Читать книгу Pilar Soler - Emília Bolinches Ribera - Страница 10
I. PARIR EN LA CÁRCEL
ОглавлениеCada día que pasaba resultaba un poco más pesado que el anterior para Pilar. Su embarazo cumplía ya los nueve meses y ahora, en cualquier momento, se podía producir el acontecimiento. Pero Pilar Soler no podía saber que justamente aquel 15 de septiembre de 1939 iba a ser el día. Y mucho menos podía imaginar que aquella noche iba a resultar la más larga de su vida. Se levantó, como todas las mañanas, muy temprano. Había dormido mal, en aquella sala grande de la cárcel de mujeres del paseo de la Pechina de Valencia, junto a cincuenta mujeres tiradas en el suelo encima de una manta doble; ni colchonetas ni nada. Ella, con su gran tripa de nueve meses, dormía entre su madre y su amiga y camarada Consuelo Barber porque así, entre las dos, le hacían más sitio. Las pobres mujeres de la sala se pasaban la noche protestando.
–¡Apártate que me aprietas!
–Oye, ¡que me haces daño!
–¡Que me acabas de dar una patada!
Así que pasó el día como pudo y con ganas de que llegara la noche para descansar porque ya se encontraba muy pesada. Pero al rato de haberse acostado, serían las 10 de la noche, Pilar dio la voz de alarma a su madre y a Consuelo.
–Que he roto aguas…
Y ellas rápidamente quisieron calmarla.
–No te preocupes, no te preocupes.
–No, si yo no estoy preocupada, si yo no sé qué es todo esto.
Y enseguida se armó un alboroto tremendo entre todas las mujeres de la sala.
–¡Buah, que Pilar va a dar a luz…!
Con el lío no tardó en llegar la Zapatones, la funcionaria encargada de la sala, y cuando le dieron la noticia se fue hasta Pilar y le conminó:
–Vístase enseguida. Ahora mismo vamos a llamar al hospital para que vengan a por usted con una ambulancia.
Mientras Pilar se vestía ayudada por su madre, empezó a pensar que no le gustaba nada eso de que le enviaran una ambulancia para llevarla al hospital porque sabía que a los hombres los sacaban por las noches de la cárcel Modelo en ambulancias y los llevaban a Paterna y allí los ejecutaban. Pero calló por no preocupar más todavía a su madre. A las doce de la noche llegó otra vez la Zapatones y le dijo:
–Están llamando al hospital para que vengan a por usted y no contesta nadie. Así que se queda aquí. Véngase conmigo a la enfermería.
Pilar se alegró. «Qué bien, aquí me quedo», se dijo para sus adentros, y siguió a la funcionaria hasta la enfermería, una habitación destartalada con seis camas, cinco de ellas ya ocupadas. Al llegar, La Zapatones le señaló la última cama del rincón, la única que había libre.
–Ahí se quedará usted.
Pilar se dejó caer como pudo en aquella cama y enseguida llegó hasta ella Carmina, una camarada asturiana responsable de la enfermería, y la tranquilizó. La Zapatones le dejaba mandar bastante porque en la enfermería había cinco mujeres infectadas con sarna y a una de ellas hasta se le había salido la matriz. Era un cuadro aterrador, así que la funcionaria había puesto de responsable a esa presa para evitar entrar en aquella sala. Carmina le anunció cariñosamente:
–Mira, ahora mismo voy a llamar a las mujeres de la cocina que están en sus celdas, ya sabes, las de arriba, y voy a decirles que enciendan el fuego y calienten agua. Yo no he asistido nunca a un parto y aquí el médico viene cuando viene, así que vamos a hacer todo lo que podamos para que salga bien.
Al rato de irse la buena de Carmina empezaron las contracciones y Pilar esperó con impaciencia la llegada de ésta, quien, al fin, acudió con noticias de su madre.
–Tu madre está la pobre desesperada pidiendo permiso para estar aquí contigo, pero la Zapatones le ha dicho que no, que ella se queda allí y tú te quedas aquí y que ya te asistiremos nosotras.
Y así ocurrió. Las contracciones eran cada vez más seguidas. Todas las mujeres vivieron el parto con una gran inquietud. Las de la cocina encendieron el fuego y llegaron con grandes peroles de agua caliente. La solidaridad de todas las presas y la entereza de Carmina animaron a Pilar, que gritaba como una loca, no tanto porque le doliera, que también, sino sobre todo como un gesto de rebeldía para que la oyeran desde la calle adonde daban las ventanas de la enfermería. A todo esto, a cada hora hacía su aparición la Zapatones acompañada de Manolita, otra funcionaria falangista que era quien se ocupaba de hacer el recuento diario de presas antes del desayuno. Y la tal Manolita no tenía otra preocupación más que su maldito recuento y cada vez que entraba le repetía a Pilar el mismo estribillo.
–¡Venga! A ver cuando acaba esto porque yo tengo que contar una presa o un preso más.
A lo que Pilar reaccionaba, como siempre que tenía miedo, con irritación y rebeldía. Así, se revolvía entre gritos como una fiera acorralada.
