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Introducción

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EVE MAYER

Crecí en el sur de Luisiana, donde no se come para vivir. ¡Se vive para comer! Si Willy Wonka hubiera instalado su fábrica en Thibodaux, mi pueblo natal, se habría especializado en langosta, gumbo, boudin y étouffée en lugar de hacerlo en piruletas, caramelos duros y gominolas. 1

Para colmo, mi madre es una de las mejores cocineras del universo, y en nuestra familia seguíamos el dicho laissez les bons temps rouler, que significa ‘deja que los buenos tiempos rueden’. Celebrábamos absolutamente todo, y esas festividades (que compartíamos con amigos, familiares y vecinos) estaban centradas en la comida. Los pasteles eran amor, el fettuccine de cangrejo era felicidad, los beignets fritos espolvoreados con cantidades generosas de azúcar en polvo significaban comunidad. 2

Cuando yo tenía ocho años, a mi madre le diagnosticaron una enfermedad crónica terrible para la que no había ninguna cura conocida. Durante treinta y cuatro años, la vi luchar por su vida. Acudió a especialistas de todo el país y lidió con tratamientos y medicamentos que a menudo la hacían sentir aún peor. Afortunadamente, en 2016, cuando yo tenía cuarenta y dos años, venció por fin a su enfermedad. Pero hasta entonces no tuve la seguridad de que la persona más importante de mi vida fuera a vivir un año más, y adopté comportamientos poco saludables para hacer frente a esa angustia. Enterré mis sentimientos con la comida: la tomaba a hurtadillas, la escondía y me atiborraba varias veces al día. Me evadí de mi vida dejando que mi cerebro navegara por un mar de gofres, pollo frito, salchichas al estilo cajún y cualquier elemento azucarado que pudiera encontrar en la casa. Diseñé mi propia meditación inducida por carbohidratos, que no me aportó los beneficios saludables que aporta la paz mental.

He estado gorda toda mi vida adulta, y llegué a pesar ciento treinta y seis kilos. Todos los planes dietéticos que probé funcionaron durante períodos cortos, ya que como siempre tenía hambre, me rendía, interrumpía mi dieta y recuperaba más peso del que había perdido. Como muchas de las personas que están leyendo estas líneas que se encuentren en una situación similar, a menudo me he sentido una fracasada. He experimentado vergüenza en la consulta del médico, en la piscina y en la tienda de tallas grandes, y me he sentido incómoda en el gimnasio, en los restaurantes y en los encuentros familiares.

En 2018, decidí tratar de perder peso nuevamente, esta vez siguiendo una dieta baja en carbohidratos y alta en grasas. Creí que esta dieta también fallaría, pero al cabo de un mes, algo parecía haber cambiado. No tenía hambre a cada momento, como siempre me había ocurrido. Transcurridos unos meses, había perdido unos trece kilos y medio, pero acto seguido la pérdida de peso empezó a estancarse. Preocupada por la posibilidad de que el peso volviera a aumentar, como siempre había sucedido, le pedí consejo a mi amiga la doctora Suzanne Slonim, quien me aconsejó que comprara el libro El código de la obesidad, 3 del doctor Jason Fung.

Cuando comencé a leer el libro del doctor Fung, estaba en un avión, con el cinturón abrochado para realizar un vuelo de cuatro horas. Al cabo de unos minutos, quedé enganchada. El código de la obesidad validó mi enfoque de llevar una dieta baja en carbohidratos y alta en grasas, pero a continuación el doctor Fung aconsejaba algo que no esperaba. Recomendaba que las personas que tienen problemas con su peso se beneficiasen de la práctica del ayuno.

¿Cómo? ¡Nunca me había perdido más de una comida en mi vida a menos que fuera por prescripción médica! Pero los estudios que el doctor Fung citaba en su libro tenían sentido para mí, por lo que decidí probar con el ayuno. Esa decisión cambió mi vida. Comencé a perder peso de nuevo, me sentí más sana que nunca y mi cuerpo empezó a cambiar de maneras que nunca podría haber imaginado. Y lo mejor fue que los constantes mensajes de hambre que habían estado inundando mi cerebro cesaron para siempre.

Así es. Dejé de estar muerta de hambre todo el tiempo. Y cuando sentía hambre, no era algo que me molestase. Me preocupaba la posibilidad de desmayarme si me saltaba más de dos comidas, pero no ocurrió tal cosa. Pensé que ayunar me haría sentir cansada y mentalmente confusa, pero no fue así. Pensé que no comer ralentizaría mi metabolismo, pero sucedió lo contrario. Pasé a sentirme como una mujer nueva.

