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Siete

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Judd clavó la mirada en la araña de cristal que colgaba sobre la mesa. Se recordó que Hannah no era tan inocente como parecía. Conocía lo suficiente el cuerpo masculino como para haber concebido un hijo. Aun así, la perspectiva de someter su desnudez a aquellos ojos de niña bastaba para que se ruborizara de vergüenza.

Maldijo entre dientes mientras las tijeras subían cada vez más. Ya era suficientemente humillante que lo viera desnudo. Lo peor era que, a pesar de sus heridas, se las había arreglado para excitarse. Quizá había sido el whisky… o más probablemente el íntimo contacto de aquellas manos tan femeninas. Sólo la presión de los botones de la bragueta evitaba que se excitara como el mástil de una bandera… El hecho de que aquella mujer fuera su esposa legal sólo servía para empeorar las cosas. Se había prestado a aquel indeseable arreglo con la mejor de las intenciones. Ahora, con aquel comportamiento tan fraternal, Hannah lo estaba volviendo loco. Y de un momento a otro iba a descubrir hasta qué punto…

Soltó otro gruñido. No podría culpar a la pobre chica si salía corriendo para su casa y no volvía a dirigirle la palabra.

Hannah seguía concentrada en la tarea que tenía entre manos: el corte cuidadoso de la tela, el concienzudo proceso de limpieza y desinfección de los bordes de la herida de Judd. Según las instrucciones del desinfectante, no sería necesario coser el tajo, sino apretárselo bien fuerte con un vendaje.

Una vez cortada la tela, apartó el tejido del pantalón y del calzoncillo. Sólo en ese momento advirtió el elocuente bulto que tensaba su bragueta. El estómago le dio un vuelco. Lo mismo le había sucedido a Quint cuando hicieron algo más que besarse… Era, por esa misma razón, una especie de señal de alarma para que se apartara. Demasiado bien recordaba lo que había ocurrido el día en que no lo hizo…

Pero se trataba de Judd. Y, desde luego, no se estaban besando. Por lo que sabía, ni siquiera le gustaba. La confusión la embargaba. ¿Cómo podía una mujer que había concebido un hijo saber tan poco sobre los hombres?

—Hannah, ¿te encuentras bien?

La voz de Judd interrumpió sus reflexiones. Hannah bajó la mirada al mantel todo manchado de sangre, ruborizada como la grana. Era lo único que podía hacer para no soltar las tijeras y salir corriendo de la habitación.

—Eh… —se aclaró la garganta—. Parece que tienes ganas de dejarlo. Siéntate y descansa. Ya has hecho suficiente.

—No… no pasa nada. Ya casi he terminado —balbuceó. Quizá si ignoraba lo evidente, podría continuar. Reaccionar a lo que acababa de ver los avergonzaría a los dos. Escurrió el trapo en la palangana y continuó limpiando la herida.

Con el dorso de la mano, le rozó el abultamiento de la bragueta. Judd dio un respingo.

—Basta ya —gruñó—. Déjalo ya y siéntate.

—Yo sólo…

—¡Siéntate, maldita sea! ¡Es una orden!

La estaba fulminando con la mirada. Hannah dejó caer el trapo en la palangana.

—Muy bien. Tú sigue sangrando. Ya veremos si…

El rumor de unas voces los alertó. Hannah oyó el relincho de un caballo seguido de unos pesados pasos en el porche. Las rodillas le flaquearon de puro alivio. El doctor Marlin Fitzroy acababa de llegar.

Segundos después entraba en la habitación. Era un hombre corpulento, de mediana edad, calvo y con un bigote amarillo que le daba un aspecto de morsa. Examinó las heridas de Judd con movimientos rápidos y seguros. Una furtiva mirada le confirmó a Hannah que el abultamiento de sus tejanos había desaparecido.

