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V LOS NIÑOS JUDÍOS DURANTE EL HOLOCAUSTO

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«Aún en los tiempos de mayor barbarie, una chispa humana brillaba en el corazón más rudo, y los niños eran perdonados. Pero la bestia hitleriana es diferente. Devorará lo más querido por nosotros, aquellos que despiertan la mayor compasión, nuestros inocentes niños».

Emanuel Ringelblum10

Durante la Segunda Guerra Mundial todos los judíos eran perseguidos para matarlos, pero la tasa de mortandad de los niños era especialmente alta. Solo el 11% de la población de niños judíos de Europa que había antes de la guerra sobrevivió, en comparación con el 33% de los adultos.

Los nazis a menudo realizaban «acciones de niños» con el fin de reducir la cantidad de «bocas inútiles» en los ghettos. En los campos de concentración, a los niños, los ancianos y las mujeres embarazadas se les enviaba a las cámaras de gas inmediatamente después de su llegada.

Al comenzar la guerra, en septiembre de 1939, aproximadamente 1.6 millones de niños judíos vivían en los territorios que Alemania ocupó posteriormente. Cuando la guerra terminó, en mayo de 1945, más de un millón de niños judíos habían muerto víctimas del genocidio nazi.

Miles de niños judíos lograron sobrevivir a la brutal matanza de la Alemania Nazi porque fueron escondidos. La crueldad del gobierno nazi y las barbaridades de la guerra obligaron a algunos niños a madurar fuera de lo normal para su edad. Ellos eran como gente mayor con cara de niños, sin expresiones de alegría, con una total ausencia de inocencia infantil.

MI HERMANA TONIA

En el ghetto las familias sufrieron grandes cambios, muchos de los cuales hubieran sido impensables en tiempos normales. Siguieron funcionando, en la mayoría de los casos, como una unidad. Sin embargo, se establecieron nuevas divisiones de responsabilidades entre los miembros de estas.

Dado que los hombres desaparecían con frecuencia, ya fuera por muerte o a causa de las deportaciones, en muchas ocasiones las mujeres se transformaron en el eje principal alrededor del cual giraban todas las decisiones. En el caso de nuestra familia, si bien mi padre aún estaba con nosotros, mi madre fue la que asumió el rol principal. Recuerdo que era ella quien soportaba sobre sus hombros el mayor peso, preocupándose de asegurar que hubiera alimento para nosotros cada día. Su fortaleza y su espíritu optimista eran constantes, a pesar de las terribles adversidades dentro las cuales vivíamos sumergidos.

Durante la primera mitad de 1942, la población del ghetto se Varsovia se fue reduciendo drásticamente. Día tras día salían trenes con miles de personas hacia un destino incierto. Tan masivas fueron las deportaciones que, a finales de 1942, dos tercios de su población inicial habían desaparecido.

La mayoría de las personas sucumbían frente a las desgracias y pérdidas en el contexto de la lucha por sobrevivir. Pero mi madre no. Ella seguía sonriendo y cantando a la vida para apaciguar el hambre y la desesperación que nos rodeaba. Su rostro no demostraba el desmesurado terror que sentía por perder a sus seres queridos o no tener las fuerzas necesarias para protegerlos. Vivía sometida a un infierno íntimo que jamás compartió con nadie.

En el mes de septiembre, mi padre fue deportado. En aquel momento no sabíamos cuál sería su destino. La única información que recibimos fue que lo trasladaron a Checoslovaquia para realizar trabajos forzados en minas que se encontraban bajo la dominación de la Alemania Nazi.

Su ausencia intensificó el miedo indescriptible que sentíamos por nuestro futuro. Mi madre casi no dormía de noche. Nos estrechaba a Salek y a mí, repitiéndonos una y otra vez que estaríamos bien. A pesar de la cruel realidad que veíamos todos los días, yo seguía conservando mi ingenuidad de niña y cerraba mis ojos creyendo cada palabra que ella me decía. ¿Y por qué no habría de ser así? Solamente ella era capaz de mantener en mi corazón un destello de esperanza que me permitía seguir adelante.

