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3. LA VIDA COTIDIANA

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Hay que aprender a dejarse conducir por el alma en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Cuando en este plano se aprende a fluir con las mareas de la vida, luego es más sencillo operar en las grandes causas de la existencia.

Algunas personas desvalorizan lo cotidiano porque les parece insuficiente, olvidando que “la totalidad de la vida es simbólica porque todo en ella tiene significado” (Boris Pasternak), o que “se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas” (Walt Whitman). Estar en lo cotidiano es vivir la vida aquí y ahora, pero “algunos están dispuestos a cualquier cosa, menos a vivir aquí y ahora” (John Lennon).

Vivir en lo cotidiano y acercarse a la sincronicidad por esta calle entraña que la persona ha logrado el punto de estar centrada en su interior, ser profundamente fiel a sí misma y habitar en la vida de un modo sencillo. Simplicidad que no presume, necesariamente, dicha.

Sigmund Freud declaraba, con cierta ironía, en una confesión autobiográfica ilustrativa: “He sido un hombre afortunado en la vida: nada me fue fácil”. Sin embargo, lo difícil tampoco requiere infelicidad, así como lo cotidiano no por ser lo que es resulta aburrido o insípido. Todo es una cuestión de miras, ya que “todos vivimos en la tierra, pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas” (Oscar Wilde).

Cuando se acepta la sincronicidad de lo cotidiano, se descubre la sincronicidad de lo que no lo es. De la misma manera que es imposible conectarse con la guía espiritual sin antes haberse enlazado con la terrenal, es inviable vivir lo trascendente sin previamente haber pasado por lo diario y familiar. La puerta de acceso a lo excepcional es lo habitual.

Entonces, es por el sendero de las acciones de lo cotidiano –a lo cual hay que adjuntar la experiencia creativa y el encuentro con los otros– como la sincronicidad se hace real en la vida de cada persona. De este modo, la conciencia se acostumbra a hilvanar y a observar que todo en el universo siempre le está hablando, tanto en la luminosidad como en la oscuridad.

El libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa, es un ejemplo de cómo la sincronicidad anuda la malla de la existencia en relación con la luz y las tinieblas. Y más allá de las situaciones concretas, donde la sincronicidad ejerce su autoridad y en las cuales se hace palpable su presencia como proceso, es el ariete que ayuda a derribar las murallas yoicas que impiden penetrar a la persona en la noche oscura del alma y dejarse guiar por la oscuridad. Aquí es donde aplica aquello de que hay, en este tramo de la labor del alma, que aprender a ver en las sombras y no dejarse seducir por el impulso de salir a la luz, sino estar dispuestos a permanecer en la oscuridad el tiempo necesario, así como lo hace la semilla antes de convertirse en planta.

El libro Salida del alma a la luz del sol –traducido de manera inapropiada como El libro egipcio de los muertos– es un texto referido a lo que le espera transitar a la persona que fallece, en su camino hacia la luz, hacia la resurrección. No es un libro sobre la muerte sino sobre la vida, y narra las transmutaciones que va recorriendo el alma antes de poder llegar a Ser en la luz de Ra. Y lo crucial es que todo este transcurso acontece en la oscuridad.

En ese paso por la noche oscura, hay que aprender a escuchar las sincronicidades que van llevando, de modo suave o brutal, hacia la realización del plan del alma. Una voz que no se ajusta a las leyes de la razón, sino de la intuición.

Carl Jung aseguraba que la sincronicidad era un memorando psíquico, un recordatorio de que el universo tiene un orden fundamental que no se ajusta a la lógica de la causalidad. Leer ese orden permite avanzar, con paso firme, por el camino de la evolución.

Constelaciones familiares y bipolaridad

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