—Habría podido usted ganarse la vida como enfermera, señora Seavers —la felicitó el médico—. Ha hecho un trabajo excelente. Lo único que me queda por hacer es coserle la herida de la pierna y vendarle las costillas. Luego haremos que los hombres lo acuesten en su cama.

Hannah se ruborizó ante aquel sorprendente elogio. Sólo en ese momento, mientras se apartaba de la mesa, tomó conciencia de lo agotaba que estaba. Se le doblaban las piernas. La araña de cristal se balanceaba sobre su cabeza. El rostro del médico se disolvía y reaparecía ante sus ojos.

—Ya me encargo yo —le dijo el médico—. Está muy pálida. ¿Por qué no pasa al salón y se tumba un poco en el sofá?

Aquéllas fueron las últimas palabras que oyó Hannah antes de que se hundiera en la oscuridad más absoluta.

Hannah abrió los ojos. Lo primero que vio fue el techo del salón. Conforme se despertaba, se dio cuenta de que estaba en el sofá con uno de los cojines bordados de Edna debajo de la cabeza y una toalla bajo sus zapatos. Por un instante la casa le pareció fantasmalmente silenciosa.

Sólo cuando intentó sentarse escuchó el murmullo de unas voces masculinas al otro lado de la puerta cerrada que daba al comedor. Se quedó paralizada.

—Ya sé que no es asunto mío, Judd, pero parece que tu mujer se encuentra sometida a una gran presión… ¿Está bien? —quien hablaba era el doctor Fitzroy.

—Bueno, es que está… —Judd masculló una maldición—. Ni una palabra a nadie, ¿entendido? Usted es nuestro médico, así que tiene que saberlo. Hannah está esperando un hijo.

—Entiendo.

Hubo un silencio. Hannah cerró los ojos y permaneció muy quieta, con el pulso acelerado.

—De unos cuatro meses. Haga cálculos.

Siguió otro momento de silencio.

—Tú volviste a casa en marzo, y Quint se marchó ese mismo día. Así que deduzco que el padre es…

—El niño es un Seavers, parte de nuestra familia. Lo demás no es asunto de nadie.

—Tomaste una decisión que te honra. Dios… ¿lo sabe Quint?

—Le hemos escrito a la estafeta general de Skagway, pero no hemos recibido una sola línea suya. No tenemos manera de saber si ha recibido alguna carta nuestra… o incluso si aún sigue vivo.

—¿Así que es posible que tampoco sepa lo de tu madre?

—De haber recibido noticias nuestras, Quint se habría puesto inmediatamente en camino. Creo que es la esperanza de volver a ver a su chico lo que aún la mantiene con vida.

—Entonces sólo podemos rezar para que reciba esas cartas. Examinaré de paso a Edna antes de bajar al pueblo.

—Estará en su habitación. Si ya ha tomado su medicina para el dolor, puede que tenga que despertarla.

—Eso déjamelo a mí.

En el silencio que siguió, Hannah permaneció mirando al techo. Evidentemente, el estado de Edna era más grave de lo que había creído. ¿Por qué nadie le había dicho una sola palabra?

—Voy a ver cómo está tu esposa —anunció el médico—. Luego veremos cómo te subimos arriba.

Hannah cerró los ojos para hacerse la dormida. La alfombra del salón amortiguó el ruido de los pasos del doctor. Lo oyó acercarse al sofá y detenerse delante de ella. Luego escuchó sus pasos alejándose hacia el vestíbulo.

Sintiéndose una estúpida, se quedó en el sofá, todavía haciéndose la dormida. Judd seguía en la habitación contigua: si se levantaba para marcharse, seguro que la oiría. Era una situación absurda en la que ella misma se había metido. Pero la manera menos incómoda de salir de ella era quedarse allí y terminar la siesta. Los cojines eran cómodos, la tarde calurosa y soñolienta. Y ella necesitaba descansar más, ya que el bebé le estaba consumiendo las fuerzas.

Se llevó una mano al vientre: su bebé. El bebé de Quint. Ya había llegado a amar a aquella diminuta criatura.