Empecé a cuestionar todo lo que había aprendido sobre la pérdida de peso y la mejora de la salud, y después me enfurecí. ¿Dónde había estado esta información toda mi vida y por qué la estaba escuchando ahora, después de haberlo pasado tan mal?

Visité al doctor Fung, y cuando hablamos, supe que había encontrado un alma brillante y bondadosa que estaba dispuesta a ­colaborar conmigo. También me presentó a su educadora en salud, Megan Ramos, con quien conecté tan pronto como me explicó sus propias dificultades con el peso y otras afecciones médicas. En un mes, trazamos un plan, cuyo fruto es el libro que tienes en tus manos.

Con este volumen, queremos empoderarte para que abordes la pérdida de peso y la salud de una manera completamente nueva. Tal vez hayas buscado ayuno en el buscador de Google, hayas hablado de él con un amigo, lo hayas visto en las noticias o hayas oído decir a alguien que fue una experiencia increíble, y también habrás oído decir a alguien que hará que te mueras de hambre. Parece que hay tantas opiniones sobre el ayuno como estrellas en el cielo, y gran parte de la información puede ser tan complicada y abrumadora que puedes tener ganas de rendirte antes de comenzar. Es posible que tengas la impresión de que el ayuno es solo para quienes luchan contra la obesidad, como era mi caso. Pero esto no es así; el ayuno puede ayudarte a perder dos kilos, cinco kilos...; muchos o muy pocos, según tus objetivos. O quizá necesites un enfoque alimentario que vaya más allá de la pérdida de peso. ¿Puede el ayuno contribuir a mejorar el funcionamiento de tu mente y a que estés menos expuesta(o) a padecer cáncer? Sin duda. ¿Anhelas ver mejorías en relación con el síndrome del ovario poliquístico, la diabetes tipo 2, la esteatosis hepática (hígado graso), una enfermedad cardíaca u otras afecciones? El ayuno te puede ayudar.

Necesitas un amigo que te diga la verdad absoluta, sin filtros, sobre el ayuno, y en este libro tienes tres: una veterana de la guerra de las dietas 4 (yo), una investigadora del ayuno de primera categoría que ha lidiado con sus propios problemas de salud (Megan Ramos) y un médico pionero (el doctor Jason Fung). Hemos estado en la brecha en el tema del ayuno codo con codo, y podemos darte respuestas honestas sobre él.

Este libro es más que un plan de ayuno sistemático. En esencia, es el manual de un nuevo estilo de vida. Te ayudará a prepararte, y te ayudará a preparar tu cocina y a tu familia, para tu nueva rutina alimentaria; también encontrarás la respuesta a preguntas habituales concernientes al ayuno (cómo lidiar con los días festivos y las vacaciones, por ejemplo) y estrategias para abordar cualquier efecto secundario inesperado. Te explicaré exactamente cómo preparar tu mente para ayunar, te ayudaré a encontrar tu modalidad de ayuno y te proporcionaré un plan para que mantengas tu nuevo estado más saludable. Te diré exactamente por qué no eres culpable de tu aumento de peso y por qué esta vez será diferente. Te tomaré de la mano a lo largo de esta andadura nueva y emocionante y, cuando hayamos acabado, celebraremos tu éxito.

Tienes preguntas y nosotros tres tenemos respuestas. El médico, la lega y la investigadora; este es el equipo que necesitas a tu lado. Estamos aquí para apoyarte, así que ¡pongámonos en marcha!

MEGAN RAMOS

Hace apenas una década, padecía el síndrome del ovario poliquístico (SOP), esteatosis hepática no alcohólica y diabetes tipo 2. También tenía sobrepeso. Actualmente gozo de buena salud y he perdido más de treinta y cinco kilos. Soy una investigadora clínica enfocada en la medicina preventiva, y enseño cómo el ayuno y una nutrición adecuada pueden ayudar a perder peso y a mejorar la salud en general.

