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Dos

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19 de mayo de 1899

Querido Quint…

No quería que la vieran sus padres, porque entonces le encargarían una nueva tarea. La mayor parte del tiempo eso no le importaba. Pero aquella carta no podía esperar.

Tenía que terminarla y llevarla al pueblo antes de que el tren del oeste se llevara la correspondencia.

La sombra de los álamos moteaba su falda extendida mientras apoyaba el cuaderno sobre las rodillas.

El arroyo bajaba crecido con el deshielo de las nieves de la montaña. El agua reía y susurraba. Una urraca protestaba encaramada en la copa de un pino.

Fortalecida en su resolución, apretó la punta roma del lápiz en el papel y empezó a escribir.

Es primavera. Las violetas florecen en los prados. Bessie ha parido otro ternero. Papá me dejó que lo ayudara con el parto…

Se interrumpió, frustrada. Estaba malgastando tiempo y papel. No había forma de atenuar el efecto de lo que tenía que decirle a Quint. Lo mejor que podía hacer era escribírselo claramente y terminar de una vez por todas.

En los meses que Quint llevaba ausente, Hannah no había recibido una sola carta suya. Pero Alaska estaba muy lejos. Quint le había advertido de que quizá viajara hasta zonas muy remotas donde no existía servicio postal, y que por tanto no tenía que preocuparse si no recibía noticias suyas. Pero estaba preocupada. Desde su partida, la ansiedad había sido una constante compañera, un parásito que le había devorado las entrañas día y noche. Sobre todo en ese momento.

Sólo el recuerdo de los fríos ojos de Edna Seavers y la indiferencia de Judd le habían impedido atravesar el prado para llamar a la puerta de su casa. De todas maneras, habría sido perder el tiempo. Dado que ella misma no había recibido noticias de Quint, su madre y su hermano se encontrarían seguramente en la misma situación.

En cuanto a las cartas que le había escrito fielmente y llevado al pueblo cada semana, podían estar en cualquier parte, perdidas en cualquier punto entre Colorado y el helado norte. Sólo podía rezar para que aquella última llegara a sus manos y él volviera a casa.

El primer mes, cuando tuvo una falta, no le había dado mayor importancia: sus reglas siempre habían sido irregulares. Pero cuando la falta se repitió en el segundo, un secreto temor empezó a corroerla por dentro. La última semana, cuando empezó a devolver por las mañanas, toda duda quedó despejada. Después de haber visto a su madre pasar seis embarazos, conocía los síntomas demasiado bien.

Hasta el momento se las había arreglado para disimular su estado a su familia. Pero su madre no tardaría en descubrirlo. Otro par de meses y el pueblo entero sabría lo que Quint y ella habían estado haciendo en la oscuridad del granero aquella tarde. Rasgó la página del cuaderno, la arrugó y empezó de nuevo.

Querido Quint,

Tengo algo importante que decirte…

El nudo que sentía en el estómago se cerró aún más. Quint había estado tan entusiasmado con su gran aventura…. La noticia lo dejaría destrozado. Era posible que incluso le echara la culpa a ella. Seguramente entendería que su deber no era otro que volver y casarse, pero no se sentiría nada contento con la perspectiva. Quint se le había quejado de la carga que suponía llevar el rancho y tener que soportar a su quejumbrosa madre. Por mucho que afirmara quererla, Hannah sabía que se sentiría atrapado con una esposa y un hijo…

Pero, a largo plazo, ni los sentimientos de Quint ni los de ella misma importaban. Un bebé estaba en camino: un espíritu inocente que se merecía una madre, un padre y un buen nombre. Un nombre honrado. Haría lo que tenía que hacer, y Quint también. No era el mejor principio para un matrimonio, pero llevaban años amándose. Si Dios lo quería, serían felices.

Si pudiera conseguir su palabra… Empuñando el lápiz, se inclinó sobre su cuaderno.

Vamos a tener un hijo, querido mío. Nacerá para diciembre. Sé lo mucho que quieres hacer fortuna en Alaska. Pero ahora tenemos que pensar en el bebé. Tienes que volver a casa para que nos casemos, cuanto antes mejor.

Cuando terminó la carta, tenía la vista nublada por las lágrimas. Dobló la hoja de papel y se la metió en un bolsillo del delantal. Acarició las monedas que allí guardaba y que había logrado ahorrar para comprar un sobre y un sello de correos.

Todas sus esperanzas y oraciones viajarían en aquella carta. De alguna manera tendría que conseguir llegar a Alaska, hasta donde estaba Quint. No podía ser de otra manera.