Empezaron a pesarle los párpados. Su cuerpo empezó a hundirse en una oscura niebla. Con un suspiro, poco a poco fue se fue quedando dormida.

Las campanadas del reloj de péndulo la despertaron con un sobresalto. Abrió los ojos. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo había dormido?

Todavía aturdida, se levantó. Una rendija de luz intentaba abrirse paso entre los oscuros cortinajes. A juzgar por la posición del sol, debía de ser media tarde. Habría dormido una hora, quizá, no más.

Se llevó las manos a la espalda, dolorida, y se tocó la piel magullada, descubierta por el roto del vestido, allí donde se había herido con el alambre de espino. Tenía el corpiño sucio de sangre y de barro. Mientras contemplaba las manchas rojas, lo recordó todo: las heridas de Judd, el proceso de cura, el inquietante abultamiento de sus tejanos…

Abrió la puerta que comunicaba con el salón. La mesa estaba vacía, sin mantel. Sobre su pulida superficie se distinguían las leves marcas que había dejado la camilla. Pero Judd no estaba.

Procedente de la cocina, oyó un ruido de cacharros. Gretel debía de haber vuelto. ¿Pero cuándo? ¿Y qué había encontrado a su llegada?

Estaba a punto de entrar en la cocina cuando oyó a alguien caminar en el piso superior, de camino al rellano. Salió al vestíbulo para descubrir al señor Fitzroy bajando las escaleras con su maletín .

—Ya se ha despertado —la examinó detenidamente—. Nos dio un buen susto cuando se desmayó. ¿Cómo se siente, señora Seavers?

—Muy bien. Creo que sólo se trataba de cansancio. ¿Dónde está Judd?

—Hice que los hombres subieran la camilla. Ahora mismo está acostado, y no muy contento. Le habría dado un sedante, pero con ese golpe que tiene en la cabeza no habría sido muy prudente. Necesitará vigilarlo para asegurarse de que no duerma demasiado.

—Sí, ya había oído que ése es el problema de las conmociones cerebrales…

—Que no se levante de la cama en dos días, y que descanse durante otra semana más. Demasiada actividad física, como por ejemplo montar a caballo, podría hacer que se le volviera a abrir la herida de la pierna —frunció el ceño—. Salgamos al porche. Hablaremos allí.

Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar. Hannah conocía al doctor Fitzroy desde siempre. Aunque su familia siempre había sido demasiado pobre para pagar sus servicios, era una figura familiar en el pueblo, famoso por su discreción. Sabía que corría muy poco riesgo siendo sincera con él.

—Eh… tengo que confesarle algo —empezó—. Mientras estaba usted hablando con Judd, me despertó. Oí que le contó lo del bebé.

El médico asintió.

—Entonces sabrá que debo revisarla para asegurarme de que todo marcha bien. Me ocuparé de ello cuando vuelva por aquí. Así se ahorrará un viaje a mi dispensario.

—Gracias —a Hannah no le costaba imaginar lo que dirían las lenguas del pueblo si la veían visitar al médico. Tarde o temprano terminaría sabiéndose el secreto, pero todavía no estaba preparada para desvelarlo—. Una cosa más. Le pido disculpas por haber escuchado su conversación, pero le oí mencionar algo sobre la señora Seavers. ¿Es que está enferma?

—¿Judd no se lo ha dicho?

—Ni una palabra. Por favor, la trato todos los días, y le aseguro que no es fácil. Si algo anda mal, necesito saberlo.

Vacilando, el médico se quitó las gafas y limpió los cristales con la manga.

—Preferiría consultarlo antes con Judd. Pero dado que está indispuesto y que usted ya es de la familia… —volvió a calarse las gafas—. Ni una palabra a nadie, por favor. Ni siquiera Edna lo sabe. No lo sabe nadie excepto Judd y Gretel… y quizá Quint si ha leído las cartas.

