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II. EN LA PRISIÓN-CONVENTO DE SANTA CLARA
ОглавлениеCuando Pilar, su niñita y su madre llegaron a la prisión del convento de Santa Clara las separaron. A la madre la colocaron en una de las celdas del piso superior con siete u ocho presas más, pero como Pilar iba con su niña la instalaron en la sala grande de la planta baja. La sala quedaba en la parte izquierda del patio porque la derecha la ocupaban las cocinas y otros departamentos carcelarios. Pues bien, en aquella gran sala se veía un rincón situado a la izquierda en donde se alineaban seis o siete camastros. Allí habían colocado a las gitanas con sus churumbeles, como ellas los llamaban. Y en la cama libre que quedaba, al fondo de ese rincón, colocaron a Pilar y a su niñita, Mari Luz.
Pronto las dos mujeres se dieron cuenta de que en esa cárcel el régimen era muy severo. Después del desayuno todas las presas bajaban al patio, donde prácticamente pasaban todo el día. Incluso allí mismo les llevaban el rancho a mediodía. Un rancho que se hacía, lo hacían las presas de la cocina, con los restos de las verduras y los desperdicios que se recogían de los mercados, sobre todo del mercado Central, y que llegaban en camiones diariamente. Tenía que llover a cántaros para que subieran a las mujeres a las celdas antes de su hora acostumbrada. Únicamente las presas con niños estaban dispensadas de este régimen. Decían que el régimen de las madres era mejor porque en el patio, o hacía mucho frío, o hacía mucho calor y, por tanto, era mejor que se quedaran resguardadas de las inclemencias del tiempo en la sala con los niños.
Pero para Pilar el tiempo que pasó en aquella sala grande fue como un tormento añadido al que significaba estar en la cárcel. Se pasaba el día en aquel rincón tirada en su camastro, sobre una especie de bolsa con un poco de paja y con su niñita, que apenas tenía tres meses, en brazos. Como el rancho era tan malo y el suplemento que daban a las madres para los niños era solo un poco de leche para los biberones o para beberla en vaso, y se trataba de una leche que en su mayor parte era agua, los niños hambrientos se pasaban las horas llorando y las mujeres se pasaban el día, o bien pegando a los niños porque estaban nerviosas, o bien intentando hacerlos callar. Pero lo cierto es que no se callaban. Aquel rincón fue un auténtico calvario para Pilar. Su niña, mal alimentada y con sarna de arriba abajo, tampoco dejaba de llorar. Y las gitanas todo el tiempo pegaban a sus churumbeles. Las pobres mujeres no tenían ni idea de cómo cuidar a los niños en esas circunstancias. El único alivio de Pilar era el rato que podía ver a su madre porque era la única persona con la que podía desahogarse un poco.
–Si no me sacan de ese rincón me volveré loca…
Pero luego comprobaba que a su madre aquello le influía tan negativamente que le entraba un cargo de conciencia grande por haberle infringido ese dolor. Así que la situación se hizo tan insostenible que tuvieron que pedir a la familia de su marido, Gonçal Castelló, o sea, a sus suegros y a su cuñada, que vivía con ellos, que se llevaran a la niña. Se la llevaron y a Pilar la subieron a las celdas del primer piso con su madre. También fue un traslado traumático. Después de subir la escalera había que pasar por un rincón oscuro y luego por un pasillo de acceso a las celdas. Pues bien, en aquel rincón oscuro estaba una niñita que había muerto el día anterior. Su madre le había contado que cuando un niño o niña moría lo ponían en ese rincón y ella había contestado rápidamente:
–Si a mí se me muere mi niña y me obligan a ponerla ahí, eso sí que no lo soporto.
Porque sin haberlo visto ya se lo imaginaba y la horrorizaba. El cuadro era dantesco y las presas lo vivían como un castigo, aunque oficialmente las monjas decían que era para que al pasar pudieran rezar por la criatura. Pero ese día en que Pilar había entregado a su hijita, cuando vio aquello le pareció como una siniestra premonición. Aunque, afortunadamente, Mari Luz estaba ya a salvo y el sacrificio de no estar con ella había valido la pena. Solo alguna vez, desde aquella celda, subida a los petates y a todo lo que tenían a mano para alcanzar la reja de la alta ventana que daba a la calle, Pilar pudo ver a su niña de lejos, cuando su cuñada Concha Castelló la llevaba a pasear por allí para que su madre pudiera verla.
Durante todo el tiempo que Pilar estuvo en prisión, en la de Santa Clara y en la del paseo de la Pechina, no tuvo noticias de su marido. Ella intentó en vano contactar con él. Primero supo que estaba escondido en casa de sus padres y que allí entró en contacto con la resistencia, con compañeros que se habían quedado en Valencia. Con ellos fueron formando pequeños grupos y había debates entre ellos sobre qué podían hacer, quiénes de ellos debían quedarse y quiénes pasar la frontera. Y mientras estaban discutiendo todas estas cuestiones, lo detuvieron. Detuvieron a varios de ellos y parece que alguien había «cantado». Un día que Pilar está en misa, una mujer que hacía la cocina le dice al oído:
–Te traigo un papelito que anoche entregó una prostituta para ti.