6 de junio de 1899

Judd llevaba cabalgando desde el amanecer, revisando los puntos sensibles del cercado por donde una vaca podía escaparse o herirse con el alambre de espino. Ya era mediodía y el sol ardía al rojo vivo. Estaba fatigado, sudoroso, con la garganta seca como papel de lija. Pero tenía que admitir que disfrutaba trabajando. Cualquier cosa era mejor que estar tendido en aquel horrible hospital, escuchando los gemidos de hombres que no volverían a sus casas más que dentro de una caja de pino.

Al llegar al abrevadero, desmontó. Mientras bebía el caballo, llenó su sombrero Stetson de agua y se la echó por la cabeza. En raros momentos como aquél, casi se alegraba de volver a sentirse vivo. Pero la sensación nunca duraba. Quizá su cuerpo se estuviera curando, pero la oscuridad de su alma lo acechaba como un pozo de arenas movedizas.

Echándose el pelo hacia atrás, contempló el extenso pastizal que separaba el rancho de los Seavers de la granja Gustavson. A lo lejos distinguió a alguien moviéndose: una mancha azul en el aire trémulo, acercándose. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar a la chica Gustavson, la novia de Quint, corriendo por el andén detrás del tren en marcha.

No había vuelto a verla desde aquella mañana. Ni tampoco había vuelto a saber de Quint. Quizá la chica había recibido alguna noticia y quería compartirla con él. Esperó, observándola. Mientras la veía acercarse, se llevó una decepción: no era Hannah, sino la madre de los Gustavson. Caminaba pesada, cansinamente, como si cargara un invisible peso sobre los hombros.

Para cuando Judd terminó de desensillar el caballo, la señora Gustavson ya había llegado a la puerta principal. Recordando sus buenas maneras, salió a recibirla con la intención de acompañarla hasta la puerta. Incluso desde lejos pudo advertir su expresión de angustia. Estaba llorando, De cuando en cuando se limpiaba con un viejo trapo que le servía de pañuelo.

Al ver a Judd, se irguió, alzó la barbilla y se guardó el trapo en un bolsillo de su raído vestido. En su juventud, debía de haber sido tan bella como su hija. Pero dos décadas de pobreza, de trabajo agotador y de constante cuidado de sus pequeños le habían pasado factura. Cualquier rasgo de belleza que había poseído se había gastado, descubriendo un fondo de orgullosa dureza escandinava. Por muy pobre que fuera, Mary Gustavson era una mujer con la que había que contar.

—Buenos días, señora Gustavson.

—Judd —asintió secamente con la cabeza. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, eran de un azul algo más claro que los de su hija—. Supongo que tu madre estará en casa.

—Sí. Suele tomar el té en el salón a esta hora. La acompaño hasta la puerta.

Le ofreció su brazo, pero la mujer ignoró el gesto. Sus ojos estaban clavados en la gran casa de dos plantas, con sus contraventanas blancas y su porche de estilo victoriano. El padre de Judd la había levantado quince años atrás. El verano siguiente, cuando su familia no llevaba más que un año instalada, una estampida de ganado acabó con su vida. Al conocer la noticia, su esposa sufrió un ataque de apoplejía que la dejó inválida.

Durante los años siguientes, Edna Seavers convirtió aquella casa en un mausoleo para vivos. Judd no podía culpar a Quint de haber querido escapar de allí: él mismo había pensado en marcharse. Pero aquél era su hogar. Lo necesitaban allí, especialmente en aquellos momentos. Y además, no tenía ningún otro refugio cuando lo acometían las pesadillas.

—¿Ha recibido su hija alguna noticia de Quint? —le preguntó mientras subían los escalones del porche.

Mary Gustavson no respondió. Estaba tensa, rígida. Su cara había adquirido la estoica expresión de un soldado marchando hacia la batalla. Judd le abrió la puerta, pero ella le apartó la mano, empuñó el pomo y lo hizo girar enérgicamente tres veces, como para anunciar su presencia.

El suelo de madera del vestíbulo crujió bajo el peso de unos pasos. Se abrió la puerta del fondo y apareció una mujer alta y robusta. Gretel Schmidt llevaba cuidando de Edna desde que sufrió su ataque. También se ocupaba de la cocina y del resto de tareas domésticas. Judd valoraba sus servicios y le pagaba lo suficiente para que no cambiara de trabajo.

—Gretel, la señora Gustavson ha venido a ver mi madre. Supongo que estará en el salón.

—Por aquí.

