Читать книгу Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane - Страница 7

Tres

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—Vamos, Hannah. Judd y tú podéis salir a hablar al porche.

Mary Gustavson la empujó levemente con el mango del cepillo. Judd vio a Hannah dirigirse hacia él como arrastrada por una cadena invisible, con los ojos azules muy abiertos, de puro terror. ¿Qué le habría contado su madre? ¿Sabría realmente a qué había ido?

Quizá estuviera a punto de cometer un error colosal.

Se le secó la garganta mientras la observaba. Siempre había sabido que era una chica bonita. Pero nunca la había visto así, con la luz de la lámpara arrancando reflejos a su maravilloso pelo, enmarcando su rostro en un halo dorado. Incluso con aquel viejo vestido, estaba preciosa.

Pero… ¿en qué diablos estaba pensando? Incluso pobre y embarazada, aquella chica tenía pretendientes que se pelearían por casarse con ella. ¿Por qué habría de aceptar a un hombre como él, aunque sólo fuera para darle a su hijo el apellido Seavers?

—Buenas tardes, Judd —sus voz apenas fue un susurro.

Judd se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—Salgamos fuera, Hannah —le ofreció su brazo.

Vaciló antes de apoyar la mano en su manga. Fue un contacto leve como una flor de diente de león, pero pudo sentir el calor de su piel a través de la tela. Aquel contacto le provocó una inesperada, e inoportuna, punzada de calor. Maldijo para sus adentros. La situación iba a resultar terriblemente incómoda.

Salieron al porche iluminado. Cuando llegaron a los escalones, Hannah se aclaró la garganta antes de hablar.

—¿Qué ocurre, Judd? ¿Le ha sucedido algo a Quint? ¿Es eso lo que has venido a decirme?

—No —negó con la cabeza, pensando en lo mucho que debía de haberle preocupado su aparición—. No ha pasado nada. No que sepamos nosotros, al menos. No hemos vuelto a tener noticias suyas desde que se marchó.

—Yo tampoco —bajó los escalones hacia el patio.

Su madre había sugerido que hablaran en el porche, pero Hannah parecía demasiado inquieta para permanecer en un solo lugar. Y él también.

—¿Crees que estará bien?

—Tenemos la esperanza de que sí. Alaska es muy grande. Si Quint ha llegado a los campos mineros, seguro que no le resultará fácil enviar cartas, ni recibirlas.

—Yo le he escrito todas las semanas —le tembló la voz, como si estuviera a punto de llorar.

—Y nuestra madre. Yo también le he escrito algunas cartas. Tendrá montones de ellas esperándolo cuando llegue a Skagway.

Caminaron unos cuantos metros en silencio, hacia el corral donde dos vacas de triste aspecto dormitaban bajo el techado del cobertizo.

—Dijiste que querías hablar conmigo, Judd.

—Sí —era una de las cosas más difíciles que había hecho nunca—. Quiero hacerte una oferta, Hannah. Quizá no valga mucho, pero escúchame al menos.

Se volvió para mirarlo.

—De acuerdo. Te escucho.

—Bien —aspiró profundamente, obligándose a sostenerle la mirada—. Hoy tu madre nos hizo una visita. Nos contó lo de tu bebé.

Hannah se tambaleó como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Se apoyó en la valla del corral con una mano, sintiendo una ligera náusea. Había querido mantener el secreto durante el mayor tiempo posible. Pero su madre lo había compartido con las dos últimas personas a las que se lo habría confesado.

—No tienes que convencerme de que el bebé es de Quint —dijo Judd—. Después de haberos visto juntos a los dos durante tanto tiempo, no tengo ninguna duda. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer ahora?

—¿Vamos? ¿Desde cuándo esto se ha convertido en un problema tuyo, Judd?

—Desde que me enteré de que llevabas en tus entrañas un hijo de mi hermano. Carne de mi carne y sangre de mi sangre.

Maldijo de nuevo para sus adentros: iba a hacerla llorar. Pero Hannah procuró dominarse.

—Yo le he escrito a Quint contándole lo del bebé. Le he escrito un montón de veces. Seguro que, una vez que reciba mis cartas, tomará el próximo barco de vuelta a casa.

—¿Pero las recibirá? ¿Y cuánto tardará en volver? Si sigue en el Klondike para cuando llegue el invierno, quizá no pueda hacerlo hasta la primavera.