Las putas eran muy solidarias con ellas y Pilar no se extrañó. Así que le pasaron el papelito escrito por Gonçal donde decía que estaba detenido en la cárcel Modelo y que habían preguntado por ella. «Y para que se callaran –le escribe su marido– les he dicho que estabas ahí condenada a treinta años». Pilar cae en la cuenta de que para salvarse, la ha metido en un buen lío. Porque resulta que Pilar estaba en la cárcel como una mujer detenida porque estaba en casa de Consuelo Barber, pero no estaba denunciada como Pilar Soler, ya que su expediente aún no había salido a relucir. Prueba de ello es que cuando llegaban algunas mujeres de la comisaría que iban a ingresar en la cárcel, al ver a Pilar se quedaban de una pieza.
–Nos han preguntado por ti y les hemos dicho que no sabemos nada. Si la policía se entera de que estás en la cárcel…
–Callad, a ver si aún me salvo.
A partir de ese momento Pilar vivió con el temor de que en cualquier momento apareciera el juez. Pero, afortunadamente, no se sabe por qué, no fue nadie. La verdad es que había mucha desorganización entre policía, militares y falangistas. Y eso la salvó.
Pilar supo que su marido, que estaba en la cárcel cumpliendo condena, había salido unos días con motivo de la muerte de su padre. Pero al parecer se había paseado por las calles de Valencia, y los falangistas lo habían visto y lo habían denunciado. Por eso volvía a estar de nuevo en la cárcel Modelo. Pilar quiso hablar con él, pero eso era imposible. Hubo de conformarse con escribirle unas notas. Entonces las comunicaciones entre presos y presas eran muy difíciles. Únicamente tenían permiso para escribir una tarjeta al mes. Así que Pilar no dejó de escribirle porque a fin de cuentas seguía siendo su marido y había cosas importantes que debía saber, como el nacimiento de la niña. Pero a pesar de los repetidos intentos de comunicarse, lo cierto es que él nunca le contestó. Pilar también supo que mientras Gonçal estuvo en la cárcel, su madre le llevaba comida todas las semanas. Y ni a Pilar ni a su niña les llegó jamás ni una sola botella de leche.
Poco a poco Pilar se fue haciendo a la idea de que, aun sin mediar ni una sola palabra, la separación de los dos era un hecho. Pilar y su madre solo recibían de tanto en tanto una cassoleta d’arròs que les traía la familia de Silla cuando iban a verlas. Pero había que salvar a la niña de una muerte segura si se quedaba en la cárcel, por eso, después de pedírselo a Gonçal, sin obtener respuesta, se dirigió directamente a la familia de éste y consiguió que se llevaran a la niña una vez muerto su suegro. Cuando Gonçal salió de la cárcel, gracias a las gestiones de los buenos abogados que contrató su familia, se refugió en casa de sus padres y tampoco entonces se comunicó con Pilar ni fue a verla. La dureza de la vida de la cárcel, la separación de su hija, el abandono de su marido y la derrota de la guerra la sumieron, durante un tiempo, en un estado de abatimiento fatal. Aquello la dejó fuera de combate, pero solo por unos días. El temperamento batallador, seguramente heredado de su padre, nunca la abandonaría del todo. De esta manera, en cuanto se recuperó encabezó una permanente y, en ocasiones, imprudente reivindicación carcelaria entre sus compañeras de celda.
Pilar inicia entonces una época unida a aquellas mujeres que pasaban el día entero sin nada que hacer, sin poder leer ni escribir y cada una con sus recuerdos de una guerra perdida. Pero a pesar de esa pérdida terrible, en Pilar continuaba firme el espíritu con el que había luchado. Es decir, que se seguía considerando una combatiente de aquello por lo que había sufrido su país. Y a falta de otra actividad, se pasaban el día hablando. También riñendo, porque había momentos en los que en ese estado de nulidad se riñe con la vecina por cualquier cosa.
Un día alguien les dijo que aquellos soldados que se paseaban por la cárcel haciendo la guardia habían sido prisioneros de los franquistas cuando se acabó la guerra porque pertenecían a un batallón disciplinario. Así que aquellas mujeres pensaron que esos soldados eran de los suyos y que podían hablar con ellos. Fue, claro está, una idea que se les ocurrió a Pilar y a Carmen Díaz, una compañera de Sevilla a la que fusilaron después. Sus compañeras de celda, asustadas, las tildaron de locas e intentaron disuadirlas. Pero las dos estaban muy decididas a llevar la idea a la práctica. Colocaron los petates uno encima de otro y se subieron a ellos hasta llegar a la ventana. Y, medio asomadas a esas ventanas, comenzaron a llamar a gritos a los guardias. Pero estos se hacían los distraídos. Uno pasaba, el otro giraba la cara y así todos. Hasta que pasó uno y se detuvo.
