Читать книгу Pilar Soler - Emília Bolinches Ribera - Страница 12
III. LA MADAMA, TAMBIÉN EN LA CÁRCEL
ОглавлениеDespués de haber superado su enfermedad y ya sin su hija, poco a poco Pilar fue incorporándose a la vida cotidiana de la cárcel. Y fue ocupándose de cosas poco importantes pero que la entretuvieran para no pensar ni en su hija, ni en su marido, ni en la guerra perdida, ni en su familia dispersa. Algo había que hacer en aquella maldita cárcel durante las 24 horas del día para no enloquecer.
Una de esas distracciones eran los cigarrillos. Pilar era una fumadora empedernida y pronto se dio cuenta de que había varias formas de obtener cigarrillos. Pero también supo que era peligroso que las mujeres fumasen en la cárcel porque estaba estrictamente prohibido. Sin embargo, a los hombres se les permitía como un pasatiempo y sus familias les traían los cigarrillos en las visitas con toda naturalidad. En cambio, si a una mujer la pillaban fumando, la castigaban inmediatamente. Sin embargo, a pesar de los peligros, Pilar buscó enseguida formas de conseguir los escasos cigarrillos. Una de ellas era por medio de las prostitutas que entraban y salían de la cárcel continuamente. Una de aquellas mujeres con la que Pilar hizo alguna amistad solía estar una semana en la cárcel y a la semana siguiente salía. Luego, a las dos semanas, volvía a entrar y así siempre. Esta mujer entraba los cigarrillos a escondidas. Tan a escondidas que nunca nadie se los vio. La monja la desnudaba completamente y se lo registraba todo, pero jamás le pilló los cigarrillos. Pilar un día le preguntó asustada que dónde se los escondía, a lo que ella le contestó riendo.
–No, mujer, tú no te preocupes.
–Oye, no te los vayas a esconder en alguna parte sucia y nos cueste una enfermedad.
–Que no, mujer, que te aseguro que la monja no los ha visto pero yo los he pasado entre la ropa.
Había otra manera. Aunque parezca mentira, esa otra vía era el cura de la cárcel, un sinvergüenza de tomo y lomo que iba diariamente allí a confesar a algunas mujeres, sobre todo a bastantes de las que estaban condenadas por delitos comunes y que frecuentaban el confesionario. Este cura iba a sus casas y les llevaba los cigarrillos y ellas alguna vez le daban algunos a Pilar.
Y todavía quedaba una tercera forma de conseguir cigarrillos, y era a través de una mujer que había sido detenida por ejercer de lo que entonces se llamaba una madama de prostíbulo. Durante la guerra, esta mujer había tenido en Valencia un prostíbulo muy fino y bastante frecuentado por hombres importantes que venían del frente, militares, políticos y gente conocida. Era una mujer guapísima y muy lista. Además, Pilar pronto se dio cuenta de que tenía fuertes dotes de sociabilidad y una gran capacidad de seducción. Ella misma le contó que la habían detenido por pertenecer al Partido Sindicalista, liderado por Ángel Pestaña. Pero Pilar la conoció en la cárcel un día que le llevaron un mensaje de parte de ella para que fuera a verla. Cuando Pilar fue a su celda se quedó muy sorprendida, porque le contó que conocía a su padre, Félix Azzati, que había frecuentado su casa y que le gustaría conocer a su madre. Y para remachar la información le soltó con mucha naturalidad y tacto que también en ese momento estaba en la cárcel Esperanza Cutanda, la esposa de su padre. Aquella mujer se había enterado de que Pilar fumaba y, a partir de ese momento, ella se preocupó de proporcionarle los cigarrillos. Pilar era entonces una jovencita de 23 o 24 años, inexperta en las cosas de la vida, y aquella mujer sabía cómo enganchar a la gente, cómo convencerla y camelársela. Cuando Pilar le dijo a su madre que esta mujer quería conocerla, su madre no picó.
–Xe, envía-la a fer punyetes! Qué tinc que vore jo amb eixa dona?
La madama tenía a su alrededor a tres o cuatro mujeres que se ocupaban de arreglarla, de hacerle la toilette y de vestirla. Estuvo en la cárcel solo unos meses y, aunque Pilar le preguntó dónde tenía el prostíbulo, jamás se lo dijo. La trataba con mucho cariño y dulzura. Era muy zalamera y en cuanto salió de la cárcel envió a Pilar un saco grande con ropita preciosa para su niña. Era una mujer con muchos detalles. Pasado un tiempo del envío de la canastilla, Pilar y su grupo recibieron un buen día un perol enorme de cocido, del que comieron entre ocho y diez mujeres. Y ya no volvieron a verla ni a saber nada de ella. Bueno, supieron que al salir de la cárcel había vuelto a montar otro local. Realmente Pilar y su madre llegaron al convencimiento de que esta mujer pretendía conquistar a Pilar y convencerla para que se fuera con ella a su casa. Y, de hecho, consiguió llevarse de la cárcel a varias mujeres.