A Hannah se le encogió el corazón.

—El bebé podría nacer antes de que Quint volviera a casa.

—Sin un padre que lo reconozca y sin apellido.

Un halcón nocturno planeó en la oscuridad, con la luz de la luna reflejándose en el blanco de sus alas. El caballo que Judd había atado a la valla se removió inquieto. Hannah se quedó mirando a aquel hombre de expresión taciturna, diez años mayor que ella. Lo conocía desde siempre, y sin embargo era como si no lo conociese en absoluto. Seguro que no iba a decirle lo que, por un breve instante, se le había pasado a ella por la cabeza. No. Por supuesto que no.

—La oferta que quiero hacerte es que te cases conmigo, Hannah —Judd estaba hablando rápido en aquel momento, atropelladamente—. No sería un matrimonio verdadero, por supuesto. No en el sentido físico, aunque sí en el legal. De esa manera tu hijo recibiría el apellido Seavers y el derecho a heredar el legado de Quint algún día. Y detendría en seco las murmuraciones que pronto empezarán a correr por el pueblo.

—No del todo. La gente sabe contar —replicó Hannah al cabo de un silencio.

—Sí, sabe contar y lo hará. Pero tú serías una Seavers. Una mujer casada. Y me tendrías a mí para defender tu honor.

Una mujer casada. La esposa de Judd. Las piernas se le habían convertido en gelatina. Tuvo que apoyarse de nuevo en la valla para no caer. Lo último que había esperado de aquella visita era una proposición de matrimonio.

Judd seguía esperando, mientras estudiaba su rostro con expresión inescrutable. ¿Qué había podido moverlo a hacerle una oferta tan descabellada? ¿Acaso su madre le había pedido que rescatara a su hija del oprobio y de la vergüenza?

¿Lo habría reflexionado bien? Con un esfuerzo, encontró la voz para hablar.

—¿Qué pasa con Quint? ¿Qué sucederá cuando vuelva a casa?

—Está todo pensado. El abogado de la familia dejará preparados los papeles antes de la boda. Cuando Quint vuelva, los firmaremos y tú serás libre para casarte con el padre de tu hijo.

Hannah se quedó mirando al suelo. La siguiente pregunta flotaba en el ambiente, fría y oscura, demasiado horrible para ser formulada.

—¿Y si Quint no vuelve? ¿Qué pasará entonces?

—Eso depende de ti. En cuanto quieras tu libertad, firmaremos esos papeles. Tu hijo seguirá siendo un Seavers, con derecho a herencia —suspiró—. Pero por ahora no es necesario que nos pongamos en esa posibilidad. A no ser que recibamos noticias que lo desmientan, tendremos que suponer que Quint se encuentra bien y que terminará volviendo a casa.

—Sí, por supuesto —la noche era cálida, pero Hannah se estremeció de pies a cabeza. Alzó la cabeza para mirar la estrella polar, preguntándose dónde se encontraría Quint en aquel momento.

Casarse con Judd… ¿sería un acto de traición o un acto de sacrificio, por el bien del hijo de Quint? ¿Realmente estaba pensando en aceptar?

—Puedo prometerte que serás tratada como Quint hubiese querido —dijo Judd—. Tendrás tu propio dormitorio y cualquier cosa que necesites en cuestión de ropa, cosas para el bebé e incluso regalos para tu familia. Gretel seguirá encargándose de la cocina y del trabajo de casa, y cuidará de mi madre. Eso no cambiará.

Hannah jugueteaba con la tela de su falda mientras asimilaba sus palabras. Los Gustavson siempre habían sido pobres, pero también habían sido felices. A ella nunca le había preocupado el trabajo duro, ni había malgastado el tiempo anhelando lujos. La idea de tener una sirvienta le resultaba tan extraña como vivir en la luna. En cuanto al resto…

Algo se encogió en su interior cuando se imaginó a sí misma pasando los días en aquella silenciosa y lóbrega casa, con Edna Seavers y su ama de llaves. Siempre había supuesto que cuando se casara con Quint, se marcharían a vivir a otra casa. Pero en la farsa de matrimonio que Judd le estaba proponiendo, eso sería imposible. Y tampoco podría quedarse con su familia: no si quería que su hijo fuese aceptado como un Seavers.