–Oye, ¿qué hay por la calle?
–Nada, no os preocupéis.
Entonces llegó otro soldado y entablaron una conversación. Ellas les contaron que eran muchas mujeres con niños y que el trato que recibían era muy malo. Al día siguiente volvieron a repetir la historia y cuando ya estaban subidas a los petates oyeron el runrún que producía la puerta de la celda al abrirse y apareció en ella una funcionaria a la que llamaban doña Manolita.
–Muy bonito. A ver, su nombre. No, el suyo, Pilar, ya lo sé, pero el de usted no.
–Soy Carmen Díaz.
–Muy bonito lo que han hecho ustedes. Mañana a las once de la mañana las quiero en mi despacho.
Aquella noche nadie pegó ojo. Aunque imprudentes, ni Pilar ni Carmen eran tontas y sabían que se habían jugado el pellejo y, lo que era casi peor, habían puesto en peligro a aquellos soldados, a los que podían juzgar y condenar por aquello. Ahora también comprendían que aquellos soldados tenían miedo, que obedecían una disciplina tremenda y que estaban siendo muy maltratados en el ejército. La madre de Pilar también estaba muy asustada y ella apenas podía consolarla. Se pasaron la noche mirando el reloj.
Al día siguiente a las once bajaron hasta el despacho de doña Manolita. Nada más llegar se dieron cuenta con horror de que aquel despacho daba justo debajo de su celda. Por tanto, estaba claro que doña Manolita lo había oído todo. Ella estaba de pie, muy seria, esperándolas.
–Ustedes ayer hicieron una barbaridad y no se dieron cuenta de que su celda está encima de este despacho. Han tenido la suerte de que yo estaba de servicio, porque si no esto se hubiera denunciado enseguida y los soldados hubieran ido a un juicio sumarísimo. Porque yo vi a los soldados y puedo enterarme de sus nombres.
Las dos se quedaron de una pieza pero doña Manolita no les dio tiempo a reaccionar.
–Que no se vuelva a repetir y esto se queda entre ustedes y yo. Pero ustedes me prometen que van a hablarlo con las compañeras suyas para que no salga de aquí.
El mal sabor de boca les duró varios días. Se rumoreaba que doña Manolita era una funcionaria de carrera y que durante la guerra había seguido siendo funcionaria de prisiones al servicio de la República. E incluso se decía que era de ideas republicanas. Desde luego se notaba que no era como la Zapatones. Y unos días más tarde Pilar tuvo constancia directa de que, efectivamente, doña Manolita había sido y era leal a la República. Fue un día en que la llamó y le preguntó:
–¿Usted tiene parientes en México?
–Pues no lo sé. Es posible que sí. Probablemente mi hermana, que salió de España, puede ser que esté en México pero no lo sé seguro, porque no he sabido nada de ella en todo este tiempo.
–Pues le voy a dar una cosa a usted pero tiene que prometerme que no se lo va a enseñar a nadie más que a su madre, porque esto se sale de mi servicio. Usted sabe que el correo está controlado por sor Pilar y me ha llamado la atención que en su mesa hubiese un sobre de avión. Así que lo he cogido cuando he comprobado que iba dirigido a ustedes, a su madre y a usted, y aquí está. ¿Me promete que esto se queda entre usted y yo?, porque yo a usted la tengo por una persona de bien y creo que me va a cumplir.
En el sobre figuraba el remite de su hermana. Así se enteró de que cuando Angelita se marchó de España pasó a Francia y de ahí a la Unión Soviética y luego a México, según contaba en la carta. Pues bien, una vez instalada en México se había preocupado de escribir a todas las cárceles de España preguntando por su madre y su hermana. Pilar le entregó la carta a su madre y lloraron juntas. En cuanto pudieron le contestaron contándole todos los avatares que habían pasado. Cuando mucho después su hermana volvió a escribirles, entonces ya les dieron la carta. Esta vez fue por medio del conducto oficial. La monja encargada del correo lo juntaba y con otra monja iban al patio y allí gritaban los nombres de las que tenían carta. Por aquel entonces a doña Manolita ya la habían expedientado. Como funcionaria de prisiones al servicio de la República le llegó el expediente de depuración. No supieron qué pasó con ella, simplemente desapareció y nunca la volvieron a ver ni supieron más de ella.
Pero antes de desaparecer, doña Manolita se acercaba de vez en cuando al grupo de Pilar y así supieron que antes de ser enviada a la cárcel de Valencia estuvo destinada en Madrid. Ella misma le contó a Pilar que estaba en la cárcel de las Ventas, en agosto de 1939, cuando se celebró el proceso de lo que se llamó las 13 rosas, aquellas trece chavalas de las Juventudes Socialistas Unificadas que, tras una pamplina de juicio, fueron fusiladas vilmente. Doña Manolita vivió todo el proceso y le contó a Pilar cómo la víspera de la ejecución las chicas fueron a la peluquería de la cárcel y pidieron a sus familias que les trajeran la mejor ropa que tenían porque querían estar bien arregladas.