Gretel la guió por el pasillo. Judd se disponía a salir cuando de repente vaciló. Mary Gustavson no había ido allí por una simple visita de cortesía: algo marchaba mal. Si estaba relacionado con su familia, lo mejor que podía hacer era quedarse. Después de colgar su sombrero en el perchero de detrás de la puerta, siguió a las dos mujeres hasta el salón.

Los altos ventanales del salón daban al este, ofreciendo una espectacular vista de las montañas. Pero Edna Seavers la había tapado con pesados cortinajes, que cerraban el paso a la luz. Como resultado, la habitación tenía el aspecto lúgubre de una cámara mortuoria.

Edna estaba sentada en su butaca, leyendo la biblia a la luz de una pequeña lámpara. Su bastón de ébano estaba apoyado en un brazo del sillón. El ataque le había dejado paralizada la parte izquierda del cuerpo. Podía caminar por la casa con ayuda del bastón, pero para salir prefería la digna comodidad de la silla de ruedas.

La mujer alzó la mirada cuando Gretel entró para anunciar la visita. Sus pequeños y huesudos dedos dejaron la cinta negra en la página que estaba leyendo antes de cerrar el libro.

—Una tetera de manzanilla, Gretel —ordenó—. Por favor, tome asiento, señora Gustavson.

Mary Gustavson se sentó en una silla, sin decir nada. Parpadeó varias veces mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

Judd se instaló en un rincón. No tenía ganas de participar en la escena: sólo quería escuchar y observar.

—¿Ha sabido algo de Quint, señora Seavers? —Mary hablaba un buen inglés, pero con un fuerte acento noruego.

Judd casi podía leer los pensamientos de su madre detrás de aquel ceño desaprobador. El té todavía no había llegado, y aquella zafia mujer se había saltado toda cortesía previa para abordar directamente el motivo de su visita.

Judd gimió para sus adentros al adivinar la razón de aquella visita. Sólo una cosa podía haber llevado a Mary Gustavson a aquella casa.

—La verdad es que no. Pero… ¿en qué medida habría de interesarle eso a usted?

La respuesta de Mary confirmó los peores temores de Judd.

—Nuestra Hannah está embarazada, y no tengo ninguna duda de que su hijo de usted es el padre.

—¿Cómo puede estar segura? —la voz de Edna destilaba puro ácido—. Por todo lo que usted sabe, su hija pudo haberse abierto de piernas con la mitad de los chicos de este condado. Sólo porque tengamos dinero, y porque Quint no esté aquí para defenderse…

—¡Hannah es una buena chica! —Mary se había levantado de la silla. Estaba pálida y temblaba—. Si ha perdido su honra es porque amaba a su hijo y él se aprovechó de ella.

—Mi hijo es un caballero. Nunca se aprovecharía de ninguna niña —Edna dedicó un momento a servirse una taza de la tetera que Gretel había dejado sobre la mesa. Su cara era una máscara impávida, pero le temblaban las manos. Se le derramó un poco de infusión sobre el mantel—. En cualquier caso, usted no tiene ninguna prueba de su acusación. Hasta que Quint no aparezca para responder por sí mismo, no hay que nada que yo pueda hacer al respecto.

—¡Escríbale una carta! ¡Dígale que tiene que volver a casa!

Edna volvió a dejar la taza sobre la bandeja de plata, con su contenido intacto.

—Nadie desea tanto que vuelva Quint como yo. Le he escrito cada semana, suplicándole que renuncie a esa estúpida aventura. Pero no me ha contestado. Ni siquiera sé si ha recibido mis cartas. Así que ya ve usted, señora Gustavson, lo crea o no, tengo las manos atadas.

—¡Pero es su nieto, carne de su carne y sangre de su sangre! —Mary se retorcía angustiada sus fuertes manos, endurecidas por el trabajo—. Mi Hannah y su Quint se quieren con locura. Es el hombre de su vida, usted lo sabe. Pronto todo el pueblo se enterará del escándalo. ¿Es eso lo que quiere para el hijo de Quint? ¿Que nazca sin tener un padre? ¿Que lo llamen siempre con esa palabra tan horrible?

Edna se llevó una mano a la garganta.

—De verdad, señora Gustavson, no entiendo…

—¡Tiene que traer a Quint de vuelta a casa! ¡Mi hija necesita un marido! ¡Su bebé necesita un apellido!

Edna se había encogido en su sillón como un animal acorralado.

—Pero eso no es posible… No sabemos dónde localizarlo.

—¿Entonces quién se casará con mi Hannah? ¿Quién será el padre del bebé de su hijo?

—Yo.