Detrás de ella, Judd esperaba en silencio. Quizá había imaginado que saltaría ante la posibilidad de llevar una vida cómoda, de vivir en una elegante casa de rancho, de llevar ropa que no fuera la que ella misma se hacía y sentarse a comer viandas que otros cocinaban por ella. Pues bien, se equivocaba. En aquel gran mausoleo que tenía por casa, se sentiría más como una prisionera que como un miembro útil y querido de una familia. Exasperada, se volvió para mirarlo.

—¿A quién se le ocurrió esta idea tan absurda, Judd? ¿Fue mi madre la que te convenció de que salvaras mi honor?

—Nadie me convenció de nada. Y la razón de mi visita de esta noche tiene muy poco que ver con tu honor… o contigo como mujer. Si Quint no regresa a casa, ese bebé que llevas en tus entrañas será todo lo que nos quede de él… y probablemente el único nieto que mi madre llegará a tener nunca.

—¿Pero y tú, Judd? Seguro que querrás casarte con una buena mujer y fundar una familia propia.

Judd desvió la mirada para clavarla en la lejana y escarpada silueta de las montañas. Una estrella fugaz cruzó el cielo.

—Yo no sería un buen marido para ninguna mujer. Lo más probable es que eso no llegue a ocurrir nunca.

—No lo entiendo.

—No es necesario que lo entiendas. Si te conviertes en mi esposa, mantendremos una adecuada distancia, como dos simples amigos. Mis fantasmas personales serán asunto mío, no tuyo.

—Entiendo —murmuró Hannah, aunque en realidad no entendía nada. Estaba empezando a darse cuenta de lo muy poco que conocía a Judd Seavers.

Suspiró profundamente, como un hombre que acabara de liberarse de un gran peso.

—No espero tu respuesta esta noche. Tómate el tiempo que sea para pensártelo. No quiero presionarte.

—Gracias —Hannah se apartó de la valla. Pensar demasiado sobre la oferta de Judd sólo serviría para dificultar aún más su decisión—. Vuelve por la mañana. Entonces te daré una respuesta.

—Volveré mañana por la noche —desató las riendas y montó en su gran caballo negro. La mueca de dolor que esbozó le dijo a Hannah que aún se resentía de sus heridas de guerra—. Quiero hacer lo correcto por ti, por mi hermano y por el niño. Pero no quiero meterte prisa. Necesitas tiempo para estar bien segura.

Durante unos segundos, se quedó mirándola. Luego, sin darle oportunidad a contestar, giró su montura y se alejó al paso.

Hannah permaneció durante un rato contemplando la figura de jinete y caballo perdiéndose en la noche. Sólo entonces acusó la debilidad de sus piernas: como un animal herido, se derrumbó en el suelo. Llevándose las manos a la cara, empezó a sollozar.

Aquello no podía estar sucediendo. Todavía tenía que aceptar que iba a tener un bebé, seguía aferrándose a la esperanza de que Quint regresara a casa a tiempo y se casara con ella. La proposición de Judd, surgida de la nada, la había dejado consternada.

Se recordó que sus intenciones eran buenas. Su plan estaba bien pensado, contemplaba todas las posibilidades. Si Quint volvía, ella podría divorciarse de Judd y casarse con su verdadero amor. Si lo peor llegaba a ocurrir y Quint no regresaba, el niño concebido en un momento de debilidad nunca llegaría a conocer el estigma de la bastardía. Llevaría el apellido Seavers, accedería a una buena educación y disfrutaría de la parte que le correspondiera de la propiedad del rancho.

Por un lado, ¿cómo podía plantearse la posibilidad de negarse? Por otro, en cambio… ¿de dónde sacar el coraje para aceptarla? Judd Seavers era como un insondable pozo negro. Había mencionado sus fantasmas personales, ¿a qué se habría referido? ¿Acaso era un alcohólico, o un adicto al opio? ¿Sería capaz de hacer daño a su pequeño? Seguramente no, pero… ¿cómo podría estar segura?

¡Y las mujeres de aquella enorme y silenciosa casa! Edna Seavers nunca le había mostrado más que desprecio. Y Gretel Schmidt le había dado miedo desde que tenía cinco años. A no ser que quisiera pasarse la vida escondiéndose, tendría que enfrentarse a las dos. El simple pensamiento hacía que la flaquearan las rodillas.

De repente se abrió la puerta de la casa, iluminando el porche.