Durante los primeros veintisiete años de mi vida, comí lo que quise y no gané nada de peso. Era la típica chica detestable que iba por ahí con unos pantalones vaqueros de talla pequeña con un refresco en una mano y una bolsa de patatas fritas en la otra; en uno de mis anuarios de la escuela secundaria, mi mejor amiga escribió: «Te odio porque puedes comer todos los nuggets de pollo y todas las patatas fritas que quieres y aun así pareces perder peso». Estaba claramente delgada, sí, pero ni mi mente ni mi cuerpo estaban sanos. De hecho, no paraba de engañarme pensando que el peso era un indicador del bienestar físico. Pero la verdad se mostró en las enfermedades que empecé a padecer al principio de la educación secundaria.

A los doce años, me diagnosticaron esteatosis hepática no alcohólica, una enfermedad en la que se acumula grasa sobrante en las células del hígado. Posteriormente, a los catorce años, descubrí que tenía el SOP, un trastorno caracterizado por la presencia de quistes en los ovarios que conduce a una ovulación irregular o a la ausencia de ella. Estaba tan delgada que mis médicos no me aconsejaron que cambiara la dieta; supusieron que esos problemas iban a desaparecer por sí solos. Estaban equivocados; el tiempo no arregló nada. Empeoré a medida que seguí transitando por un camino nada saludable, atiborrándome de comida basura sin comprender las consecuencias. ¿Estaba usando la comida para lidiar con mi vida, como hizo Eve, la coautora de este libro? Posiblemente. Al fin y al cabo, mi querida madre también estaba enferma.

Mi madre había sufrido varias afecciones metabólicas y genéticas durante la mayor parte de mi infancia. Había visitado un médico tras otro y la habían operado innumerables veces a lo largo de los años. Uno de los recuerdos más vívidos que tengo es el de oírla gritar de dolor en el pasillo de una sala de Urgencias mientras esperaba que la atendiesen. Decidí que nadie debería estar enfermo de esa manera y que nadie debería ver sufrir tan terriblemente a su madre, así que prometí ser médica de mayor. Quería ser alguien que tuviera la posibilidad de mejorar la salud de los demás, sencillamente.

A los quince años, conseguí un empleo de verano en el ámbito de la investigación médica en una clínica privada en la que trabajé con un grupo de nefrólogos (especialistas en enfermedades renales) entre quienes se encontraba el doctor Jason Fung. En el contexto de este empleo, conocí a muchas personas maravillosas con diabetes tipo 2 que padecían algún grado de insuficiencia renal debido a su enfermedad. Mi investigación se centró en encontrar formas de detectar el daño renal antes, lo cual, en caso de conseguirse, abriría la posibilidad de evitar la insuficiencia total. Trabajé con estos médicos durante el resto de mi educación secundaria y también mientras cursé los estudios universitarios, y estuve encantada. Pero me encontré con un muro: me di cuenta de que, independientemente de la prontitud con la que detectásemos la enfermedad renal, la mayoría de las veces seguía avanzando. El diagnóstico temprano parecía peor que vivir en la ignorancia; recuerdo que pensé lo terrible que debe de ser vivir la vida sabiendo qué es lo que puede matarte.

Sin embargo, yo también padecía enfermedades crónicas, y no estaba haciendo nada al respecto. Peor aún, me decía a mí misma que me apasionaba la medicina preventiva, pero me estaba matando poco a poco con la comida. Consumía refrescos light a las cinco de la mañana y comía golosinas azucaradas todo el día. Tomaba bolsas de comida basura mientras mi compañero estaba fuera haciendo recados. Estoy bastante segura de que era adicta a la comida, y aunque sabía que los refrescos light que escondía dentro del coche y la bolsa de bretzels que ocultaba en el bolso no eran saludables, no podía evitar tomarlos.

Todo el mundo tiene un vicio, y el mío era la comida. Como no eran los cigarrillos, las drogas o el alcohol, me convencía a mí misma de que no pasaba nada. La comida se vende en todas partes, legalmente, y los carbohidratos eran el grupo de alimentos que el Gobierno y mis médicos me decían que comiera. Eran lo que me servían en la escuela y lo que mis padres me daban en casa. ¿Era posible, entonces, que fuesen tan malos? Y, sobre todo, estaba muy delgada. Por lo tanto, ¿había la posibilidad de que estuviese haciendo algo mal?

Pues sí. Mi síndrome del ovario poliquístico se agravó tanto que, a los veintidós años, mi médico me dijo que era probable que no pudiese tener hijos. Ser madre había sido mi mayor deseo durante toda mi vida y, de pronto, vi que ese sueño tal vez no se haría nunca realidad.