Los dedos de Hannah se tensaron sobre la barandilla del porche. Una mariposa zumbaba en el calor de la tarde.

—Edna tiene un tumor cerebral —dijo el médico—. Se está muriendo.

Hannah se quedó sin aliento mientras asimilaba las palabras. Nunca se había sentido cómoda con su suegra. Pero era una trágica noticia para la familia. Y ella formaba parte de esa familia.

—¿Está seguro?

—Sí. He visto los mismos síntomas antes. Las jaquecas. El aturdimiento. La manera en que sus pupilas reaccionan a la luz.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—No hay manera de saberlo a ciencia cierta. Calculo que unos seis meses, pero podría alargarse hasta el año. O suceder mañana mismo.

—¿Y dice usted que ella no lo sabe?

—Descubrí el tumor pocas semanas después de que Quint se marchara. Otro médico al que telegrafié confirmó mi diagnóstico. Fue Judd quien tomó la decisión de no decírselo, y yo la suscribí. Sin ninguna esperanza de curación, ¿qué sentido tendría hacer sufrir más a la pobre mujer? Ver a su nieto podría consolarla en esa tesitura, si es que llega a verla. Esperemos que así sea.

—Ojalá —repuso Hannah de manera automática, todavía aturdida con la noticia—. Yo me esforzaré todo lo posible por facilitarle las cosas. Dios sabe que hasta ahora no he sido una nuera muy comprensiva.

—Sé que Edna puede llegar a ser una persona muy difícil… pero va a necesitarla a usted mucho durante los próximos meses. Y Judd también. Es mucha la responsabilidad que tendrá que cargar sobre sus hombros. ¿Podrá resistirlo?

—No tengo otro remedio, ¿verdad? —le estrechó la mano—. Gracias por haberme contado la verdad.

—Avíseme si algo no va bien. Volveré dentro de un par de días.

El carruaje del médico fue perdiéndose poco a poco en la distancia.

Apenas unas pocas horas atrás la mayor preocupación de Hannah había sido el roto de su vestido. Y ahora allí estaba, la solitaria superviviente de toda una batalla… Sólo un miembro de los Seavers seguía presente, fuerte y entero: ella misma. Pero… ¿bastaría su fortaleza para resistir la dura prueba a que se vería sometida?

Permanecía pegada a la barandilla, protegiéndose los ojos del sol. El carruaje ya había desaparecido en el horizonte. Los hombres volvían del corral. El aroma del chili mexicano ascendía por la ladera, procedente del barracón de la cocina.

Progresivamente se iba sintiendo parte de aquel rancho. Hasta el momento, no había sido más que una carga para todos. Había llegado el momento de ganarse su lugar allí como miembro de la familia Seavers. De devolver lo que había recibido. Pero… ¿cómo podría hacerlo sola?

Casi como en respuesta a aquella pregunta, Hannah sintió un movimiento en la tripa, como el golpe de un puñito diminuto. Transfigurada, se llevó una mano al vientre y contuvo el aliento. Allí estaba otra vez: su bebé, vivo y moviéndose…

Experimentó un emocionado sentimiento de gratitud hacia el mundo: no estaba sola, después de todo. Su hijo sería el lazo que la vinculara con su familia en los duros tiempos que se avecinaban, como una pequeña inversión de futuro. ¿Acaso Judd no había sido consciente de ello durante todo el tiempo? ¿Por qué si no se había ofrecido a casarse con ella, una pobre granjera con pocos estudios, y además embarazada de otro hombre?

Y sin embargo, ¿por qué habría de preocuparle eso? Judd había hecho aquel sacrificio no por ella, sino por su familia… quizá incluso para redimir su presunta responsabilidad en la muerte de su padre. Quizá confiaba en que, una vez que Edna tuviera a su nieto en sus brazos, acabaría finalmente perdonándolo.