—¿Hannah? —la voz de su madre se impuso al canto de los grillos y el croar de las ranas—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, mamá —se levantó—. Judd ya se ha ido. Se ha marchado hace unos minutos.

—¿Y bien? —se quedó en el umbral, sosteniendo el farol con una mano, la otra apoyada en sus amplias caderas. Evidentemente sabía a qué había ido Judd

—Mañana por la noche le daré mi respuesta. No puedo creer que le hayas contado lo del bebé, mamá… ¡y a su madre! ¡La señora Seavers debe de odiarme!

—Hice lo que tenía que hacer, Hannah. Las cosas se han hecho mal. Por el bien de tu hijo, hay que arreglarlas.

Hannah se apoyó en la barandilla del porche, compungida.

—He escrito a Quint —protestó débilmente—. Seguro que cuando lea mi carta, volverá.

Mary suspiró profundamente.

—A no ser que esas cartas sean abiertas y leídas…. hasta el momento es como si las hubieras tirado a un pozo. Admítelo, hija. Hasta ahora no has recibido ninguna noticia del chico. No puedes estar segura de que vaya a volver para casarse contigo.

—Pero Judd… yo apenas lo conozco, mamá. Y no es como Quint. Sería cómo si me casara con un desconocido.

—Es un Seavers y sus intenciones son buenas. Por el momento, basta con eso. Da gracias a tu buena suerte y dile que sí antes de que cambie de idea. De otra manera, no podrás esperar ayuda de nadie… y nosotros tampoco.

Luchando contra las lágrimas, Hannah entró en la casa. Soren estaba despierto, sentado en su sillón con gesto preocupado. Annie se hallaba tras él, mirándola con los ojos muy abiertos.

Contempló la destartalada habitación, el desnudo suelo de tablas sin desbastar, las vigas del techo ennegrecidas por el humo. Se obligó a mirar el pobre y deshilachado vestido de Annie y las ojeras de cansancio de su padre. Pensó en sus hermanos y hermanas durmiendo arriba, los más pequeños amontonados en una cama, los mayores en el suelo.

«De otra manera, no podrás esperar ayuda de nadie… y nosotros tampoco». Las palabras de su madre resonaron en su mente mientras se esforzaba por volver a la realidad. Los Gustavson eran muy pobres. Su matrimonio con un Seavers significaría la oportunidad de mejorar su calidad de vida: el propio Judd se lo había sugerido. Rechazar su oferta sería una locura. Peor aún: sería egoísta.

Hannah no tenía deseo alguno de convertirse en la señora de Judd Seavers. Pero sus propios sentimientos no eran importantes. La oportunidad de dar a su familia y a su hijo una vida mejor se imponía a cualquier otra consideración. No le quedaba otro remedio que aceptar.

Judd yacía despierto en la gran cama de dosel que sus padres ataño habían compartido. La brisa nocturna agitaba los visillos del alto ventanal. La luna proyectaba un fantasmal rectángulo de luz en la pared opuesta.

¿Había hecho lo adecuado al proponerle a Hannah que se casara con él? Lo había mirado tan asustada, tan espantada, como si fuera una especie de monstruo… ¿En qué había estado pensando?

Rodó a un lado y estiró sus largas piernas. Pensó en volver a la mañana siguiente a casa de los Gustavson y decirle a Hannah que había cambiado de idea. Eso aliviaría la presión que le había metido a la pobre chica. Así podría seguir esperando a Quint sin que planeara sobre ella la horrible perspectiva de casarse con un hombre marcado física y moralmente…

Eso no significaría abandonarla del todo. Podría ofrecerle dinero para ayudarla con el bebé, quizá incluso contratar a su padre y a alguno de sus hermanos mayores para que le echaran un mano con el rancho. Los Gustavson eran gente honrada y trabajadora.

La imagen de Hannah, con sus ojos de un azul profundo y el halo dorado de su pelo en torno a su rostro, persistía en su memoria. ¿Cómo había podido Quint largarse a Alaska dejando atrás a una mujer así? ¿Qué hombre habría sido tan estúpido como para abandonarla?

Maldiciendo entre dientes, cambió de postura e intentó dormir. Las cosas terminarían arreglándose, de una manera o de otra. Si Hannah lo rechazaba, él podría quedarse tranquilo, sabiendo que al menos había intentado hacer lo correcto, lo honorable. Si ella lo aceptaba, y se estremeció de sólo pensarlo… la trataría con exquisita amabilidad y respeto, guardando una apropiada distancia en todo momento.