Cuando cinco años después me diagnosticaron diabetes tipo 2, fue el peor día de mi vida; la experiencia fue incluso más horrorosa que cuando descubrí que, probablemente, era infértil. Cuando escuché la noticia, mi corazón pasó a latir tan deprisa que pensé que iba a estallar. Todo se volvió brumoso y empecé a jadear para obtener aire. Ese fue mi primer ataque de ansiedad.

Solo tenía veintisiete años, y cuando mi médico me dio los resultados del laboratorio, sentí que me acababa de entregar una sentencia de muerte. ¿A qué tipo de vida me enfrentaba? ¿Padecería insuficiencia renal a los treinta y cinco años, como los sujetos de mis investigaciones? ¿Contraería alzhéimer a los cuarenta? ¿O qué tal un ataque al corazón a los cuarenta y cinco, seguido de un derrame cerebral a los cincuenta?

Me fui a casa, me tiré a la cama y me eché a llorar. Ya podía olvidarme de ayudar a los demás a través de la medicina. Renunciaría a mi sueño de ser médica y haría otra cosa.

Cuando por fin me calmé, decidí que tenía que hacer lo que fuera necesario para recuperar mi salud. El primer paso que di fue empezar a tomar comidas saludables con regularidad. Soy canadiense, y recurrí a la Guía alimentaria de Canadá (que es el equivalente a las pautas proporcionadas por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos). Como había sido elaborada por expertos, me propuse seguir sus consejos a rajatabla. Y así lo hice; empecé a tomar tres comidas todos los días, más varios refrigerios entre ellas. ¿Qué ocurrió? Pues que pasé de ser un saco de grasa flaco a ser un gran saco de grasa.

Meses más tarde, ansiando encontrar una solución, pensé en el doctor Fung, con quien todavía trabajaba, y de pronto supe que mi diagnóstico de diabetes pudo haber sido la mayor bendición que había recibido en mi vida.

Jason siempre se salía del pensamiento convencional, y estaba empezando a investigar el ayuno. Una tarde, oí que le decía a un pequeño grupo de personas que era posible que el ayuno fuese útil para revertir la diabetes tipo 2, y pensé: «De ninguna manera. Esto es muy extremo». Pero no tenía nada que perder, y sí mucho que ganar.

Hablé con Jason e inmediatamente comencé a ayunar y a aplicar sus principios relativos a una buena nutrición. Empecé a comer un abanico de alimentos integrales, bajos en carbohidratos y que contenían grasas saludables. En pocas semanas, me di cuenta de que casi todo lo que había aprendido sobre nutrición a lo largo de mi vida era incorrecto. Han pasado ocho años desde que comencé a seguir las recomendaciones del doctor Fung, y he mantenido una pérdida de peso de treinta y nueve kilos. También me he librado totalmente de la diabetes tipo 2, la esteatosis hepática y el síndrome del ovario poliquístico.

Actualmente, soy una mujer de treinta y cinco años muy sana y feliz, que tiene el privilegio de ayudar a nuestros clientes a perder peso y acabar con la diabetes tipo 2. Sigo trabajando con Jason y, juntos, creamos un programa llamado The Fasting Method (‘El método del ayuno’). Es una comunidad en línea con sede en Toronto, en la que instructores que conocen bien el ayuno ayudan a clientes a perder peso y obtener mejorías respecto a sus problemas de salud crónicos. También atiendo a clientes de forma individual, y les doy el tipo de consejos salvadores que mis médicos nunca me dieron. Esta es una de las partes más satisfactorias de mi trabajo, porque me permite conocer a mujeres como Jennifer.

Como yo, Jennifer tenía sobrepeso y el síndrome del ovario poliquístico. Su problema de salud también hacía que tuviese acné y que le creciese vello según un patrón masculino, un desafortunado efecto secundario de las fluctuaciones hormonales provocadas por el trastorno. No tuvo la primera regla hasta los dieciocho años, y a partir de ese momento solo estaba teniendo una menstruación al año, como máximo. Tras haber intentado quedarse embarazada, sin lograrlo, durante años, ella y su marido decidieron que intentarían, a lo sumo, tres rondas de fecundación in vitro. Para asegurarse de que acabarían por tener un bebé, también rellenaron papeles para adoptar uno.