Judd se levantó. Las dos mujeres se lo quedaron mirando de hito en hito.

—¿Tú? —Edna se atragantó con la palabra—. ¡Pero eso es absurdo!

—¿Tienes alguna idea mejor? —su plan iba cobrando formando mientras hablaba—. El matrimonio sería puramente nominal, por supuesto. Incluso podríamos tener preparados los papeles del divorcio. Cuando Quint vuelva a casa, lo único que tendré que hacer será firmarlos. Entonces Hannah y él serán libres para casarse.

Mary Gustavson lo miraba como si acabara de rescatar a su familia de una casa en llamas.

—Gracias —murmuró.

La mujer estaba emocionada. Judd le había ofrecido su ayuda movido por una sincera preocupación, pero… ¿y si le estaba complicando la vida a esa pobre chica? Él no era ningún modelo de hombre. Y ninguna mujer se merecía una suegra como Edna Seavers.

—No me lo agradezca todavía. Yo deseo casarme con su hija, señora Gustavson, pero ella tiene que desearlo también. Necesita conocer las condiciones y aceptarlas.

—Lo hará. Yo me aseguraré de ello.

Judd miró a su madre.

La cara de Edna estaba lívida de furia contenida, los labios convertidos en una fina línea. Nada de todo aquello iba a resultar fácil. Pero tenía que responsabilizarse del hijo de su hermano… y del nieto de su madre. Se volvió hacia Mary.

—Si no le importa, se lo pediré yo mismo. Lo menos que se merece la pobre chica es una proposición formal.

Mary pareció vacilar. Apretó los labios.

—Pasaré a buscarla esta noche, después de la cena. Dígale que me espere.

—¿Le cuento también el resto?

—¿Qué es lo que ya sabe?

—¿De todo esto? Nada. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Le dije que quería visitar a una amiga que vive al otro lado del arroyo. Pero pronto lo descubrirá.

—Entonces lo dejo en sus manos. Usted la conoce mejor que yo —de hecho, apenas conocía a aquella chica. Quizá no hubiera sido una buena idea, después de todo…

—Me marcho entonces —Mary se volvió hacia Edna—. Gracias por su hospitalidad, señora Seavers.

La respuesta de Edna fue un simple gesto dirigido a Gretel, que había aparecido en el umbral para acompañar a la visita a la salida. Tan pronto como se hubo cerrado la puerta, estalló la tormenta en el salón.

—¿Cómo te atreves, Judd? ¡Vaya idea la tuya, la de casarte con esa desgraciada! ¡Piensa en el escándalo que se montará? ¿Qué dirá la gente?

—¿Y qué dirán si no me caso con ella? —replicó con toda tranquilidad—. En cuanto se le note el embarazo, la gente sabrá que es de Quint. Negarnos a ayudarla cuando tenemos los medios necesarios para ello… eso sí que sería una crueldad.

—¿Pero por qué tenemos que meterla en nuestra casa? ¡Dale algún dinero! ¡Envíala a algún lugar donde pueda tener al mocoso y luego entregarlo en adopción!

Le entraron ganas de compadecerse de ella. Pero lo que sentía era indignación.

—El mocoso, como tú lo llamas, es tu nieto… quizá el único que tendrás nunca. ¿Y si algo le sucede a Quint? ¿Y si no regresa a casa?

—No digas esas cosas tan horribles. Ni siquiera lo pienses —se llevó una mano a la cabeza—. En cualquier caso, tú estás aquí, ¿no? Seguro que querrás casarte como Dios manda, tener hijos que sean tuyos…

—No en mi estado actual.

—¡Qué tonterías! ¡Mírate! ¡Estás perfectamente! ¡Más fuerte cada día!

Judd suspiró profundamente.

—Madre, a veces envidio tu capacidad para ver solamente lo que quieres ver. Y ahora, si me disculpas… Los hombres han empezado a preparar el nuevo prado para los caballos.

Sin esperar su respuesta, abandonó el salón y salió a la veranda que recorría todo el ancho de la casa. En el largo viaje de vuelta a casa, había dispuesto de tiempo más que suficiente para reflexionar sobre su vida. No le habría importado formar una familia, desde luego. Pero tener que soportar su depresión y sus pesadillas… eso no se lo deseaba a ninguna mujer. No estaba hecho para ser un buen marido, ni tampoco un buen padre. En ese momento, sin embargo, tenía la oportunidad de rescatar a alguien de una situación terrible. ¿Qué clase de hombre sería si se negaba a actuar?