Y redoblaría sus esfuerzos por encontrar a Quint. Nada más enterarse de las malas noticias sobre el estado de salud de su madre, a través de su médico, se había puesto en contacto con una agencia de detectives de Boston. Con el embarazo de Hannah, su búsqueda se había tornado aún más urgente, Su hermano necesitaba volver a casa y asumir su nueva responsabilidad como padre. Si es que acaso aún seguía vivo.

Era como si se estuviera hundiendo en una oscura niebla. Lo estaba rodeando, tragándoselo como un pozo de arenas movedizas… Oyó el fragor de unos disparos y el atronador sonido de una explosión. Estaba ascendiendo por una colina de barro, con las botas resbalando en el lodo, los pulmones le estallaban mientras los hombres caían a su alrededor… los compañeros con los que se había entrenado, a los que había aprendido a respetar, incluso a querer. La sangre, los restos de carne y de cerebro salpicándole la cara mientras el joven teniente que lo precedía caía fulminado. Sin tiempo para limpiarse el rostro de sangre, Judd apretó los dientes y continuó subiendo. Cuando pudo ver un objetivo, disparó. Cuando se le acabó la munición, se abrió paso con la bayoneta.

A su derecha estaba su amigo de la infancia, Daniel Sims. Se habían enrolado juntos y se habían entrenado coco a codo. Judd estaba esforzándose por tenerse en pie mientras veía caer a Daniel, agarrándose la cintura con ambas manos. La sangre resbalaba entre sus dedos. Había recibido un disparo en el vientre, garantía de una muerte lenta y horrible.

—Mátame, Judd… —los rasgos de niño de Daniel se retorcían de dolor—. Estoy listo. Termina conmigo, por el amor de Dios…

El revólver reglamentario de Judd seguía en su cartuchera. Sacó el arma.

—Hazlo, amigo… —la cara de Daniel era una máscara de sufrimiento. Un hilillo de sangre le corría por la barbilla—. Te bendeciré con mi último aliento…

Judd amartilló el revólver. Su dedo manchado de sangre se tensó sobre el gatillo. Bajó la mirada al rostro de su amigo, desfigurado por una nube de humo. Pero no era a Daniel a quien estaba viendo. Era… a Quint. ¡No!

Se despertó con un grito de angustia. Las sábanas se le habían enredado en el cuerpo: estaban empapadas de un sudor frío.

Hannah pasó la mañana ayudando a su madre a hacer la colada. Era un trabajo duro. Primero había que acarrear los cubos de agua de la bomba a la gran caldera de cobre. Luego, mientras el fuego iba calentando el agua, cortar virutas de jabón casero. Una vez que el jabón se disolvía, se ponían a remojar la ropa y las sábanas. El trabajo de Hannah consistía en removerlas con un palo de escoba hasta que el agua se enfriaba lo suficiente para usar la tabla de lavado.

Hannah y su madre solían turnarse en esa tarea. Mientras una se inclinaba sobre la caldera para lavar las prendas y ponerlas a aclarar, otra escurría cada pieza y la tendía. El proceso les ocupaba toda la mañana.

Hannah no había descansado bien aquella noche y estaba cansada, pero no se quejaba. Su madre había seguido haciendo la colada hasta el último día de sus numerosos embarazos. Lo mismo se esperaba de ella.

Mientras ellas lavaban, Annie se encargaba de la cocina y de sus hermanos pequeños. Una vez que Hannah se casara con Judd Seavers, seguramente Annie empezaría a ayudar en la colada mientras que Emma, con trece años, se ocuparía de los niños. Los chicos ayudarían a Soren en los campos hasta que fueran lo suficientemente mayores para llevar la granja o abandonarla para hacer pequeños trabajos fuera, por los que percibirían un ínfimo salario. Tal como estaban las cosas, ninguno permanecería en la escuela después del cuarto año, ni desempeñaría cualquier tipo de trabajo que no fuera manual. Era una perspectiva dura, pero no tenían otra y la aceptaban resignados.

De alguna manera, decidió Hannah en aquel momento, encontraría una manera de ayudarlos. De mejorar sus vidas.