Cientos de inyecciones hormonales más tarde en el curso de las tres rondas de fecundación in vitro, los folículos de Jennifer no maduraron, por lo que los médicos ni siquiera pudieron extraer, y mucho menos fertilizar, un óvulo suyo. Afortunadamente, el papeleo para la adopción dio sus frutos, y Jennifer y su marido dieron la bienvenida a un hermoso bebé llamado Nico a su familia.

Pero Jennifer seguía preocupada por su salud y su peso, por lo que consultó con uno de nuestros instructores en materia de ayuno, que la guio a lo largo de un programa de reducción de la ingesta de azúcar, una alimentación baja en carbohidratos y ayunos. Jennifer perdió algo de peso y se activó su ciclo menstrual. Por capricho, decidió intentar una cuarta ronda de fecundación in vitro. Se quedó embarazada, y su segundo hijo, Oscar, nació cuando Nico tenía dos años y medio. Continuó con sus hábitos saludables y tres años después se quedó embarazada, de forma natural, de su tercer hijo. En la actualidad, Jennifer es una madre de tres hijos sana y delgada; sus períodos son regulares y su vida es más feliz de lo que jamás pudo imaginar.

Debido al ayuno confío en que, como Jennifer, algún día seré madre. Hasta entonces, estoy muy contenta de seguir trabajando para ayudar a los demás a mejorar su vida. Junto con el doctor Fung y Eve Mayer, estoy aquí para ser tu guía; te ofreceré mi perspectiva, como investigadora, sobre cómo el ayuno puede ayudarte a perder peso y detener tus enfermedades crónicas.

DR. JASON FUNG

Soy nefrólogo, es decir, especialista en enfermedades renales. Me licencié y fui médico residente (en la rama de medicina interna) en la Universidad de Toronto, y finalicé mi beca en la Universidad de California en Los Ángeles. 5 Durante los últimos veinte años, he trabajado día tras día en el tratamiento de los riñones de mis clientes, contribuyendo al funcionamiento normal de estos órganos vitales. He recetado los medicamentos adecuados, he recomendado los tratamientos e intervenciones quirúrgicas apropiados y he seguido los procedimientos correctos para ayudar a quienes sufren problemas renales (cálculos, diabetes, cáncer, inflamación, etc.). Por lo tanto, se me hace un poco extraño estar ejerciendo la medicina de la obesidad en la actualidad, y estar haciendo todo lo posible para que las personas dejen de tomar medicamentos, escapen del bisturí y eviten la diálisis. Básicamente, la misión de mi vida es que los nefrólogos como yo nos quedemos sin trabajo.

La razón de ello es que, hace una década, advertí un patrón inquietante. En el pasado, la causa más habitual de enfermedad renal era la presión arterial alta, seguida de la diabetes tipo 2. Con el tiempo, como las pruebas de detección adecuadas y la introducción de medicamentos para la presión arterial ayudaron a reducir las enfermedades causadas por la hipertensión, la diabetes tipo 2 la superó como principal causa de enfermedad renal. Era evidente que los medicamentos y la tecnología no estaban ayudando a estos pacientes, y cada vez fui más consciente de que mis esfuerzos por tratar las enfermedades renales con fármacos, diálisis y otros procedimientos nunca iban a tener éxito a gran escala, porque no abordaban la causa raíz del problema. Estaba claro que el exceso de peso corporal, que conduce a la diabetes tipo 2, era el verdadero culpable. Por lo tanto, la única solución lógica es ayudar a perder el peso que sobra.

Pero ¿cómo se puede lograr una pérdida de peso efectiva a largo plazo? ¿Cuál es el mejor enfoque para alcanzar el objetivo de perder peso y mejorar la salud? Durante décadas, la recomendación predominante por parte de los médicos ha sido la de comer menos y moverse más. Pero esta estrategia no le resulta útil a la gran mayoría de la gente, e innumerables estudios científicos (que citaré en este libro) han demostrado que la restricción calórica no es efectiva. Todo el mundo, yo incluido, ha probado este enfoque alimentario y ha fracasado, tanto si el objetivo era perder dos kilos como si era perder noventa y tres. Desafortunadamente, no aprendí casi nada sobre nutrición y pérdida de peso en la facultad de Medicina, de manera que me puse a estudiar estos dos ámbitos. Podría decirse que el peso era el factor que más influía en la salud de mis clientes, por lo que sabía que debía convertirme en un experto en este tema.