Pilar, su madre y Consuelo Barber estaban condenadas por el mismo expediente: a doce años y un día de reclusión mayor Pilar y su madre, y a treinta años Consuelo. Pero cuando ya llevaban cumplida una parte de la condena, salió un decreto de Franco que rebajaba sus penas a la mitad si conseguían obtener tres avales: el del Ayuntamiento, el de la Guardia Civil y el de Falange. Nadie supo cómo, pero lo cierto es que la cuñada de Pilar, Concha Castelló, consiguió los tres avales para Pilar y para su madre. En ese momento, Pilar, por su historial administrativo, estaba en la oficina de la cárcel, donde le habían encomendado el libro de registro de entradas y salidas de las presas. El administrador igual la llamaba a las tres de la tarde que a las tres de la madrugada, porque si venía un camión con mujeres que tenían que entrar, ella debía estar presente para registrar a las recién llegadas fuese la hora que fuese.
En aquella oficina trabajaban cuatro mujeres del Partido Comunista y una antifascista, y las cinco se llevaban muy bien. Estando en aquella oficina fue cuando Pilar vio que su madre tenía otro expediente abierto y que, por tanto, ella no podría salir de la cárcel. Aquella otra condena le venía de la última parte de la guerra, cuando su madre ejerció de enfermera en la sala de sarnosos del hospital instalado en la hoy avenida de Blasco Ibáñez, y uno de aquellos tipos, que era falangista, la denunció por esconder en su casa a los comunistas. Entonces las dos mujeres recordaron que, al poco de entrar en la cárcel, vino un juez militar y, basándose en aquella denuncia, le pidió a su madre treinta años más. Pero habían olvidado aquel incidente del juez, convencidas de que aquel caso había sido sobreseído.
Pilar comenzó a maquinar algo para conseguir que su madre saliera de la cárcel al mismo tiempo que ella, convencida de que si se quedaba sola no podría resistirlo. Con más de cincuenta años, la madre de Pilar ya había perdido 18 kilos y había pasado por una fuerte depresión. Así que, ni corta ni perezosa, se le ocurrió tirar una mancha de tinta sobre la línea del segundo expediente de su madre. Eso sí, antes de hacerlo se lo dijo a su madre.
–Estàs loca i vas a tornar-me loca a mi també. Tens unes idees!
Porque su madre siempre se expresaba en valenciano. En cambio, Pilar no lo hablaba porque su padre no quiso que sus hijas lo utilizaran hasta que tuvieran por lo menos treinta años: decía que los valencianos tenían un acento muy feo y que eso de hablar en valenciano era un atraso.
–Aquellos republicanos –asegura Pilar– eran unos anticatalanistas acérrimos.
Bueno, el caso es que discutió con su madre y con las compañeras de oficina, y aunque al principio a todas les parecía una idea descabellada, a ninguna se le ocurrió una solución mejor para evitar que su madre se quedara allí sola un montón de años más. Pilar les explicó lo que iba a hacer y dejó bien claro que ellas no tenían ninguna responsabilidad sobre nada, que era ella la que asumía todo el riesgo y que, en caso de que se descubriera, lo único que tenían que decir era que no sabían nada.
Pilar salió de la cárcel una soleada mañana de la primavera de 1944; tres días después salía su madre. Madre e hija se abrazaron emocionadas, pero Pilar enseguida le preguntó cómo había ido todo.
–No em preguntes, que jo no sé res. Jo només sé que he eixit i res més.
Su madre se fue a vivir a Silla con su madre de leche y su familia, que la querían mucho y que ya la habían recogido en sus momentos peores, cuando de soltera se había quedado embarazada de Pilar y había sido repudiada por su propia familia. Y Pilar se refugió temporalmente en casa de sus suegros y su cuñada para estar con su hijita. Estaba deseando verla y cogerla en brazos. Después de cuatro años y medio seguro que apenas sí la podría reconocer, porque habría crecido mucho y se habría hecho mayor. Pero en aquella casa, en la que no era ni querida ni bien recibida, solo pudo pasar unos pocos meses descansando y reponiéndose.
Por aquel entonces su cuñada, Concha Castelló, asistía a tertulias que organizaban intelectuales y artistas clandestinamente en sus casas. Entre los asistentes figuraban el pintor José Gumbau, Fernando Gaos, Pepita Salvador, la hermana de Matilde, y unos cuantos más. En los primeros días, como Pilar no tenía mucho que hacer, acude a las tertulias con su cuñada. Allí conoce al pintor Gumbau. Pilar está convencida de que se trata de un nombre de guerra, de la clandestinidad. Lo cierto es que José Gumbau (Vila-Real, 1907-Marsella, 1989) se enamora perdidamente de Pilar y comienza a hacerle un retrato en su estudio del barrio del Carmen. No era extraña la atracción que debió de sentir Gumbau hacia Pilar, porque era muy guapa, joven y vitalista. Y además, acababa de salir de la cárcel y se suponía que estaba con mucha necesidad de una relación afectiva. Pero aunque Gumbau era también muy atractivo, y a la vista está en las fotos de la época, a Pilar no le decía nada, no la atraía. Incluso reconoce que de lo guapo que era físicamente, casi le repugnaba, ¡qué cosas! Pilar estuvo posando durante un tiempo en el estudio de Gumbau, aunque al final dejó de ir porque no soportaba el asedio al que la sometía el pintor.
Pocos meses le duró a Pilar la vida reposada junto a su hija porque enseguida la volvieron a detener. Había buscado y conectado con la resistencia y la habían descubierto. Se la había jugado una vez más y, una vez más, había perdido.