El pánico de una deportación hizo que buscáramos un lugar para escondernos. Fuimos a un sitio más deplorable que la habitación donde vivíamos, pero que parecía ofrecer mayor seguridad. Estábamos con otras personas de las cuales no recuerdo sus rostros o nombres. Toda mi atención se centraba en Salek y mi mamá.

Estábamos tan delgados que yo no advertí que mi madre había cambiado físicamente. Un día le pregunté sobre ese pequeño vientre que había crecido en los últimos meses. Ella lo ocultaba muy bien. Me dio respuestas tan evasivas que me dieron a entender que no me contaría lo que en realidad le estaba sucediendo. Entonces mi opción fue la que ya era habitual: dejar de hacer preguntas.

En el ghetto había un adormecimiento tal de los sentidos que las tragedias estaban cubiertas por una aparente insensibilidad. Luego de una escena de aterradora violencia o de separación probablemente definitiva de una madre con sus hijos, surgía una calma desconcertante. La continua amenaza sobre la vida creó como resultado un estado de angustia en el cual la facultad para reflexionar se había perdido.

En ese marco de desesperación, mi mamá dio a luz a mi hermana Tonia. El frío era insoportable en la habitación donde vivíamos. Una mujer entró y nos empujó afuera, mientras escuchábamos los gritos de dolor de mi madre. Cuando nos dejó entrar, la vimos con un bebé en brazos envuelto en una vieja manta que por años había sido mía. Salek y yo la mirábamos sorprendidos. Ella nos dijo que nos acercáramos a ver a nuestra hermanita. En silencio, pero llenos de interrogantes que nunca serían verbalizados, vimos a aquella hermosa criatura tan frágil y pequeña.

En ese espacio miserable en el cual vivíamos, cuidábamos a Tonia para que no se escucharan sus llantos. Tener un bebé en ese momento era lo más absurdo que podía suceder, sus posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Y ese pensamiento permanecía en la mente de mi madre las veinticuatro horas del día. Aunque no decía nada, yo presentía que mi hermana no estaría mucho tiempo con nosotros.

Desconocía cuál era su plan, pero sabía que algo haría para tratar de salvar a Tonia. Unos días más tarde, me dijo que aplicaría una ventosa al bebé. Me pareció muy extraño porque yo sabía que mi madre usaba ventosas únicamente cuando teníamos fuertes resfriados o gripe, y Tonia no presentaba ningún síntoma de estar enferma. La forma en que lo hizo también fue muy extraña, en lugar de retirar la ventosa inmediatamente, dejó que quemara la delicada piel de mi hermana.

Sin perder un instante, comenzó a amamantarla y pasearla por el cuarto para calmar su dolor. Observé que mi madre lloraba mucho en silencio mientras abrazaba a Tonia. Entonces, me dijo que ahora mi hermana tendría una marca que nunca se borraría.

—Cuando veas la espalda de una niña con una quemadura así, sabrás que es Tonia. Ahora ya tiene una señal que la diferencia del resto, —me susurró mientras me entregaba a Tonia para que la acunara entre mis brazos.

Años más tarde comprendí la razón por la cual había lastimado a mi hermana. No obstante, en ese momento, estaba muy enojada con ella.

Pocos días después, mi madre desapareció con Tonia y al regresar lo hizo sola. Entre llantos le pregunté qué había hecho con mi hermanita.

—Encontré un camino para salvarla. No te preocupes. Ahora sí va a estar bien —me respondió.

Pero ella tampoco podía contener sus lágrimas. Nos abrazamos con desesperación tratando de aliviar esa profunda tristeza que sentíamos, ¿cuándo terminaría esa larga pesadilla de pérdidas y aflicciones?

A los herederos de mi memoria

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