Una vez terminada la colada, todavía quedaban muchas cosas por hacer. Hannah buscó un azadón y salió a ayudar a su hermano Peter, de once años, a desbrozar el huerto. Ese día se sentía contenta de trabajar y distraerse con la animada charla de su hermano. La ayudaba a no pensar en la inminente visita de Judd.

¿Y si no aparecía? ¿Y si había cambiado de idea? No lo culparía si al final se echaba atrás. Después de todo, ella no le había dado ningún estímulo. Judd sabía, por supuesto, que ella no lo quería. Para ser sincera, ni siquiera estaba segura de que le cayera bien. Pero eso no importaba. Se trataba de un simple arreglo legal, concebido para proteger los derechos de su hijo hasta que Quint regresara. Judd y ella vivirían juntos como dos desconocidos en una casa de pensión, con su madre y la imponente Gretel como carabinas. Un convento de monjas no habría sido más seguro.

Estaba arrancando las últimas malas hierbas del huerto cuando alzó la mirada y descubrió a un jinete acercándose a la entrada. Pese a que no era más que una silueta recortada contra el sol de la tarde, sabía que era Judd. La reacción de Hannah osciló entre el alivio y la consternación. Había llegado demasiado temprano; ni siquiera le había dado tiempo a lavarse. Tenía el pelo pegado a la cabeza, debajo del feo sombrero de su madre. Y la cara manchada de barro, lo mismo que su vestido.

Pero… ¿qué importaba la apariencia que pudiera tener? Judd no la estaba cortejando precisamente. La noche anterior le había hecho una oferta clara y directa. Y ahora había vuelto para recibir su respuesta.

Judd desmontó, abrió la puerta del cercado y metió su caballo. Todavía era temprano; el sol apenas había empezado a descender. La familia seguiría ocupada con las faenas de la tarde. Debería haber esperado a la noche. Pero no importaba; no se quedaría allí mucho tiempo. Lo único que necesitaba era escuchar una sola palabra de Hannah. Un sí o un no.

Se volvió para cerrar la puerta del cercado. Desde allí podía ver a Hannah, de pie en el huerto, con un sombrero azul en su mano izquierda. Con la otra mano se estaba peinando apresuradamente. El gesto hizo que la tela del vestido se tensara sobre su seno derecho.

Judd desvió la vista. Tal vez Hannah acabara convirtiéndose en su esposa, pero llevaba en las entrañas un hijo de su hermano. Haría bien en controlar su mirada.

Hannah lo había visto. Pareció vacilar, protegiéndose los ojos del sol. Luego empezó a bajar la cuesta. Era tan alta como su madre, pero tenía una gracia y una elegancia naturales que no poseía ningún otro miembro de la familia. Sólo mirarla mientras caminaba a su encuentro ya era un placer.

—Hola —lo saludó.

Judd pudo percibir la tensión de su voz. Quizá había decidido rechazar su oferta. Tenía que estar preparado para ello.

—Paseemos —ató su caballo a la valla—. Cuando estés lista, me dices lo que has decidido.

Hannah asintió y se volvió hacia el sendero que bordeaba el arroyo. Los altos cañizos susurraban con el viento. Más allá de los sauces, cantaba una perdiz.

Judd seguía esperando a que dijera algo. Le había prometido que no la presionaría, pero no era fácil. Era como si su vida estuviera en sus manos.

—Supongo que no habrás sabido nada de Quint —pronunció al fin.

Judd soltó un suspiro.

—Sabes que te lo habrías dicho en seguida. Fui al pueblo y revisé la correspondencia. No había nada.

—Pero tiene que estar vivo, ¿no crees? Si algo malo le hubiera sucedido, alguien se habría encargado de notificarlo a su familia.

—Vamos a contratar a una agencia de detectives de Denver. Tienen buena reputación encontrando personas. En cualquier caso, llevará tiempo.

Vio que juntaba las manos, enrojecidas por el trabajo.

—Mientras tanto, no hay mucho que podamos hacer aparte de esperar, ¿verdad?

—Tú y yo podemos esperar. Es el bebé el que no puede.

—Lo sé —se volvió para mirarlo. Su rostro, bañado por la luz rosada de la tarde, recordaba una pintura renacentista—. Por eso he decidido aceptar tu oferta, Judd. Hasta que Quint regrese, me sentiré honrada y agradecida de ser tu esposa.

Novia prestada - En la batalla y en el amor

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