingenuidad, todo era un juego y aceptábamos los cambios sin saber qué iba a suceder.

Cada noche, antes de dormir, mis bendiciones eran para la señora Szwiderska. Dos niños judíos habían vuelto a reír y jugar gracias a la inmensa bondad de una mujer que nada tenía para ganar, pero sí mucho que perder al ocultarnos en su hogar.

Un día, a finales de 1944, llegaron varios soldados alemanes y nos ordenaron hacer una maleta pequeña con lo mínimo necesario. Salimos de la casa que había sido nuestro refugio y subimos a un transporte. Otra vez la incertidumbre y el terror. ¿Cuál sería nuestro próximo destino? Escuchaba las palabras tranquilizadoras de la señora Szwiderska, pero se vislumbraba en ellas el mismo temor que yo estaba sintiendo.

Nos trasladaron a una estación de trenes. Allí separaron a los hombres de las mujeres. Nunca más la señora Szwiderska vería a su esposo. Aunque Salek no decía ni una palabra, podía leer sus pensamientos, ese fue el instante en el comprendió el motivo por el cual debía pretender ser una niña. Permanecía junto a mí, y eso era lo mejor que podía pasar en ese momento. Mientras subíamos al tren, en el abrumador silencio del pánico y desesperanza de cientos de personas, solamente se escuchaban los gritos chillones de los soldados alemanes dando órdenes y golpeando al que no obedecía.

No recuerdo ese viaje en tren. Creo que dormí sobre el regazo de la señora Szwidesrka durante la mayor parte del tiempo. Nuestro destino fue el campo de concentración de Bergen-Belsen. Al salir del ghetto de Varsovia, pensaba que no existía un lugar con condiciones de vida más deplorables, sin embargo, muy pronto me daría cuenta de mi equivocación.

A los herederos de mi memoria

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