Se había casado con Judd sabiendo muy bien lo que hacía. Judd no la amaba. Y ciertamente ella tampoco a él. Mientras ella y su hijo estuvieran bien cuidados y atendidos, las motivaciones que pudiera tener Judd no tenían por qué interesarle…

¿O sí? No importaba. Había llegado el momento de dejar de lamentarse para empezar a hacer cosas útiles. Primero subiría a su habitación y se cambiaría el vestido. Quería estar guapa para Edna. Era lo menos que podía hacer.

Una vez que se hubiera mudado de ropa, pasaría un momento a ver a Judd. Seguramente estaría dormido. Dejaría que siguiera descansando, pero no por mucho tiempo. Sabía de gente con heridas en la cabeza que se había dormido para no despertarse jamás.

Subió apresurada las escaleras. La puerta del dormitorio de Judd estaba cerrada. Por un instante se sintió tentada de abrirla y entrar. Pero lo primero era lo primero: cambiarse el vestido, lavarse un poco y arreglarse el pelo sólo le llevaría unos minutos.

La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta. Entró y se dirigió al armario. Al principio apenas pudo distinguir nada: todo estaba medio a oscuras. Los pesados cortinajes, que ella misma había descorrido, volvían a estar corridos. Debía de haber sido Gretel; tomó nota mental de hablarlo con ella cuando tuviera oportunidad.

Distraída en sus reflexiones, intentó desabrocharse los botones de la espalda del vestido. Eran diminutos y muy incómodos de manipular. Peor aún: en los arañazos que se había hecho con el alambre de espino, la sangre seca le había pegado el tejido a la piel. De repente un botón se le saltó y cayó al suelo.

—Vaya….

—¿Necesitas ayuda?

La profunda voz que oyó a su espada le robó el aliento. Se giró en redondo para ver a Judd tumbado en la cama, medio oculto por las sombras, con unos mullidos almohadones de plumas debajo de la cabeza vendada. Transcurrieron unos segundos hasta que logró encontrar la voz:

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Intentando comportarme, y tú no me estás ayudando en nada —replicó con tono irónico—. Te advierto que no fue idea mía que me trajeran aquí. Los hombres que me subieron dieron por hecho que ésta seguía siendo mi habitación. Y evidentemente también el doctor.

—¿No se lo dijiste?

—¿Decirles que no me acuesto con mi mujer? Eso habría sido dar pasto a rumores, ¿no te parece? —suspiró—. Siéntate aquí, Hannah, para que pueda ayudarte con esos botones. Créeme que conmigo no corres ningún peligro.

Hannah vaciló, pero solamente por una fracción de segundo. Necesitaba ayuda, y Judd tenía razón: en su compañía no corría peligro alguno. Pero entonces… ¿por qué le palpitaba tanto el corazón mientras se acercaba a la cama?

Se sentó en la cama, de espaldas a él. Enseguida sintió el áspero roce de sus dedos en la piel.

—¿Puedes? ¿No te duelen las manos?

—Estoy bien. Y quédate quieta. Tengo alguna experiencia con estas cosas.

El comentario la hizo ruborizarse. Sabía tan pocas cosas de aquel hombre… ¿Habría querido decirle que sabía cómo hacer el amor a una mujer? Se ruborizó aún más.

Era como si se hubiera tragado la lengua. Se esforzó por formular las palabras, pensando en sacar un tema que llevaba algún tiempo preocupándole.

—Eh… volviendo a lo de antes… creo que hay algo de lo que deberíamos hablar, Judd.

—¿De qué se trata? —tenía la voz algo pastosa, probablemente por el efecto del whisky. Le había abierto el vestido hasta media espalda, deteniéndose en el borde de la camisola. En ese momento le estaba separando delicadamente la tela de la piel.

—Es algo complicado. Me preocupa lo que pueda decir la gente de nosotros.

—Soy todo oídos.

Le deslizó un dedo por la columna, entre los omóplatos. Hannah hizo todo lo posible por ignorar la sensación. Aquel hombre no estaba bien, y por tanto no era responsable de sus actos. Pero ella sí.