Pero aprender contenidos nuevos no me resultó, ni de lejos, tan difícil como desaprender los paradigmas fallidos que tenía arraigados en la mente. Resultó que la mayor parte de lo que pensaba que sabía sobre la pérdida de peso (lo que había aprendido en la facultad de Medicina) era totalmente erróneo. La restricción calórica es un ejemplo. En la facultad nos habían enseñado que la pérdida de peso se reduce a ingerir menos calorías de las que gastamos. Pero la verdad es que esta estrategia no te ayudará a perder peso, y no porque lo diga yo. La tasa de éxito de la restricción calórica es del 1%, aproximadamente. La obesidad se ha convertido en una epidemia mundial, aunque la gente haya estado contando su ingesta calórica de manera más obsesiva que nunca.

Dada la importancia que tiene la pérdida de peso para la salud, y especialmente para las enfermedades renales, revisé la base científica de esta recomendación. Y me quedé de piedra al descubrir que toda la teoría de la restricción calórica carece de fundamento científico. No hay vías fisiológicas en el cuerpo vinculadas a las calorías. No hay estudios que prueben que reducir la ingesta calórica implique una reducción del peso. Por el contrario, todos los estudios muestran que la restricción calórica es inútil. Si ya sabíamos que este enfoque no tenía sentido, ¿por qué lo defendían los profesionales de la medicina? Me sentí desconcertado.

Decidí buscar métodos más eficaces para perder peso, y encontré algunas estrategias avaladas por el tiempo que habían sido olvidadas. Además de seguir recomendando a mis clientes que comieran menos azúcar y menos cereales refinados, no tardé en presentarles el ayuno. Este consejo fue transformador: perdieron peso, adoptaron hábitos saludables y mejoraron de muchas de sus afecciones crónicas.

Pero hay un componente del ayuno que va mucho más allá de lo que se ve en la báscula o lo que aparece en un análisis de sangre: las dificultades mentales y emocionales relacionadas con la pérdida de peso y una mala salud, como las adicciones, la vergüenza y la culpa. Es tan imprescindible abordar estas dificultades como lo es ocuparse de los problemas de salud.

Dicho esto, reconozco que probablemente no soy la persona más indicada para abordar el aspecto mental y emocional de la pérdida de peso. Mi peso prácticamente no ha cambiado desde que era estudiante de secundaria; de hecho, tenía unos pantalones que me he estado poniendo durante treinta años, hasta que hace muy poco mi mujer, avergonzada, los ha tirado. Por supuesto, he ganado algún kilito de vez en cuando, normalmente después de un período vacacional o unos días de fiesta, y también he perdido un poco de peso, habitualmente cuando he estado muy atareado. El caso es que si bien comprendo las dificultades asociadas a la pérdida de peso, no soy quién para hablar de ellas en primera persona.

Pero estoy convencido de que Eve Mayer, que es una mujer brillante y elocuente, aportará el toque humano a estas cuestiones, y Megan Ramos, que colabora conmigo desde hace mucho t­iempo, conoce la obesidad tanto desde el punto de vista personal como profesional. Juntos, esperamos mostrarte cómo un estilo de vida basado en el ayuno puede ayudarte a acabar con el peso excesivo y con un abanico de afecciones crónicas. Esta es la razón por la que estamos escribiendo esta obra: para enseñar. Para aprender. Para reír. Para llorar. Para crear comunidad. Para derribar mitos y estigmas. Y, sobre todo, estamos escribiendo este libro juntos para ayudarte a entender a una bestia que todos estamos intentando domar: la obesidad.

1 El gumbo es una sopa que se puede encontrar en algunos restaurantes del golfo de México, en Estados Unidos. Contiene dos ingredientes principales, arroz y caldo, el cual puede contener mariscos, aves y otras carnes. El 2boudin es un tipo de morcilla o butifarra (hay muchas variedades). El étouffée es una especialidad de la gastronomía criolla de Luisiana elaborada con marisco. (Fuente: Wikipedia) (N. del T.)

2 El fettuccine es un fideo plano elaborado con huevo, agua y harina (una modalidad de tallarines). El beignet es un dulce que se elabora mojando una fruta o una verdura en una masa bastante líquida y friéndola en aceite. (Fuente: Wikipedia) (N. del T.)

3 Editorial Sirio, 2017.

4 En inglés, diet wars; probablemente, la autora quiere establecer una analogía con Star Wars (La guerra de las galaxias). (N. del T.)

5 En Estados Unidos, la residencia y las becas son un tipo de formación médica de posgrado. (N. del T.)

El ayuno como estilo de vida

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