–¡Pues yo pariré cuando tenga que parir!
Y así hasta las seis de la mañana, cuando parió una niña. La lavaron muy bien y al final dejaron entrar a su madre.
–¡Ay, qué bonita, la niña…!
Pilar vio a su madre y se enterneció por todo lo que la había hecho sufrir. Era lo que más lamentaba de su vida. Pero poco tiempo iba a tener para lamentaciones porque inmediatamente después del parto se puso con unas fiebres altísimas y la niña se infectó de sarna. Tres días después de haber dado a luz, allí en la enfermería, acostada con su niña en aquel camastro, llegaba el médico de la cárcel y le preguntaba escuetamente.
–Usted ha dado a luz, ¿no? ¿Qué tal está?
–Bien.
–Pues hasta otro día.
Y sin tomarle siquiera el pulso ni mediar una palabra más se fue. Pilar se quedó boquiabierta, allí, con su pitusa con sarna y ella con fiebres y dolores de cabeza tremendos. Así pasó los cuarenta días en los que tanto a Carmina como a su madre, cuando iba a verla, siempre que le daban permiso, les decía la misma y repetida frase.
–Yo aquí me muero. No lo puedo soportar.
Porque no le daban nada, ni calmantes ni tratamiento alguno. Carmina, a modo de excusa, le musitaba:
–Si aquí no tenemos nada…
Un día recibió la visita de las catequistas de Valencia, que acostumbraban a hacer la catequesis entre las rojas. Querían bautizar a su hija el domingo siguiente. No les importaba si la niñita tenía sarna o estaba desnutrida, no. Solo querían bautizarla porque así, decían, si moría iría al Cielo. Y claro que la bautizaron. Pilar estaba tan mal que cuando su madre le preguntó si la bautizaban o no, ella no dudó en contestar.
–A mí me da lo mismo, con que me quiten el dolor de cabeza que me bauticen si quieren. Pregúntale a Carmen Riera o a otra amiga pero a mí no. ¿Que no ves que yo me voy a morir? A mí no me preguntéis. Claro que lo mejor sería que no la bautizaran pero…yo estoy muy mal.
Aquel domingo por la tarde llegaron las catequistas y le dijeron.
–Venga, que vamos a bautizar a su hija. Usted no se preocupe.
Y cogieron a la niña y se la llevaron. Lo tenían todo preparado. Organizaron el acto en el patio de la cárcel. Allí reunieron a todas las presas alrededor de una balsa sin agua que había en el centro del patio. El cura la bautizó allí, y mientras la ceremonia se celebraba, las presas no dejaban de hablar y de enredar, sin atender a las continuas quejas de las organizadoras.
–¡Cállense, cállense…!
Era la manera que tenían aquellas mujeres de boicotear el acto. Después de la ceremonia, en el mismo patio, repartieron un panecillo hecho de harina de naranjas ralladas, de esos que se deshacían cuando los cogías, con un trocito pequeñito de chorizo. Pero resulta que ese panecillo era el que les tocaba al día siguiente, así que cuando llegó el momento de repartir la comida y se quedaron sin pan, las mujeres armaron una buena.
Después de cuarenta días, la fuerte naturaleza de Pilar fue recuperando la salud poco a poco. Y un día le llegó la onda de que iba a haber una evacuación de mujeres de la cárcel de la Pechina a la del convento de Santa Clara porque en la Pechina ya no cabía ni un alfiler. Todas las salas, las celdas e incluso los pasillos estaban abarrotados con presas por los suelos. Ni corta ni perezosa, Pilar habló con la Zapatones y, para evitar problemas, le pidió con una educación exquisita que si habían de trasladar a su madre o a ella que las trasladaran a las dos juntas, que no las separaran. La respuesta no le hizo albergar ninguna esperanza.
–Ya veremos, ya veremos…
Unas semanas después, las dos mujeres, con la niña en brazos, eran trasladadas a la prisión del convento de Santa Clara. Un convento con celdas de monjas arriba y una gran sala abajo que daba a un gran patio muy parecido al típico patio carcelario. En aquella sala grande alojaron a todas las mujeres con niños de hasta ocho años. La niñita de Pilar apenas tenía tres meses y seguía infestada de sarna. Eran los primeros meses después de terminarse la Guerra Civil y las cárceles estaban llenas de rojos y rojas. Cuando llegaron a la sala grande se encontraron con un panorama desolador: suciedad por todas partes y unos camastros y colchonetas tirados por el suelo que les daban la bienvenida. Esperaban encontrarse con un convento decente, pero se encontraron con una cárcel llena de basura. No tenían ni idea de para qué había servido antes esa sala. Ni Pilar ni su madre podían saber, ni siquiera sospechar, que los anteriores inquilinos habían sido los fascistas que hasta hacía solo unos meses habían estado presos de los rojos en las mismas condiciones en que ahora iban a estar ellas. No podían imaginar que precisamente habían sido los rojos, sus camaradas, quienes habían desalojado a las monjas hacía años y habían convertido el convento en una cárcel miserable en donde habían alojado a sus presos. Ahora, simplemente, se había producido un complejo giro de tortilla.