Haría lo que tenía que hacer por el bien de Quint y de su hijo. Trataría a Hannah como a una hermana, mantendría las distancias, evitaría cualquier contacto físico que pudiera ser malinterpretado. Y cuando volviera Quint, firmaría los papeles del divorcio y se la entregaría al padre de su hijo, intacta.

Su comportamiento estaría a salvo de todo reproche.

Hannah lavó los platos de la cena y se los pasó a su hermana Annie para que los secara. La brisa vespertina agitaba las cortinas de tela de saco de la ventana, refrescando el interior de la casa. Cantaban los grillos en los sauces del arroyo.

Annie, que tenía dieciséis años, charlaba animada sobre el vestido que se estaba haciendo. Hannah intentaba escucharla, pero sus pensamientos se agitaban inquietos como una bandada de mirlos. Tres días atrás, su madre había abordado el tema de su embarazo. La discusión había terminado en lágrimas. Era consciente de haberle fallado a su familia. A no ser que Quint volviera para casarse, se montaría un escándalo… y tendrían una boca más que alimentar. Peor aún; ella quedaría marcada como una mujer caída, deshonrada. Su reputación proyectaría su sombra sobre la familia entera, principalmente sobre sus hermanas.

Había estado tan enamorada… Aquella noche, había sido incapaz de negarle nada a Quint… ni siquiera su cuerpo joven y bien dispuesto. ¿Pero cuántas vidas quedarían afectadas por aquel insensato error?

Oyó roncar a su padre, repantigado en su sillón, y sintió una punzada de ternura. Soren Gustavson trabajaba de sol a sol, cultivando el huerto y atendiendo a los cerdos. Por fuerza tenía que haberse enterado del estado de su hija. Pero el embarazo era un asunto de mujeres, y él estaba demasiado agotado para lidiar con ello. Su cuerpo, gastado por el exceso de trabajo, empezaba a acusar las primeras señales de la vejez. El bebé de Hannah añadiría una carga más a sus encorvados hombros.

Sobre su cabeza, el suelo del altillo donde dormían los pequeños crujió bajo los pasos de su madre. Mary Gustavson siempre sacaba tiempo para acostarlos y hacerles rezar sus oraciones. Esa noche, sin embargo, no se oía aquella serena cadencia de costumbre en sus pasos. Parecía inquieta, nerviosa.

Durante la cena, había mencionado algo sobre una inminente visita de Judd Seavers. Pero la visita de un vecino no era razón para ponerla tan nerviosa. Judd iría seguramente a hablar del prado fronterizo a su rancho. Los Seavers llevaban intentando comprárselo a Soren durante años. Y Soren siempre se había negado. Esa vez no sería diferente.

Mary bajó las escaleras, alisándose el pelo. Se había cambiado su arrugado delantal por uno limpio, recién planchado.

—Lávate la cara, Hannah. Tienes una mancha en la mejilla. Luego ven aquí para que te peine. ¡Eres demasiado mayor para llevar esas trenzas!

Annie soltó una risita mientras Mary arrastraba a Hannah hacia el aguamanil. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué debería importarle a nadie el aspecto que ofreciera a Judd? Ciertamente la había visto con trenzas antes… y desde luego no se había parado a mirarla dos veces.

Esbozó una mueca mientras se dejaba peinar, con sus pensamientos viajando aún más veloces que las manos de su madre. ¿Cómo podía saber Mary que iba a ir Judd, a no ser que hubiera hablado antes con él? ¿Y qué podía querer él de ellos, que no fuera la tierra que deseaba comprarles?

El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Y si algo malo le había sucedido a Quint? ¿Y si la familia había sabido algo, y era Judd el encargado de comunicarles la noticia? Estaba intentando hacer acopio de todo su coraje cuando tres ligeros golpes a la puerta sobresaltaron a todos. Mary se detuvo con el cepillo en el aire. Soren se despertó de su siesta. Fue Annie quien corrió a abrir.

Judd vestía una camisa nueva de algodón y un fino chaleco de lana. Se había afeitado y todavía tenía el pelo húmedo, recién peinado. Por lo demás, su cara era la de un penado a la espera de su ejecución.

—Buenas tardes, Judd —lo saludó educadamente Annie—. ¿Has venido a ver a mis padres? Te están esperando.

Judd se removió ligeramente. Sus botas de montar brillaban relucientes.

—Buenas tardes, señora Gustavson, señor Gustavson… En realidad no es a ustedes a quienes he venido a ver. Me gustaría contar con su permiso para poder hablar con Hannah… a solas.

Novia prestada - En la batalla y en el amor

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