—Nuestras familias saben que no estamos viviendo como marido y mujer. Gretel también. E imagino que el doctor Fitzroy ya lo habrá adivinado. Pero… ¿y si se enteran todos los demás… incluidos los hombres que te han acostado en esta cama?

—¿Qué pasa con ellos? —acarició con los dedos toda la fila de botones, cerca de su cintura.

—¿No crees que deberíamos decírselo?

—¿Por qué? No es asunto suyo.

—¿Pero entonces no sería mejor que pensaran que nosotros…?

—¿Que dormimos en la misma cama? ¿Es eso lo que quieres que piensen?

Hannah bajó la mirada a su alianza de oro.

—Supongo que eso podría reducir los rumores. Estamos casados, al fin y al cabo. Pero a la gente le gusta hablar. Por eso necesito saber lo que piensas decirles.

—Ni una maldita palabra. Lo que suceda o deje de suceder en esta habitación sólo es asunto nuestro… y quizá también de Quint, esté donde esté. Cuanto menos sepan los demás, mejor.

—Y cuando ya no pueda esconder lo del bebé…. ¿qué pasará?

—Quizá para entonces haya vuelto Quint —terminó de desabrocharle los dos últimos botones—. Suceda lo que suceda, Hannah, la gente hablará. Lo mejor que podemos hacer es mantener la cabeza bien alta y aguantar. Tarde o temprano el escándalo se acallará: en cuanto encuentren un tema nuevo del que hablar.

—Ya —Hannah se levantó de la cama y se alejó, consciente de que llevaba la espalda del vestido abierto. Podía sentir su mirada clavada en ella mientras abría el armario. Parcialmente oculta por la puerta abierta, se lo deslizó por los hombros y lo dejó caer al suelo. Escogió apresuradamente un vestido tejido de color azul, abrochado al frente.

Mientras Hannah se lavaba la cara y se arreglaba el pelo, Judd no dejó de observarla en silencio. Estaba lidiando con un pasador especialmente difícil cuando por fin se decidió a hablar.

—Cuando aceptaste casarte conmigo, me prometí a mí mismo que te trataría como a una hermana. La gente que piense o diga lo que quiera: eso es lo que pretendo hacer.

—Está bien, Judd —se volvió hacia él—. Pero dado que ahora formo parte de la familia… ¿por qué no me contaste lo de tu madre? He tenido que enterarme por el doctor Fitzroy.

El dolor se dibujó claramente en su rostro magullado.

—Quería decírtelo, Hannah. Ciertamente tenías derecho a saberlo. Sólo estaba esperando el momento adecuado.

—¿Es por eso por lo que te has casado conmigo… por tu madre? ¿Para darle la alegría de un nieto antes de morir? —no era lo que había pretendido decirle. Sus pensamientos se habían traducido directamente en palabras.

—Sí, por mi madre. Y por el bebé. Y por Quint. Y quizá incluso por ti.

—¡Pero no por ti! —las palabras brotaron antes de que pudiera evitarlo—. Para ti esto ha sido un sacrificio… ¡una expiación por lo que le pasó a tu padre! ¡Te crees tan noble, Judd Seavers! ¿Pero qué pasa conmigo? ¿Crees que yo no tengo sentimientos? ¿Que no tengo orgullo?

—Hannah… —intentó incorporarse, pero volvió a caer sobre los almohadones con un gruñido de dolor.

Incapaz de mirarlo, se volvió y corrió hacia las escaleras. Las palabras que acababa de pronunciar habían surgido de un oscuro y profundo lugar de su alma, desconocido para ella misma. ¿Qué le pasaba? Judd se lo había dado todo: un hogar, un apellido, la capacidad para liberarse de la miseria que la había perseguido durante toda su vida. ¿Qué más podía pedirle?

¿Acaso esperaba también que la amara?

Novia prestada - En la batalla y en el amor

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