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I DORA Y NATALIO (NAT) HUDY

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En febrero del año 1974, viajé a Toronto a visitar a mi prima Norma. Nunca imaginé que ese viaje iba a cambiar mi destino y que mi vida tomaría un giro totalmente inesperado.

Había finalizado el tercer año en la facultad de Bioquímica. Necesitaba un descanso por la presión de los exámenes finales y de ciertos problemas personales que requerían una definición inmediata de mi parte. Elegí Toronto como lugar para mis vacaciones, ya que allí vivía mi prima, quien siempre fue como una hermana para mí.

Norma se había casado con Ricky (Yakov) Rosman en Argentina y emigraron a Canadá, donde vivía Mania, la hermana mayor de Ricky. Mania, su esposo Kalman Hudy y sus dos hijos, Abe y Nat, estaban radicados en Toronto desde hacía varios años.

Pocos días después de haber llegado, Ricky me presentó a su sobrino Nat (Natalio). Nunca olvidaré el impacto que significó para mí conocer al que sería, en un futuro, mi compañero durante cuarenta años. Sus ojos azules transparentes y su increíble sonrisa fueron lo primero que llamó mi atención.

Nat se transformó en mi guía de turismo, llevándome a conocer distintos lugares de Toronto. Nos hicimos inseparables durante mi estadía. Resulta innecesario decir que me enamoré de él como nunca lo había estado antes, presintiendo que algún día estaríamos juntos.

Durante dos años, nuestro noviazgo transcurrió entre viajes de ida y vuelta a Canadá y Argentina. Sumado a la distancia que nos separaba, estaban los conflictos familiares por parte de mis padres y los suyos, quienes no aprobaban totalmente nuestra relación. Sin embargo, como en todo cuento de hadas, el amor triunfó y decidimos casarnos.

Una vez terminada mi carrera universitaria, me trasladé definitivamente a Canadá. Nos casamos el 27 de marzo de 1976. Fue una boda muy grande en la cual yo no conocía prácticamente a nadie. Mi recuerdo de ese día es muy vago, debido a que no me sentía en mi propio ambiente y no lo podía disfrutar completamente, pero lo que sí sabía con certeza era que me casaba con un hombre maravilloso, al que amaba con toda mi alma.

Toda mi vida sentí temor a los cambios y toda mi vida con Natalio fue marcada por cambios continuos que significaron vivir en cuatro países diferentes, de culturas diversas y a los que debía adaptarme con rapidez. ¿Cómo lograr que una persona, totalmente estructurada, como yo, se decida a reiniciar su vida cuatro veces? Solamente al lado de mi esposo lo pude lograr en cada país, porque su espíritu de aventura, su buen humor y su optimismo eran lo suficientemente inagotables como para cubrir mis propias limitaciones.

En un comienzo, los años en Toronto, desde 1976 hasta 1982, fueron difíciles porque nunca había estado alejada de mi familia y mis amigos. No lograba insertarme en la familia de Natalio. Trataba de entender su forma de proceder, pero los sentía muy diferentes a mí. Siendo sobrevivientes del Holocausto, se movían con cánones a los que yo no estaba acostumbrada. Todos debían rendir cuenta de lo que hacían: dónde iban, quiénes eran los amigos, cuáles eran los planes futuros.

Acostumbrada a vivir con libertad y a consultar a mis padres solo cuando mi criterio lo hacía necesario, no podía estar cómoda en esa interdependencia familiar. A pesar de las diferencias, sentía admiración por ellos porque habían logrado salir del lugar más oscuro al cual puede llegar un ser humano, para luego construir una vida sobre los escombros de una guerra.

Cuando estaban juntos, nadie hablaba del ghetto de Varsovia, de los campos de concentración, del hambre o de las enfermedades que sufrieron. Los años de la guerra —y los sucesos que vivenciaron durante la misma— eran temas que estaban enterrados en el lugar más profundo de sus mentes.

No se compartían esos recuerdos. Eran secretos que debían permanecer ocultos para los miembros de la familia que nacieron después de la guerra. No entendían la importancia que podría significar para las nuevas generaciones conocer esas historias.

Mi visión era que, de tanto dolor y miseria, surgió una fuerza extraordinaria que les permitió superar todos los obstáculos. ¿Cuál era el motivo de ese silencio? Según mi forma de pensar, conocer lo que sus abuelos y padres habían sufrido para poder sobrevivir los llenaría de orgullo. Yo lo percibía como si de las cenizas volviera a surgir el fuego y del fondo del abismo apareciera una luz de esperanza para una nueva vida.

* * *

Un rasgo característico de mi personalidad es la tenacidad para lograr mis propósitos. Si todo parece decir que «no», tengo la perseverancia de continuar obstinadamente con mis esfuerzos hasta alcanzar mis metas. Una de ellas era conocer la historia de la familia de mi esposo.

Un día, inesperadamente, logré vencer esa barrera infranqueable que habían construido. Mania comenzó a contarme el pasado que escondía tan celosamente, aunque nunca pude derribar la muralla tras la cual se encontraban los relatos de los abuelos de Natalio. Esos años oscuros permanecerían en sus memorias y nunca los compartirían. La razón era, quizás, el miedo a que si los recuerdos se transformaban en palabras, las mismas podrían convertirse en realidades.

Pero había detalles en la buba2 Lola, así llamábamos a la abuela, que hablaban de una vida de grandes privaciones anteriores. Era su obsesión tener siempre la nevera llena de comida, las alacenas repletas de conservas y deliciosas sopas humeando en la cocina. A cualquier hora que uno iba de visita, siempre estaba listo un plato de comida. No había forma de negarse. Solo una vez no quise comer y comenzó a murmurar lentamente en yiddish3.

—Dora, se nota que nunca pasaste hambre. No tienes idea lo que es tener como alimento diario solamente un pedazo de cáscara de papa. Y mientras me hablaba me servía un poco de todo, asegurándose de que en mi plato no quedara un espacio vacío.

En ese momento intenté que me contara sobre la guerra, pero ella me dijo que no quería recordar su pasado. No pude hacerle comprender que la historia debe ser conocida para que no se repita. Esa frase tan trillada, pero a la vez tan cierta, no es comprendida por muchas personas. Hay quienes creen que ocultando el dolor se evita que reaparezca. Nada más lejos de la realidad. Solamente compartiendo el dolor, este se atenúa y el alivio aparece como un bálsamo que cura las heridas, aunque las cicatrices no desaparezcan jamás.

Ese sentimiento, que siempre ha sido parte esencial de la educación impartida por mi padre, puede resumirse en la siguiente frase de Primo Levi4: «Si comprender es imposible, conocer es necesario porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo, las nuestras también. Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos».

A los herederos de mi memoria

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